"El Papa debería renunciar a todo poder político, disolviendo el Estado de la Ciudad del Vaticano" Xabier Pikaza: "El Papa debería dejar el Estado Vaticano, renunciando a su propiedad y soberanía"
"Aunque parezca mentira, la historia del Vaticano como centro de la Iglesia católica es muy reciente, no tiene más que cinco siglos (desde el siglo XVI)"
"Si quiere mantener el recuerdo de Pedro, el Papa debe renunciar al primado, entendido como jurisdicción sobre las iglesias (no como primado en ejemplo de amor, como decía Ignacio de Antioquía)"
"Si queremos ser cristianos debemos salir de las instituciones imperiales de poder, dominadas por el capitalismo, para volver a caminar a la intemperie de la vida, con todos los que acojan el amor busquen esperanza de evangelio"
"El Papa actual sólo podrá realizar su tarea si no es hombre dogmático, si no impone su opción, ni se eleva por encima de los otros. Tendrá que ser conocedor de los oprimidos, experto en fracasos y deseos de trasformación"
"Si queremos ser cristianos debemos salir de las instituciones imperiales de poder, dominadas por el capitalismo, para volver a caminar a la intemperie de la vida, con todos los que acojan el amor busquen esperanza de evangelio"
"El Papa actual sólo podrá realizar su tarea si no es hombre dogmático, si no impone su opción, ni se eleva por encima de los otros. Tendrá que ser conocedor de los oprimidos, experto en fracasos y deseos de trasformación"
La “salida” de los papas del Vaticano se inició hace noventa años (1929), con la firma de los Pactos Lateranenses, por los que el Papa dejaba de considerarse “prisionero” en los recintos vaticanos, para convertirse en Jefe del Estado Vaticano, pudiendo salir no sólo a su diócesis de Roma, sino a Italia y al mundo entero.
En sentido más extenso la “salida” quedó ratificada por Juan XXII, que fue Papa del 1958 al 1953, y por el Concilio Vaticano II (1962‒1965) por los que la Iglesia Católica puso de relieve su carácter universal. Desde ese momento, desde Pablo VI a Francisco, los papas han salido con mucha frecuencia de Roma y del Vaticano, convirtiéndose así en signo de una Iglesia Universal, en “estado de salida”, como ha puesto de relieve el Papa Francisco, desde el comienzo de su pontificado (el año 2013).
Aunque parezca mentira, la historia del Vaticano como centro de la Iglesia católica es muy reciente, no tiene más que cinco siglos (desde el siglo XVI). En tiempos anteriores la “sede” de la Iglesia Romana era (y oficialmente sigue siendo) la Catedral de la Basílica del Salvador, en el Laterano, lugar y palacio que antes había sido de los emperadores romanos.
Allí en el Laterano residían los papas y se celebraron los concilios “ecuménicos” de la Iglesia Romana (desde el primero de Letrán, 1223, hasta el quinto, 1512/1517). Pero ya antes, desde el final del llamado “cisma de Avignon", a principios del siglo XV, la Iglesia de Roma empezó a centrarse en la Basílica de San Pedro del Vaticano, con los palacios y estancias adyacentes, que vinieron a convertirse en gran Ciudad. Papal amurallada.
En esa línea, en los últimos cinco siglos, tras la Reforma Protestante (a partir del 1517) y del Concilio de Trento (1545‒1563), la Iglesia Romana empezó a centrarse (a tener su sede) en la basílica y palacios (con oficinas administrativas) de la Ciudad Papal del Vaticano, uno de los conjuntos arquitectónicos y artísticos más importantes de la humanidad.
De manera lógica, tras la caída de los Estados Pontificios (1880), conquistados por el nuevo Estado Nacional de Italia, los papas se encerraron en el Vaticano, como prisioneros, hasta los pactos lateranenses ya citados (1929), por los que el Vaticano se convirtió en Estado Independiente la Iglesia Romana, con el Papa como Soberano.
