La Arquidiócesis de Guadalajara cumple 150 años




El 26 de enero de 1863, el Papa Pío IX, ahora Beato, concedió la categoría de Sede Metropolitana al Obispado tapatío culminando así un proceso entorpecido, paradójicamente, por la confesionalidad del Estado. A ciento cincuenta años de distancia, se repasan las circunstancias y los actores de este suceso.

Pbro. Tomás de Híjar Ornelas. Cronista Arquidiocesano / Semanario de Guadalajara. 23 de enero.-
Enorme, desmesurado, dilatadísimo fue, al momento de su creación, el 13 de junio de 1548, el territorio de la Diócesis de la Nueva Galicia o Compostelana que luego sería de Guadalajara. Situada en el confín occidental del Nuevo Mundo, su jurisdicción abarcó, en teoría, ¡hasta Alaska!, aunque en la práctica alcanzó apenas el norte novohispano; pero, aun así, más de un millón de kilómetros cuadrados. Su superficie comenzó a fracturarse en 1620, cuando se erigió el Obispado de Durango; uno y medio siglos más tarde, al crearse el de Linares en 1777, y poco después el de Sonora, en 1779. El último recorte sobrevino al nacer la Diócesis potosina, en 1854. La situación de las otras Iglesias particulares en México, al consumarse la Independencia en 1821, era parecida: muchísimo territorio; los pocos caminos y puertos, malos e inseguros; clero escaso y población dispersa, atendida en nueve Diócesis que formaron parte de la Provincia Eclesiástica de México (la Capital) durante 350 años.

El proyecto de la Arquidiócesis tapatía

Desde el año 1817, el Ayuntamiento de Guadalajara, juntamente con el Cabildo Eclesiástico, había solicitado al Rey Fernando VII la desmembración de esta jurisdicción canónica; sin embargo, las circunstancias impidieron que la iniciativa prosperara, pues no bien se consolidó la República, surgieron, sin tregua ni sosiego, las pugnas entre los bandos centralistas y federalistas; o sea, Conservadores y Liberales.

Desórdenes en los Estados Pontificios

Al otro lado del Océano Atlántico también era aflictiva la situación de la Santa Sede. Durante su larga gestión (1846-1878), el Papa Pío IX afrontó la lenta y dolorosa disolución de los Estados Pontificios. De tendencias políticas liberales en los dos primeros años de su gestión, a partir de 1848, al proclamarse la República de Roma, retomó su oficio, luego de su destierro en Gaeta, con suma desconfianza hacia las concesiones libertarias, dedicándose a la defensa doctrinal de la Iglesia y a la preservación de sus Estados, inevitablemente engullidos por los simpatizantes de la unificación italiana.

Los Obispos mexicanos, en la Corte Papal

Negocio imposible entre el Estado Mexicano y la Santa Sede fue siempre entablar relaciones diplomáticas, pues mientras el uno pedía para sí los privilegios del Patronato sobre la Iglesia que ostentaron los Reyes de España durante tres siglos, la otra procuró abolir un instrumento que en su última fase se redujo a controlar los asuntos eclesiásticos, incluyendo la presentación, al Papa, de los candidatos para las sedes episcopales.

La fatídica Guerra de los Tres Años, que desgarró a la incipiente República Mexicana a partir de 1858, hizo de los intereses institucionales de la Iglesia la manzana de la discordia entre los bandos políticos enfrentados: los Liberales, de fuerte inclinación anticlerical, y los Conservadores, aspirantes a mantener la confesionalidad del Estado para ejercer sobre la Iglesia un pleno dominio.

Una vez tomada la Ciudad de México por los liberales, la segunda semana de 1862, Benito Juárez, Presidente por ministerio de Ley, decretó la expulsión del Nuncio Papal y de cinco de los nueve Obispos residenciales del país, entre ellos el de Guadalajara, Don Pedro Espinoza y Dávalos, de modo que en todo el territorio nacional nada más quedaron dos Pastores al frente de sus fieles, pues una sede estaba vacante, y otro Obispo, ya desterrado.

Paradójicamente, la promulgación de las Leyes llamadas ‘de Reforma’ en recuerdo a la que encabezó Martín Lutero en el Siglo XVI, tuvieron un efecto benéfico: separar al Estado de cualquier injerencia en la Iglesia, resolviendo indirectamente una situación insostenible, como era la subsistencia de Obispados ingobernables por extensos.

De este modo, un procedimiento que se habría llevado mucho tiempo y recursos, se abrevió gracias a la presencia de casi todos los Obispos de México en Roma, cerca del Santo Padre, favorecidos por el repunte que tuvo nuestra Patria a los ojos de la Santa Sede, al calor de la Canonización de San Felipe de Jesús, el primer Santo nuestro, el 8 de junio de 1862; acto al que asistieron varios mitrados mexicanos, entre ellos nuestro Pastor Diocesano.

