Vivir cada día conjugando el presente (Una historia como la vida misma)
La madrugada es siempre una puerta abierta a la vida. Amanecemos y todo comienza a recorrer su ciclo vital invitándonos a sumar fuerzas en el proyecto de hacer posible un mundo mejor. Y así un día y otro y otro...me pregunto dónde está mi aportación para que todo siga girando. Me pregunto y me respondo: mi misión no es otra que ser yo mismo y hacer aquello que debo hacer, lo que puedo, lo que son capaz de dar de mí las cualidades y talentos que Dios me ha dado. Eso y nada más. Y no es poco. El presente es muy hermoso, el único tempo que existe, pero como todas las cosas hermosas podemos convertirlo en cárcel. Fijaos si no:
Era media mañana; estaba ya recogiendo mis papeles del despacho parroquial para subir a la comunidad, a la hora intermedia, cuando suena el teléfono. Os confieso que me incomodé. Habían tenido toda la mañana para llamar y llaman ahora que ya se hace tarde. Era Elisa
-Hola padre, ¿es usted el párroco?
-Sí, dígame.
-Verá. Estoy en el suelo caída y con la cadera rota. No tengo a nadie que pueda ayudarme y no sé a quién acudir. He pensado que el párroco…
-Ahora mismo voy para su casa a ver qué pasa y si puedo hacer algo por usted.
-Gracias. Padre. Le espero. Ya aviso yo al portero para que le abra.
Mi sorpresa al llegar no pudo ser mayor. Me encontré a una anciana tumbada en el suelo, agarrada al teléfono móvil en una casa que parecía un museo. Llena de objetos de plata y oro y de valiosísimos cuadros a juzgar por su belleza y expresividad.
-Vamos a ver; lo primero va a ser- le dije- llamar a un ambulancia para que vean lo que le ha pasado.
Y así lo hice y una ambulancia se la llevó a un hospital para que analizaran qué le había sucedido a aquella mujer.
El diagnóstico en el hospital después de hacerle las radiografías acostumbradas, fue rápido.
-A usted se le ha roto la cadera y por eso se ha caído. Está descalcificada. Necesita mucho reposo para que la cadera pueda fraguar de nuevo.
Este fue el comienzo de una larga historia de amores y desamores, encuentros y rechazos de un párroco con una de sus feligresas que dura hasta hoy.
Después, con el paso del tiempo, he ido descubriendo que esta mujer necesitaba algo más que reposo para curar sus heridas- era una mujer acostumbrada a tenerlo todo pero ahora le faltaba lo más importante: el amor y la compañía y posee dos cosas que la esclavizan y la entristecen: mucho dinero, con el que puede hacer muy poco, y mucha soledad.
Aquella mañana me contó lo esencial de su historia. Había sido la esposa de un alto cargo político en un gobierno pasado, acostumbrada por su marido a tenerlo todo. Sin hijos. Siempre con criadas dispuestas a cumplir sus órdenes sin rechistar. Ahora se había quedado viuda y sola en su casa; solo tiene de familia algunos sobrinos que la llaman para saber cómo va aquedar el asunto de la herencia. Y ella, que es muy inteligente, lo sabe. Y como lo sabe los desprecia porque no acepta su situación actual y su soledad no elegida.
Y su casa es una cárcel de oro pero vacía de cariño. Insoportable. La convencí de que ahora necesitaba una mujer que la acompañara personalmente y desde la parroquia buscaríamos a una mujer ideal, trabajadora y honrada para moverse en medio de un museo de oro y plata, de joyas y piezas de gran valor económico.
Esta mujer sólo aguantó dos días porque la maltrataba con sus palabras hirientes y sus exigencias de señora de otros tiempos que no sabe convivir con mujeres trabajadoras sino con esclavas que la sirven en todo momento y le rinden pleitesía. Me pareció estar contemplando un cuento, una leyenda de otros tiempos, algo impropio del siglo XXI.
A las seis de la madrugada mandó a aquella buena mujer honrada y trabajadora a la calle, despedida, porque no se fiaba de ella y tenía miedo a que le abriera la puerta a gente extraña para robarle sus riquezas acumuladas.
Al día siguiente vuelve a sonar el teléfono y era ella.
-Padre, estoy sola. ¿No puede acompañarme a comer y así hablamos un rato? Yo le invito.
Dejé mi comunidad y me fui con ella a acompañarla en su soledad y en su tristeza inmensa. Me llevó a un restaurante del barrio de alto lujo. Yo le advertí antes de entrar:
- Este restaurante es carísimo y yo no dispongo de dinero. Vamos mejor a otro más humilde. Me miró con desprecio y me dijo:
- Yo no como en cualquier lugar. Mi marido siempre me llevaba a los mejores restaurantes y me lo puedo permitir. Ya le he dicho que yo invito.
Y entramos a comer. Los camareros ya la conocían y la saludaban con un afecto poco natural. Conocían sus manías y exigencias y su mal carácter en muchas ocasiones.