Pero, como he dicho también, poco después, a partir del Vaticano II, la Iglesia Canónica comenzó a recorrer un camino de salida del Vaticano, un tema y camino que el Papa Francisco quiso poner desde el principio como “lema” de su pontificado. Éstos pueden ser, en mi opinión, algunos de los pasos o momentos de esa “salida del Vaticano”, que no puede entenderse como huida o negación del pasado, sino como experiencia nueva de creatividad cristiana.
1. Salir de un Vaticano Universal, para encarnarse mejor en la Iglesia particular de Roma. Como dejó claro en su primera aparición pública, desde el Balcón del Vaticano, Francisco quiso definirse ante todo como “obispo de Roma”, en comunión con todos los obispos e iglesias de la Cristiandad. No por encima, sino en diálogo con ellas.
Sólo de esa manera, como obispo concreto de Roma, él podía presentarse como hermano de todos los obispos y de todas las iglesias, no en poder sobre ellas, sino en camino de amor con ellas. Salir de un tipo de Vaticano significa entrar mejor en Roma, como signo y testigo de la larga y gloriosa (y a veces enojosa) iglesia de los cristianos romanos.
2. Salir de un Vaticano superior (entendido como Torre o Castillo dominante de la iglesia), para convertirse en Puente, esto es, “Pontífice”, lugar de encuentro y paso entre todas las iglesias. Ciertamente, el obispo de Roma, vinculado de un modo especial a la memoria de Pedro, ejerce una función importante, pero no en línea jerárquica, porque en la iglesia de Jesús no hay jerarquía de unos sobre otros, sino de encuentro y comunión, desde el sacerdocio común de todos los creyentes, hijos de Dios y sacerdotes (pues comparte, compartimos en Jesús y por Jesús su vida la vida de Dios.
En ese contexto, el obispo de Roma ha de ser un hombre (varón o mujer) especialmente encargado de tener puentes de diálogo y amor entre todas las iglesias, como puso ya de relieve en el siglo II d.C. su colegia Ignacio, obispo de Antioquía de Siria. En principio podría ser “obispo” de otras comunidades. Pero en principio, por fidelidad a la historia, con Pedro y Pablo, pienso que el obispo de Roma puede ejercer esa función mediadora de comunión, sin querer nunca imponerse sobre otras iglesias venerables, antiguas (como las de Alejandría, Antioquía y Constantinopla o Moscú) o modernas.
3. Dejar la jerarquía política, económica, sacral o social, para hacerse y ser signo concreto de comunión universal de los creyentes. Para eso no parece que sean necesarios los “muros” de la Ciudad del Vaticano, ni el hecho de que el papa sea “soberano” del Estado Vaticano, ni la casi totalidad de su función administrativa de tipo canónico.
Resulta absolutamente fundamental abandonar el modelo de pirámide o sistema de poder del Vaticano. El Papa no puede situarse en la cumbre de ninguna institución objetiva de poder, pues la iglesia es ante todo un organismo vivo, un tejido de conexiones inmediatas de amor, con ministerios o servicios de testimonio fraterno y solidaridad, de palabra y acogida, de pan y de vino (comida), que se ejercen y comparten de un modo inmediato, entre todos los creyentes, por la fuerza del Espíritu. La visión de un papa con «potestad suprema, plena, universal e inmediata» sobre todos los creyentes no responde al evangelio.
4. Salir del Vaticano, vivir fuera, en la calle o barrio de la vida. Para mostrar todo lo anterior con más claridad sería quizá bueno que el Papa dejara de vivir en el “palacio vaticano” (como ha hecho Francisco al trasladarse al “albergue de Santa Marta”). Pienso que él debía dejar incluso el “Estado Vaticano”, renunciando a su propiedad y soberanía, para convertirlo quizá en sede de uno de los “centros culturales y religiosos” de la ONU o de la Unesco. Evidentemente, podía funcionar como lugar especial de convenciones de la Iglesia Católica (y de otras iglesias), en museo y archivo del pasado.
