Hacía ya tiempo que sor Consuelo asistía a más entierros que fiestas.
Esa mañana, mientras pedía alimentos como solía para los necesitados en el mercado de Albera, se le acercó una vecina del pueblo y le susurró unas palabras al oído.
De inmediato, sor Consuelo soltó el puñado de frutas que le habían dado y corrió hacia el tanatorio, que estaba en las afueras, junto al cementerio.
En la fría sala se encontraba sentado solo Cosme, las demás sillas vacías, velando el féretro de su mujer aún de cuerpo presente.
Sor Consuelo le dio el pésame. Luego tecleó en su móvil.
Los vecinos empezaron a llegar, hasta que se llenó la sala. Acompañaron a Cosme e hicieron una colecta para pagar el entierro al día siguiente.