Yo pedí una comida sencilla y económica y ella pidió platos de lujo que para mí bolsillo eran inalcanzables. Pero había invitado ella. En ese momento en que estábamos pidiendo la comida a la carta entró su administrador con el que también había quedado para comer y se sentó a la mesa después de saludarla con mucha parafernalia y muy poco natural. En este momento el administrador se fijó en mí y le pidió que me presentara. Su presentación me dejó helado:
-Es el párroco que me ha acompañado a comer para ver si me saca algo de mi herencia para su parroquia.
En ese instante me levanté de la mesa para decirle:
-Mira, Elisa, esto no te lo permito. He dejado a mi comunidad con la comida ya preparada, para acompañarte en tu soledad y ahora me presentas a tu administrador como si yo fuera un ladrón de herencias. Lo siento pero me marcho.
El administrador intervino de repente:
-Padre quédese, por favor, yo conozco a Elisa desde hace muchos años y sé cómo reacciona. Le ruego se quede. Hágalo por mí.
En ese instante me senté para complacer al administrador pero confieso que estuve molesto y herido durante toda la comida.
Toda la conversación durante la comida fue sobre asuntos económicos. El administrador le decía que tenía dinero más que suficiente para vivir otras dos vidas y que debía emplearlo en vivir mejor, acompañada y cuidada o incluso buscar una residencia de alta categoría donde poder pasar su vejez en las mejores condiciones posibles. En ese momento se oyó un grito en el restaurante que atrajo las miradas de todos los comensales:
-¡¡¡No!!!! A una residencia ¡¡¡No!!! Yo no abandono mi casa mientras pueda. Eso quieren algunos: quedarse con mi casa ¡De ninguna manera!
El administrador visiblemente avergonzado le decía:
-¡Elisa, por favor! No grites podemos hablar las cosas serenamente sin llamar la atención de la gente.
Ella volvió a gritar:
-¡No te pago para que me lleves a una residencia!!Quiero vivir en mi casa!
-Está bien -dijo el administrador- yo no vengo a llevarte a una residencia. Vengo porque me has llamado para hablar de tus dineros. Pero si quieres vivir en tu casa tienes qua tratar con respeto y amabilidad a las mujeres que vayan a trabajar para ti. No puedes echar a una mujer honrada a las seis de la mañana como has hecho con la última que te ha buscado el párroco.
-Elisa gritó de nuevo:
-¡Todo el mundo quiere gobernar mis casa, pero en mi casa sólo mando yo y se hará lo que yo diga!
Ahora fue el administrador, visiblemente enojado, el que dijo:
-Si sigues gritando el padre y yo nos vamos.
En ese momento se calmó un poco y comenzó a comer.
Le dije al final de la comida:
-Si tratas bien a las empleadas. Ye busco a otra mujer buena y honrada de la que te puedas fiar. Necesitas estar acompañada de alguien permanentemente. No puedes estar sola en estas circunstancias.
-De acuerdo, padre, envíeme una mujer que no me robe y yo la acepto.
-Mañana te envío una. Trátala bien, por favor. Ella sabrá responder a su trabajo.
Aquella misma tarde me llamó Eulalia:
-Padre, he sido religiosa y he abandonado mi congregación por motivos personales; necesito trabajar urgentemente. ¿Tiene algún trabajo para mí?
- ¿Qué sabes hacer?
-Hago de todo. En la vida religiosa nos han educado para trabajar en casi todos los campos: cocina, limpieza del hogar, cuidado de enfermos y ancianos…
-Tengo algo para ti, Eulalia. Vente por aquí y hablamos.
Aquel mismo día se presentó Eulalia para hablar conmigo. Estaba muy angustiada sin trabajo porque era nigeriana, de piel negra, y si no buscaba trabajo tenía que marcharse a su país, pero no tenía dinero para un billete… mi oferta de trabajo le pareció una solución ideal.
-Puedes trabajar en una casa cuidando a una anciana, pero te advierto de que es una mujer muy complicada, de duro carácter: no quiero engañarte. Tú verás.
Fuimos a hablar con la señora y nada más verla gritó:
-¿Me trae una negra, padre? No me fío de las negras ni de las que sean de donde Colón puso el pie.
Avergonzado por Eulalia, me dispuse a abandonar aquella casa de inmediato. Cuando la señora me vio la intención de dejarla sola me gritó aterrada:
-Padre. Vamos a darle una oportunidad a la negra.
-No se llama negra, se llama Eulalia- le dije- y si quieres darle una oportunidad se queda aquí contigo y habláis de las condiciones del contrato, economía, tiempos libres, vacaciones, seguridad social., etc.
Si llegáis a un acuerdo me llamáis para que yo lo sepa y adelante.
-Padre, nos pondremos de acuerdo. Yo necesito este trabajo, me dijo Eulalia. Y me marché.
Me marché convencido de que se pondrían de acuerdo y sería un bien para las dos. La señora Elisa estaría acompañada, que era su mayor necesidad, y Eulalia tendría un techo y un sueldo para vivir en España.
Al día siguiente, recibí una llamada de Eulalia, rodeada de misterio, porque me hablaba en voz baja y con un cierto temblor:
-Padre. Esta señora me maltrata. No puedo más, tengo que irme.