Para cumplir su función cristiana de pontificado o comunión (como referencia de diálogo de amor entre las iglesias), el Papa debería salir del Vaticano. Antes era quizá necesario un centro físico de poder y riqueza (de gobierno) como en Vaticano. Actualmente existen otros medios más evangélicos (y eficaces) de comunión entre los creyentes, para así crear nuevamente la iglesia (la comunión de las iglesias) desde la calle‒calle, como al principio de la cristiandad.
5. Renunciar a todo poder político. Conforme a lo anterior, el Papa debería abandonar su potestad política, disolviendo desde ahora el Estado de la Ciudad del Vaticano. Los Papas no han sido los únicos reyes o jefes de un Estado religioso, pues los Sumos Sacerdotes de Jerusalén lo fueron antaño, lo mismo que muchos sacerdotes de ciudades sagradas de países muy distintos, de Egipto a México, del mundo helenista hasta el centro de África; pero todos ellos han perdido su poder civil, mientras el Papa lo conserva.
Los papas de antaño pensaron que un tipo de «toma de poder» les ayudaría a realizar mejor su tarea. También otros movimientos políticos (desde la revolución francesa a la soviética), que han marcado la historia de Europa y del mundo, a partir del siglo XVIII, quisieron tomar el poder y lo tomaron para cumplir sus objetivos. Pues bien, tras el fracaso de varias revoluciones, y en especial de la marxista, muchos empiezan a pensar que la verdadera revolución no se realiza con la toma, sino con la superación de poder, creando y cultivando otros tipos de presencia y comunión humana, según el evangelio.
6. El signo esencial del papa (del cristianismo en general) no es la toma, sino la superación del poder. No se trata de que los pobres asumen el poder y gobiernen bien, sino de que lo superen, de una forma positiva, desde el evangelio, no para volver al puro caos, sino para crear formas distintas de vinculación, entre las que puede ocupar un lugar el Papa. La «conversión» (revolución) cristiana debe hacerse desde fuera del poder.
No se trata de que el Papa delegue funciones, regalando a las comunidades cristianas más autonomía, pues no puede dar lo que no es suyo, sino que debe retirarse, para que los cristianos sean lo que son (hombres y mujeres que se aman, en libertad) y para que las iglesias se expandan y organicen por sí mismas, desde la Vida y Recuerdo de Jesús, para unirse luego (al mismo tiempo) en comunión dialogal, realizando así la revolución del evangelio.
7. El Papa y la iglesia de Roma (y el conjunto del cristianismo) no se gobiernen desde arriba, sino desde el impulso del evangelio y desde la misma responsabilidad y comunión de los creyentes, que se vinculan por gracia y servicio a los pobres. Como símbolo y garante de servicio mesiánico y comunión de amor, puede (y creemos que debe) haber un hombre o mujer especial, vinculado a la memoria de Pedro y a la historia de la iglesia, un «Papa» que por una parte se retraiga (para ser obispo de Roma), pero que por otra se abre en gesto de responsabilidad y misión compartida con todas las iglesias (conferencias episcopales, patriarcados, diócesis, comunidades no episcopales etc.), paa que esas iglesias se organicen por sí mismas.
Una vez que el papado abandona el poder central que ha tomado (y que no era suyo), las comunidades cristianas quedan libres para crear sus comuniones y concilios, asambleas y encuentros, de manera que pueda surgir una iglesia recreada por un diálogo múltiple de personas y palabras, que se expanden por sin un centro superior, porque todos son centro, partiendo de los pobres. Entonces podrán llamar y reconocer al Papa como hermanos de los hermanos, servidor de los servidores, en la comunión de los seguidores de Jesús.
