No salgo de mi asombro
Esto ha pasado siempre. Y sin duda seguirá ocurriendo. Sin embargo, lo que ahora está sucediendo en la Iglesia católica presenta un matiz distinto. Este nuevo matiz es lo que me produce asombro. Un asombro del que no salgo, por más vueltas que le doy en mi cabeza. ¿Por qué?
Para nadie es un secreto que el papa Francisco, casi desde el comienzo de su pontificado, viene encontrando resistencia y malestar en ciertos sectores de los más altos niveles de la Jerarquía eclesiástica. Se sabe que hay cardenales y obispos que no ocultan este desacuerdo y el consiguiente malestar (“disagio”, dicen los italianos).
Y, entre estos altos jerarcas, se sabe también que hay hombres de tanta categoría como los cardenales Müller (Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe) y Sarah (Prefecto de la Congregación para la Disciplina de los Sacramentos). Estamos hablando, pues, de hombres que se supone tienen que estar muy bien preparados. Pues bien, esto precisamente es lo que a mí más me asombra.
Porque no me explico cómo estas personalidades - de tan alta calidad doctrinal y teológica - pueden asumir decisiones tan intransigentes en cuestiones que no son en absoluto dogmas de fe. Cuestiones, por tanto, que el papa (cualquier papa) las puede matizar, aplicar y hasta modificar según las necesidades religiosas y pastorales que demande el “pueblo de Dios”, o sea el conjunto de los creyentes en Jesús el Señor.
Aquí me parece importante recordar, una vez más, que en la Iglesia no existe ningún “dogma de fe” relativo al matrimonio o al modelo de familia. Por tanto, al tratar este asunto, no es posible incurrir en “herejía”, ya que en ésta se incurre cuando se niega o duda con pertinacia (Can. 751) una verdad definida como obligatoria “por fe divina y católica” (Conc. Vaticano I. Denz. Hun., 3011).
Y en esta categoría de verdades no existe ninguna (hasta ahora) sobre la familia o el matrimonio. Por otra parte, teólogos y catequistas deberían tener presente que los cánones de la Sesión VII del concilio de Trento, en los que se afirma la doctrina oficial de la Iglesia sobre los sacramentos, no son “definiciones dogmáticas”. Por la sencilla razón de que los obispos y teólogos de aquel concilio no llegaron a ponerse de acuerdo sobre la cuestión capital que se les propuso, a saber, si las proposiciones que, en la mencionada Sesión se afirman, ellos las rechazaron como “errores” o como “herejías” (CT, vol. V, 844, 31-32).
Del estudio minucioso de las Actas del Concilio, esto es lo que se dice y se deduce (CT, vol . V, 844-967). Además, ni el concepto de “anatema”, ni el de “herejía” significaban siempre, en el lenguaje de Trento, la exclusión de la fe y la comunión con la Iglesia (P. F. Fransen, P. H. Lennerz…). Todo esto son cosas que conoce perfectamente cualquier estudioso que se haya preocupado en serio por analizar y explicar la teología del concilio de Trento y la historia del Magisterio de la Iglesia.
Concretando más, en cuanto al matrimonio de los cristianos, es bien conocido que la Iglesia, durante siglos, admitió el divorcio en determinados casos. Por ejemplo, el papa Gregorio II (año 726) responde al obispo san Bonifacio, que le había hecho esta consulta: ¿Qué debe hacer el marido cuya mujer haya enfermado y como consecuencia no puede darle el débito conyugal?
“Sería bueno que todo siguiese igual y se diese a la continencia. Pero como eso es de hombres grandes, el que no se pueda contener, que vuelva a casarse; pero no deje de ayudar económicamente a la que enfermó y no ha quedado excluida por culpa detestable” (PL 89, 525). La misma enseñanza se encuentra en otra respuesta del papa Inocencio I a Probo (PL 20, 602-603; cf. J. Gaudemet; R. Metz – J. Schlick; M. Sotomayor). Si estos papas enseñaban esto, ¿a quién hacemos caso ahora? ¿a los papas de entonces o a los cardenales de ahora?
Y por lo que se refiere a la misa de espaldas al pueblo, se sabe con seguridad que fue una costumbre introducida a finales del siglo octavo, cuando la gente ya no entendía el latín y el clero se empeñó en mantener la lengua oficial del antiguo imperio, con el inevitable y consiguiente distanciamiento entre la “liturgia” y la “vida de los fieles”. Así, se consumó la identificación de la Iglesia con el clero y su alejamiento del pueblo. Triunfaron las ideas de Floro de Lyon y Amalario (A. Kolping; P. Oppenheim; Y. Congar), pero la “religiosidad clerical” se alejó más y más de la vida y de las preocupaciones de la gente.
Así las cosas, me figuro que no será complicado entender por qué no salgo de mi asombro. ¿Es posible que, a estas alturas de la vida y de la historia, haya importantes dirigentes de la Iglesia que no soportan los intentos del papa Francisco por acercar las preocupaciones del clero a las preocupaciones de la gente? Más aún, ¿será verdad que, en las altas esferas de la Iglesia, hay gestores importantes del gobierno eclesiástico a quienes les importa más su dignidad y sus poderes que el sufrimiento, el miedo y el futuro de los más desamparados de este mundo?