"La viuda echó echó como ofrenda no cosas, sino 'toda su vida'. Este es el verdadero credo"

Marcos nos muestra a Jesús en el templo (Mc 12,35-44). Enseña. No imaginemos ante él una platea silenciosa: la palabra debe abrirse paso entre la multitud que lo escuchaba con gusto.
Jesús dice: «Guardaos de los escribas, que gustan de pasear con largas vestiduras, recibir saludos en las plazas, ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en las cenas». Aquí hay un ataque directo. El Maestro no está refutando doctrinas: estimula la memoria y la imaginación de la gente. No habla de ideas: simplemente pinta retratos. Se ve a estos hombres paseando. Sin embargo, los escribas están ocupados con los textos que transcriben y comentan. Pero Jesús se detiene en el hecho de que «pasean». La mirada pasa del ligero movimiento de las piernas a la vestimenta: llevan ropas largas y llamativas. Los vemos: hay en ellos algo de blando y solemne al mismo tiempo.

Luego la mirada de Jesús se amplía al contexto. Frente a estos hombres hay gente que los saluda, y a ellos les gusta que los saluden. No, no de tú a tú, sino en las plazas. Hablamos de saludos ostentosos y amplios, deferentes. Luego la mirada se amplía aún más a su vida entre sinagogas y banquetes. Lo sagrado y lo profano. La devoción y la degustación. ¿Qué tienen en común? El hecho de que estos hombres aman estar en los primeros asientos. Pasean honrados y se sientan venerados.
Y luego Jesús continúa con un tremendo díptico metafórico, una instantánea: devoran las casas de las viudas y rezan durante mucho tiempo para que se les vea. Vemos las fauces grotescas, kafkianas. La metamorfosis de hombres en bestias que devoran casas. No palacios suntuosos, sino pobres casas de viudas pobres. Y luego vemos las manos juntas en oración de estas bestias, sus postraciones que duran mucho tiempo para que sean bien visibles.
Jesús predica con la imaginación, expresa la condena más severa pintando, a veces barroco, a veces prerrafaelita, a veces expresionista, una feria de las vanidades. Una pose, un estuco.
Cambio de imagen. Marco se desconecta de repente. Jesús estaba en el templo hablando. Ahora lo encontramos sentado frente al tesoro, mientras observaba cómo la multitud arrojaba monedas. La palabra se transforma ahora en mirada. La multitud sigue siendo la protagonista. Los ricos pasan y arrojan monedas. Hay muchos ricos, y arrojan muchas monedas, nos dice el evangelista. Todo es «mucho». Ya oímos el sonido de este río de monedas arrojadas al tesoro. Jesús ve el flujo y escucha el tintineo.
Pero. Hay un pero. Marcos ve que Jesús se fija en una sola persona. Solo tiene ojos para ella. ¿Quién es? Una viuda pobre que arroja dos moneditas al tesoro, que hacen un centavo. Dos que hacen uno. Uno más uno hacen uno. Esta viuda solitaria arroja una sola moneda, aunque con dos tintineos. Está arrojando al tesoro del templo su soledad, su pobreza, su vacío, su separación de la vida social y su auténtica devoción. No tiene nada más.
¿Qué hace Jesús entonces? Interrumpe su observación aburrida del flujo de riqueza y de las gestos todos iguales. Llama a sus discípulos. Y les dice: «En verdad os digo: esta viuda, tan pobre, ha echado en el tesoro más que todos los demás. Todos, en efecto, han echado parte de su superfluo. Ella, en cambio, en su miseria, ha echado todo lo que tenía, todo lo que tenía para vivir».
Los demás han echado cosas superfluas. Se echan cosas. Que estén en el tesoro o en la basura, al final, da lo mismo. La acción de la mano es la misma. La ofrenda de la viuda es diferente en su raíz. Ella echó como ofrenda no cosas, sino —como dice literalmente el texto original— «toda su vida». Este es el verdadero credo.
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