8. En la línea de Pedro. Pedro vino a Roma, pero no para visitar al emperador, ni para compartir honores con los senadores imperiales, sino para encarnar su mensaje en la capital de los pobres, donde llegaban y desembocaban todas las miserias de la tierra, un cuarto mundo de marginación, al lado del Quirinal y el Capitolio. Vino como un pobre judío de Jesús, en contacto con las varias corrientes del movimiento cristiano, no para dominarlas o dirigirlas desde la capital del Imperio Militar supremo de aquel tiempo y circunstancia sino para que todas pudieran encontrar un espacio de diálogo. Vino desnudo de poder, pero lleno de evangelio, en camino de Reino, abierto en el centro del Imperio para judíos y gentiles, culminando allí su tarea, como buen rabino de la iglesia.
El rasgo principal de Pedro en el Nuevo Testamento ha sido el no tener rasgos propios, ni imponer una doctrina, sino abrir espacios de encuentro para los grupos cristianos, de manera que todos pudieran sentirse y ser autónomo a su lado, pactando con los otros. Pedro nunca dijo a Pablo cómo debía organizar sus iglesias, ni tampoco a Santiago o a los fieles de la comunidad del Discípulo amado. Nada mandó, nada impuso, y todos pudieron sentirse vinculados a su gesto y a la acción liberadora de sus llaves (llaves de Dios), en línea de evangelio. En esa línea, el Papa actual sólo podrá realizar su tarea si no es hombre dogmático, si no impone su opción, ni se eleva por encima de los otros. Tendrá que ser conocedor de los oprimidos, experto en fracasos y deseos de trasformación.
9. Las llaves del Reino, el puente del Reino. Las llaves de Pedro no implican un poder jerárquico, de organización administrativa o económica, sino todo lo contrario: son las llaves de un Dios que crea por amor, que «castiga» perdonando y abre a todos las puertas de la Vida. En un sentido, todos los cristianos son Pedro (portadores de las llaves de Dios); pero en otro sentido esa función de las llaves puede concretarse en un hombre o mujer a quien los restantes cristianos toman como signo de libertad y comunicación cristiana.
Por eso, el «poder del Papa» no es suyo, sino de los creyentess que se lo han concedido, siendo el poder del Dios de la gracia. Normalmente, los poderosos buscan y ratifican su grandeza por la fuerza, diciendo que gobiernan «por gracia de Dios», pero atribuyéndose primados y poderes especiales. Pues bien, en contra de eso, los pobres como Pedro (en la línea de Jesús) no quieren triunfar, ni identifican el Reino de Dios con sus verdades, sino con el evangelio: «los ciegos ven, los cojos andas y los pobres son evangelizados» (cf. Mt 11, 2-4).
Para hablar en nombre de ellos, el Papa ha de buscar y avalar la verdad de los demás más que la propia y querer el bien de otros (judíos, paganos o cristianos) más que el suyo, siendo de esa forma signo de esperanza para los pobres y de comunión para los creyentes, sin hacerse más importarte que nadie, pues tan pronto como alguien toma el poder y se eleva por fuerza (violencia) sobre otros pierde su base de evangelio. Pedro no tuvo un «primado», en sentido de poder, no se impuso sobre otros, ni les dijo lo que debían hacer. Pero tuvo y tiene la tarea de garantizar un espacio donde quepan todos, asumiendo desde sus diversidades, el amor de comunión de Cristo. Carece de sentido hablar aquí de primado o de jurisdicción, pues no se trata de saber quien es primero (cf. Mc 9, 33-37; 10, 35-45 par), sino de ofrecer y compartir un camino de concordia y comunión en Cristo. Siguiendo en esa línea, el sucesor (o sucesora) de Pedro no puede imponerse a los demás y precisamente por eso puede ser signo de unidad para todos, incluso (sobre todo) allí donde otros tienen la última palabra (como en el Concilio de Jerusalén: cf. Hech 15).
