Memoria
Esa mañana de otoño en Albera, sor Consuelo fue a visitar a su amiga Ana Quesada. Habían ido juntas al colegio pero, décadas después, Ana sufría principio de Alzheimer y vivía sola en casa, porque enviudó hace años y no tuvo hijos.
Sor Consuelo llamó a la puerta varias veces. En la ventana enrejada que daba a la calle, estaba encerrado el perro labrador negro que hacía compañía a Ana, y ahora esperaba sin poder moverse, resignado y silencioso.
Tras muchos toques de timbre, Ana Quesada abrió la puerta. Parecía un fantasma: en camisón, despeinado el pelo blanco, ojos desorbitados.
-Vengo a verte. Soy la hermana Consuelo, ¿me recuerdas?
-S...sí.
La salita estaba llena de ropa sucia, restos de comida, desperdicios, cual Síndrome de Diógenes. Sor Consuelo abrió la ventana para ventilar, y de paso el perro labrador quedó liberado y pudo corretear por la casa.
-Voy a ayudarte -dijo la monjita-. Llamaré a los sanitarios, que sabrán tratar tu enfermedad. Y también a la perrera, para que recojan a este animal.
-¡No! -dijo Ana-. Estoy bien. Sólo tengo despistes.
La pobre mujer sentía terror de dejar su casa y pasar sus últimos años en una clínica. Sor Consuelo lo comprendió. De hecho tenían la misma edad, y la monjita no sufría desmemoria porque siempre estaba ayudando a los demás. Eso la mantenía muy activa. Y era lo que debía recuperar Ana Quesada, si no quería terminar en una residencia.
-Hagamos un trato -dijo sor Consuelo.
-Lo que sea, con tal de mantener mi hogar.
Ana Quesada se bañó y se vistió con decoro. Sor Consuelo le cortó el cabello y la peinó. Después ambas dedicaron todo el día a limpiar la casa y llevar bolsas de basura al contenedor de la calle.
Luego Ana se comprometió a ayudar en el futuro a los vecinos del barrio que vivían solos o pasaban necesidades por la crisis, con la compañía frecuente de sor Consuelo. Así estaría ocupada para no abandonarse ni hundirse en el pasado, haciendo el bien a los demás.
Sor Consuelo le tomó las manos sonriendo y Ana le dijo:
-Siempre fuiste muy diligente y religiosa en la escuela. Ahora lo recuerdo.
Sor Consuelo llamó a la puerta varias veces. En la ventana enrejada que daba a la calle, estaba encerrado el perro labrador negro que hacía compañía a Ana, y ahora esperaba sin poder moverse, resignado y silencioso.
Tras muchos toques de timbre, Ana Quesada abrió la puerta. Parecía un fantasma: en camisón, despeinado el pelo blanco, ojos desorbitados.
-Vengo a verte. Soy la hermana Consuelo, ¿me recuerdas?
-S...sí.
La salita estaba llena de ropa sucia, restos de comida, desperdicios, cual Síndrome de Diógenes. Sor Consuelo abrió la ventana para ventilar, y de paso el perro labrador quedó liberado y pudo corretear por la casa.
-Voy a ayudarte -dijo la monjita-. Llamaré a los sanitarios, que sabrán tratar tu enfermedad. Y también a la perrera, para que recojan a este animal.
-¡No! -dijo Ana-. Estoy bien. Sólo tengo despistes.
La pobre mujer sentía terror de dejar su casa y pasar sus últimos años en una clínica. Sor Consuelo lo comprendió. De hecho tenían la misma edad, y la monjita no sufría desmemoria porque siempre estaba ayudando a los demás. Eso la mantenía muy activa. Y era lo que debía recuperar Ana Quesada, si no quería terminar en una residencia.
-Hagamos un trato -dijo sor Consuelo.
-Lo que sea, con tal de mantener mi hogar.
Ana Quesada se bañó y se vistió con decoro. Sor Consuelo le cortó el cabello y la peinó. Después ambas dedicaron todo el día a limpiar la casa y llevar bolsas de basura al contenedor de la calle.
Luego Ana se comprometió a ayudar en el futuro a los vecinos del barrio que vivían solos o pasaban necesidades por la crisis, con la compañía frecuente de sor Consuelo. Así estaría ocupada para no abandonarse ni hundirse en el pasado, haciendo el bien a los demás.
Sor Consuelo le tomó las manos sonriendo y Ana le dijo:
-Siempre fuiste muy diligente y religiosa en la escuela. Ahora lo recuerdo.