De la misericordia a la ternura
En su momento y desde estas mismas páginas decíamos que la misericordia, como concepto definible, es la inclinación a sentir compasión por los que sufren y ofrecerles ayuda. También afirmábamos que referido a Dios, es la cualidad en cuanto Ser perfecto, por la cual perdona los pecados de las personas. A su vez advertíamos que, como todo concepto, su etimología no abarca toda su verdadera dimensión [(misere (miseria, necesidad), cor, cordis (corazón) e ia (hacia los demás)], puesto que la misericordia posiciona a la persona en una intensa búsqueda.
La misericordia es en sí misma definitiva y abierta, pero en su tensión trascendente se convierte en vía pulchritudine y propedéutica de la ternura, porque la misericordia lleva la bondad y la ternura de Dios, tal y como afirma la Bula promulgada por Francisco Misericordiæ Vultus, n. 5: “¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios!”.
Pero lo cierto es que es un adjetivo polisémico, por lo que es necesario circunscribir la ternura, en este contexto, como expresión de la dignidad humana, que a su vez se sustenta en la imagen y semejanza de Dios, íntimamente ligado al mandamiento nuevo contenido en el Evangelio de Juan 13,34-35: “que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros”.
Leonardo Boff nos señala, desde una noción de ternura, que debemos descentrarnos y salir del paradigma de la dominación, de la conquista y pasar al paradigma del cuidado, siendo éste el del respeto, el del reconocimiento y la valoración del otro como exigencia ética con sus enormes implicaciones, personales, sociales e incluso políticas.
Pero más allá del cuidado que podría expresarse también en términos de misericordia, la ternura implica una nueva concepción de la mirada que siempre ha estado presente, que parte de la corporalidad y desde la cual se abraza toda creatura. Es poder suspirar por una emocionada piel y arroparse de caricias por el hecho de ser y existir, siendo icono de la misma la madre que nutre al niño de leche y miel, de miradas y arrumacos entre sus brazos.
La ternura son las caricias de la mirada que surgen de la contemplación activa en su naturaleza no posesiva, pero también de la yema de los dedos, yermos de la ambición del deseo y que se embeben entre sí en dulce devaneo.
La ternura, que no ambiciona poseer, no es la sublimación del instinto sexual como sostenía Freud, aunque es necesario que también se exprese en un placentero encuentro que por momentos desemboca en la explosión, por segundos, de la eternidad, pues la ternura es indispensable en la corporalidad del amor y en las formas contemplativas.
Relegada a los infantes, la ternura debe darse y expresarse, en una recuperada victoria en el encuentro, también físico, en la caricia de la llaga supurada, en la arruga amontonada y en la piel encallecida. No es consuelo del más allá sino promesa del aquí y del ahora. La ternura es el signo de hermandad de la humanidad, es el encuentro con el prójimo que ya fue señalado en la parábola del buen samaritano, que viendo a un hombre despojado y herido, no pasó de largo como el sacerdote y el levita, sino que acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él.
Magnifica muestra expresiva de misericordia, pero lo que no está escrito en el texto y subyace en el mismo es la llamada ternura de la mirada y de los gestos, es la contemplación activa y empática del prójimo; es el cómo el samaritano se arrodilla ante el hombre necesitado y acaricia la frente perlada de sudor frío antes de arropar las carnes despojadas y trémulas para iniciar la cura de sus heridas, para lo que derrama con sumo cuidado vino para limpiar y aceite para cicatrizar antes de vendar sus laceradas carnes. Lo levanta entre sus brazos, estrechándolo contra su pecho para depositarlo en su cabalgadura que sostuvo con mimo y a la vez con fuerza para guardar el equilibrio del tortuoso camino.
En definitiva, es en el desierto, en la tierra seca y sin agua que brota un manantial de agua de la roca dura (Dt 8,15), donde se muda la sequedad que tiene el alma en grandísima ternura, es decir, en suave caricia que acoge en un sentido abrazo, para actuar como savia o aceite de candela que aviva y manifiesta el amor.
En todo caso, la paciencia todo lo alcanza, y como afirma Santa Teresa de Ávila, en el Libro de la Vida, 18,14:
“La voluntad debe estar bien ocupada en amar, mas no entiende cómo ama. El entendimiento, si entiende, no se entiende cómo entiende; al menos no puede comprender nada de lo que entiende. A mí no me parece que entiende, porque -como digo- no se entiende. ¡Yo no acabo de entender esto!”.
Con un abrazo, que desearía fraternal, y mis mejores deseos para el 2016.