10. Una función especial. Si quiere mantener el recuerdo de Pedro, el Papa debe renunciar al primado, entendido como jurisdicción sobre las iglesias (no como primado en ejemplo de amor, como decía Ignacio de Antioquía). La función de Pedro no fue elevar su iglesia sobre las restantes, sino impulsar la comunión, como signo de universalidad cristiana. La Iglesia de Roma no debe imponerse a las demás, sino procurar que todas sean libres y vivan en comunión. Por eso, el Papa ha de aceptar a las iglesias como son, a fin de que todas vayan descubriendo sus propios caminos, en comunión de amor (sin asimilación ni uniformidad). Sólo así, si lo desean (siendo cada una como es), las diversas iglesias podrán referirse a la de Roma como signo histórico de comunión y unidad.
Lo que importa no es Roma como ciudad, ni siquiera su hermosa tradición latina, sino la función de Pedro, unida a la de Pablo (que también vino a Roma). Es normal que algunas iglesias, por razones de sensibilidad e historia, sientan todavía “aversión” por Roma. Por eso, es importante que mantengan su propia libertad, pues, en contra de un refrán muy conocido, los caminos no llevan a Roma, sino a Jesús (a los pobres) como fuente de gracia y comunicación para todos los hombres. Pues bien, si quiere ofrecer su servicio de comunión y evangelio a las iglesias (y en espacial a las que nunca han sido romanas, como la etíope o la siria) la iglesia de Roma sólo puede hacer una cosa: ofrecer su testimonio de evangelio.
11. ¿Un Papa del futuro? No podemos predecir lo que será futuro, pero conocemos lo que ha sido en el pasado y de esa forma le aceptamos, como obispo de Roma y signo de unidad cristiana. Roma no es ya lo que fue en tiempo de Pedro (capital del imperio, metrópoli de los pobres), ni lo que ha sido en casi dos mil años de historia (lugar de referencia clave para Europa occidental). Hoy existen otras capitales y metrópolis, quizá tan importantes en sentido religioso, dentro de un mundo que tiene muchos centros (Pekín y New York, La Meca y Benarés, París y Moscú, Sâo Paulo y Londres…), aunque el imperio es único y los pobres se encuentran esparcidos por doquier, sobre todo en los terceros y cuartos mundos.
La inmersión de la iglesia en la ciudad e imperio de Roma fue admirable y ambigua. Pero los tiempos han cambiado y este cambio nos parece en principio positivo, porque nos sitúa nuevamente cerca del principio (de la situación en la que se movían Pedro y Pablo), de manera que si queremos ser cristianos debemos salir de las instituciones imperiales de poder, dominadas por el capitalismo, para volver a caminar a la intemperie de la vida, con todos los que acojan el amor busquen esperanza de evangelio.
12. Salida del Vaticano, el primado de los pobres. En tiempos de Pedro el centro del mundo habitado (y de los marginados del mundo) parecía Roma y allí fue Pedro (y también Pablo). Hoy debemos volver al centro que se encuentra en la periferia de los pobres y expulsados de nuestro tiempo, para ofrecer desde allí un camino de evangelio para todos los pueblos (cf. Mt 28, 16-20). En esta nueva situación ha de encontrar su lugar el nuevo papa.
Según eso, la autoridad o primado de Dios lo tienen los pobres y, en su nombre, las iglesias, es decir, las comunidades que quieran escuchar y cultivar el evangelio a través del encuentro concreto de sus miembros, que comparten de un modo inmediato (mano a mano, mesa a mesa, plato a plato) la palabra y el pan, vinculando los dos grandes signos de Cristo, que son el cuidado de los excluidos (crucificados, pobres) y el amor de los enamorados y amigos. Las comunidades, centradas en los pobres y en aquellos que saben quererles y quererse (cf. Mt 25, 31-45; Jn 13-15), podrán configurarse como lugares y espacios de encuentro humano, siempre concreto y abierto a los de fuera y a todo el resto de las comunidades mesiánicas.
Para animar y compartir la vida en amor con los pobres del mundo, el Papa ha de salir del Vaticano, no para abandonar su función de obispo de Roma y signo de comunión universal de las iglesias, sino para realizar mejor esas iglesias, con el impulso radical del evangelio y con los nuevos medios de misión y encuentro entre las iglesias.
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