Ahora se hacía llamar Máximo y, tras una vida peligrosa, había recalado en Albera, para huir de sus enemigos y pasar desapercibido una temporada en un tranquilo pueblo del sur.
Máximo solía sentarse en un frío banco de la plaza de la iglesia a no hacer nada. Para observar, para pensar. Desde allí veía a la monjita sor Consuelo ir y venir de la iglesia a diario.
Una vez, Máximo se acercó a sor Consuelo y le dijo:
-Confesión, hermana.
-Joven -le dijo sor Consuelo-, las monjas no confiesan. Entre en la iglesia y confiese con un sacerdote.
Era evidente que ese sujeto llevaba siglos sin ir a la iglesia... pero tenía mucho que confesar.
-Entonces -dijo Máximo- quiero hablar con usted y contarle algunas cosas, ahora que se acerca la Navidad.
Sentados en el frío banco, Máximo le refirió a sor Consuelo los principales sucesos de su vida, graves y hasta escalofriantes.
Al cabo, sor Consuelo le dijo:
-No te preocupes, hijo mío, Dios es el más grande. Dios es misericordioso y te perdonará, si de verdad te arrepientes.
-Pero hay un problema. Tampoco creo en Dios.
-¿Ah, no? -repuso sor Consuelo-. ¿Entonces por qué estás aquí?