La muerte de Jesús: historia y teología

Quizá lo que voy a poner aquí pueda servir para pensar en algo serio durante la próxima semana santa. Si sirve para eso, aunque resulte pesado, alguna utilidad tendrá. Con esa intención lo escribo.
La pasión y la muerte de Jesús, dos hechos de los que tanto hemos oído y hemos hablado, no se pueden comprender correctamente si, en cuanto se refiere a estos dos hechos, no distinguimos lo que en ellos hay de “historia” y lo que sobre ellos se ha construido de “teología”. Quiero decir: una cosa es lo que allí (en Jerusalén, años 30) ocurrió; y otra cosa es cómo se ha explicado lo que allí ocurrió y por qué ocurrió.
El problema más complicado que aquí se plantea está en que, con demasiada frecuencia y casi sin darnos cuenta, mezclamos y confundimos la “historia” de la muerte de Jesús y la “teología” sobre la muerte de Jesús. Una mezcla y una confusión que resultan prácticamente inevitables porque, ya en los escritos del Nuevo Testamento, se encuentran textos en los que no es fácil distinguir con precisión lo que en esos textos hay de “historia” y lo que en ellos hay de “teología”.
La historia de la muerte de Jesús está, detalladamente relatada, en los evangelios. Una historia que, en sustancia, nos viene a decir que Jesús fue un galileo del siglo primero, que, como tantos otros galileos de aquel tiempo, fue visto como un agitador popular, como un hombre peligroso para la religión establecida, para el templo y sus sacerdotes, como un desobediente y un escandaloso, un infiel y un blasfemo, en definitiva, una amenaza grave para la estabilidad y la paz del sistema de convivencia que habían aceptado y acordado los dirigentes del sanedrín con los romanos, el poder de ocupación en la Palestina de aquel tiempo (cf. Jn 11, 47-53). La historia de la muerte de Jesús es la historia de un hombre libre ante los poderes de este mundo. Jesús fue un místico, un profeta, un hombre sensible al sufrimiento de los que están abajo en la historia, la eterna historia de los vencidos, los oprimidos, los “nadies” de este mundo. Y eso, sencillamente eso, fue lo que le llevó a la muerte.
Pero ocurrió que esta historia, en aquel tiempo y en la cultura del Imperio romano, tropezó enseguida con una dificultad casi insuperable. Después de la muerte de Jesús, sus seguidores empezaron pronto a predicar que aquel galileo, que había sido ejecutado en una cruz por el poder romano, era el Dios en el que ellos creían. Ahora bien, en el Imperio romano era imposible afirmar y defender que se tenía como Dios a un crucificado. Creer en un “dios crucificado” era peor que una locura. Representaba la descalificación total, la exclusión de la sociedad y la maldición del cielo. En todo caso, un “crucificado” no podía ser, para las gentes de entonces, una representación religiosa en modo alguno. Basta leer a Tácito o a Cicerón para darse cuenta de esto.
Así las cosas, la teología del Nuevo Testamento, especialmente la de san Pablo, encontró una explicación plausible de aquella historia inaceptable. Se trata de la explicación que presenta la muerte de Cristo como el “sacrificio expiatorio” que Dios necesitó para perdonar nuestros pecados (Rm 3, 25-26; 4, 25; 1 Cor 15, 3-5). De ahí toda la teología según la cual Jesús fue entregado a la muerte por nosotros y por nuestros pecados (Rm 5, 6-8; 8, 32; 14, 15; 1 Cor 1, 13; 8, 11; 2 Cor 5, 14; Gal 1, 4; 2, 21; Ef 5, 2). Una teología que se terminó de complicar cuando, a partir del s. III, se introdujo la explicación - tomada del derecho romano - según la cual la muerte de Cristo fue la “satisfacción” que Dios exigió al hombre para concederle el perdón del pecado, la ofensa “infinita” que se le hace a Dios. Una teoría que, en el s. XI, fue desarrollada, de forma tan brillante como desafortunada por Anselmo de Canterbury.
Lo que pasa es que, al explicar la muerte de Jesús de esta manera, la teología no tuvo más remedio que presentar a Dios de tal forma que, en el fondo, lo que se vino a decir es que Dios, que, por una parte, se define como “amor” (1 Jn 4, 8. 16), es un ser tan incomprensible que, para perdonar a quienes le ofendemos, necesita el sufrimiento, la sangre y la muerte de su Hijo. Es el “dios vampiro”, del que habla F. Nietzsche. Lo cual, en definitiva, termina diciendo que la teología de la muerte de Cristo salva al hombre a costa de destruir la posibilidad de que mucha gente crea en semejante Dios. Un Dios, que necesita sangre para perdonar, es un monstruo increíble.
Yo me identifico con la “historia” de la muerte de Jesús. La “teología”, el dogma, que explica esa muerte de Jesús, me parece aceptable solamente en el sentido inteligente y profundo que, según Johann Baptist Metz, tiene el dogma. La explicación de Metz es lúcida y exigente: “La fe dogmática o fe confesional es el compromiso con determinadas doctrinas que pueden y deben entenderse como fórmulas rememorativas de una reprimida, subversiva y peligrosa memoria de la humanidad... Las profesiones de fe y los dogmas son fórmulas “muertas” , “vacías”, es decir, inadecuadas... cuando los contenidos que traen a la memoria no ponen de manifiesto su peligrosidad... cuando esta peligrosidad se difumina bajo el mecanismo de la mediación institucional, y cuando, en consecuencia, las fórmulas sólo sirven para el auto-mantenimiento de la religión que las transmite y para la auto-reproducción de una institución eclesial autoritaria que como transmisora pública de la “memoria” cristiana ya no afronta la peligrosa exigencia de dicha memoria”.
Resumiendo: la memoria de la muerte de Jesús es, por supuesto, devoción, piedad, paciencia, fortaleza, generosidad, amor... Pero, sobre todo, la muerte de Jesús es el recuerdo peligroso de una libertad que empuja a luchar contra el sufrimiento incluso a costa de pagar esa lucha con el propio sufrimiento que lleva derechamente a quedar en ridículo, a ser excluido, a terminar en la calle, en la nada, en la soledad del que parece un tipo raro o incluso un inútil. La cruz no es una condecoración y menos un adorno. Es siempre una “memoria que nos enfrenta a un peligro”, el peligro que corrió Jesús y en el que acabó sus días.
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