Insólito: nacen casi al mismo tiempo siete Obispados en México

En las primeras semanas del año siguiente, 1863, el Sumo Pontífice acometió la tarea de crear los Arzobispados de Michoacán y de Guadalajara, y erigir siete nuevas Diócesis, disgregando de la Arquidiócesis de México las nuevas Sedes de Tulancingo (Bula In Universa Gregis) y de Querétaro (Bula Deo Optimo Máximo Largiente); de Puebla, las de Veracruz (Bula Quod Olim Propheta) y de Chiapas; de Michoacán, Zamora (Bula In Celsissima Militantis Ecclesiae Specula) y de León (Bula Gravisimum Sollicitudinis) y de Guadalajara, a Zacatecas (Bula Ad Universam Agri Dominici).
Así, la Arquidiócesis Primada de México se quedó con las sufragáneas de Puebla, Oaxaca, Chiapas, Veracruz, Yucatán, Chilapa (Bula Grave nimis) y Tulancingo; la de Michoacán, con las de Zamora, San Luis Potosí, Querétaro y León; y la de Guadalajara, con las de Zacatecas, Durango, Linares, Sonora y el Vicariato Apostólico de la Baja California, ascendiendo a casi 20, en un solo año, las jurisdicciones eclesiásticas en México.

Último Obispo y primer Arzobispo

Don Pedro Espinoza y Dávalos vivió todos los momentos cruciales del siglo XIX. Nacido en Tepic en 1793, de una familia levítica que dio a la Iglesia siete Eclesiásticos y dos Religiosas, se doctoró en Teología por la Universidad de Guadalajara; fue casi diez años Rector del Seminario; Rector de la Universidad; Canónigo; Vicario Capitular del Obispado y Gobernador de la Mitra al morir su antecesor, Don Diego Aranda y Carpinteiro, a principios de 1853.

Electo para sucederle a fines de ese año, recibió la consagración episcopal unas semanas antes de que fuera suscrito el Plan de Ayutla, al que siguió la convocatoria a un Congreso Constituyente que prohibió la presencia de clérigos y cuyo fruto fue la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma, detonante de la Guerra de los Tres Años (1858-1861), sucedida por el intento de restaurar el Imperio Mexicano y la confrontación entre los partidarios y los opositores a Maximiliano de Habsburgo. En tal contexto discurrió el Gobierno eclesial de Don Pedro Espinoza, ungido en su sede episcopal el 8 de enero de 1854 por Don José Antonio López de Zubiría, Obispo de Durango.

Gobernó Don Pedro Espinoza las almas que habitaban una superficie de 250 mil kilómetros cuadrados. En su tiempo, las rentas del Obispado se redujeron a un tercio, y los sitiales de Canónigos del Cabildo Eclesiástico a doce; menos de la mitad. Las Parroquias eran 114 y los templos abiertos al culto, 290. El Clero estaba compuesto apenas por cuatrocientos Presbíteros. Los Conventos y Monasterios quedaron disueltos, y los Religiosos, dispersos. A la escasez de Sacerdotes se añadió el empeño del Gobierno liberal de exiliarlos a todos; la pobreza fue general en todas las Parroquias y Santuarios, y a la destrucción de Templos y Monasterios se sumó la pérdida de los Hospitales y Asilos atendidos por la Iglesia.

Este egregio Prelado pudo regresar a su Sede luego de tres años de exilio, a principios de 1864. Poco después, el 17 de marzo, ejecutó la Bula ‘Romana Ecclesia’, en la Parroquia de Santa María de los Lagos (hoy de Moreno), recibiendo el Palio Arzobispal de manos del primer Obispo de Zacatecas, Don Ignacio Mateo Guerra y Alba. Fue recibido en su Ciudad-Sede de la flamante Arquidiócesis en un acto de apoteosis y sin paralelo. Empero, el Gobierno Imperial recrudeció las leyes anticlericales, acelerando su hundimiento, que ya no vio el Arzobispo Espinoza, varón sabio y virtuoso, el cual falleció en la Ciudad de México el 12 de noviembre de 1866, a la edad de 73 años. Una década después, sus restos fueron trasladados a Guadalajara, siendo reinhumados en la Capilla de la Purísima Concepción de la Catedral Basílica, donde hoy se expone y adora el Santísimo Sacramento. Ahí mismo descansan los despojos mortales de otros dos Arzobispos sucesores: Pedro Loza y Pardavé y Francisco Orozco y Jiménez.
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