De inmediato salí hacia la casa de la señora Elisa para cerciorarme de lo que pasaba. Su recibimiento no fue el mejor:
-Buenos días, Padre, ¿viene a controlarme?
-Señora Elisa, vengo a visitaros para ver cómo estáis. Yo no soy un policía.
En ese momento Eulalia se había subido en una escalera y trataba de quitar unas cortinas para meterlas en la lavadora. Delante de mí pude ver cómo la señora Elisa se acercaba hacia ella y le gritaba. Mientras la golpeaba con su bastón:
-Sucia muchacha. Baja de ahí inmediatamente y explícame qué pinta aquí el padre. Seguro que tú le has llamado para quejarte.
Cuando yo contemplé Aquella escena me acerqué de inmediato a la señora Elisa y le arrebaté el bastón con que estaba golpeando a Eulalia.
-De ninguna manera yo permito que esto ocurra en mi presencia. ¿Qué sucede aquí para que tenga ver cómo golpeas a Eulalia?
-Esta mujer que me ha traído padre, no es de confianza. Ha llamado por teléfono a gente extraña para que venga por la noche, ella les abre la puerta y se llevan todas mis joyas y los enseres de la casa.
-No, padre. No crea eso, decía Eulalia, angustiada. Yo sólo he llamado a una amiga para decirle que estoy trabajando y ya no voy a ir a dormir a su casa, como habíamos quedado. Sólo que la señora no quiere que llame a nadie, tiene miedo a todo. Cree que todo el mundo la va robar…está obsesionada con sus riquezas, y cuando me ha visto llamar por teléfono se ha puesto agresiva y violenta conmigo diciéndome que estaba llamado a gente extraña para abrirle la puerta por la noche y llevarse todas sus riquezas y me ha golpeado con su bastón.
-¡Eso es mentira¡
Gritaba Elisa, con furia.
-Mire, padre, mire estos moratones en mi brazo y verá que es cierto lo que le digo.
Cuando vi sus brazos amoratados no pude dudar de su versión, además yo mismo había visto su intención de golpearla en mi presencia.
-No, Elisa, esto no puede ser así. Otra mujer que quiere irse por tus desprecios y maltratos. Ya no sé qué más podemos hacer contigo. Te traigo una mujer buena y la echas. Te traído otra mejor y la golpeas. Necesitas cuidados especiales, Elisa. Te vas a ver muy sola.
Un grito ensordecedor se oyó de repente:
-¡Yo no estoy loca; no necesito cuidados especiales!
-Yo no digo que estés loca. Sólo digo que esta situación es insostenible si sigues golpeando a las muchachas que te traigo para que te ayuden y acompañen. Es ilegal golpear a un ser humano. Es ilegal, Elisa. ¿Sabes lo que eso significa? Ya no sé qué podemos hacer para arreglar esta situación. Recuerda que fuiste tú quien me llamó pidiéndome ayuda, y yo te he ofrecido la mejor ayuda que podía ofrecerte: gente buena y trabajadora para que te sirva; pero tú tienes que cumplir la ley y lo pactado con ellas. Y no lo estás haciendo. Si no pones remedio a esta situación tendré que avisar a servicios sociales para que se hagan cargo de ti.
Otro grito espeluznante resonó de repente:
¡No, servicios sociales, no! Entre todos queréis dejarme en la calle y quietarme la casa que con tanto sacrificio mi marido y yo compramos en su día. ¡Lo mismo que mis sobrinos!
¡Fuera, fuera de mi casa ahora mismo!! Si llama a los servicios sociales nunca más pediré su ayuda. ¡Fuera de aquí! Llamaré a mi administrador y él me ayudará porque veo que usted sólo viene por puro interés económico.
Fue entonces cuando le dije a Eulalia:
-Prepara tus cosas que nos vamos los dos. Ella con su administrador arreglará sus problemas, yo no puedo aceptar que me llame usurero cuando sólo quiero ayudarla desinteresadamente y menos voy a aceptar que te golpee. Pídele lo que te corresponde por este día que has estado con ella y nos vamos. Encontraremos otro trabajo para ti.
Elisa aceptó de buen grado pagarle el día que Eulalia había estado allí y salimos de la casa. Nada más cerrar la puerta pudimos oír cómo echaba varios cerrojos por dentro y cómo lloraba desconsoladamente. Se quedaba otra vez sola y no podía soportar aquella soledad. Pero fue por poco tiempo. De camino hacia su casa me volvió a sonar el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo.
-Hola padre, discúlpeme si he estado un poco brusca con usted pero es que esa muchacha estaba planificando robarme. Es como todas, van buscando su propio interés.
-Mira Elisa, esa muchacha no quería robarte, quería trabajar honradamente y ayudarte en todo. De nuevo tu falta de humanidad y tu desconfianza de todo el mundo han hecho que te quedes sola. Sigo que pensando que sola no debes estar y que, tal vez, te convenga buscar una buena residencia donde poder sentirte cuidada y acompañada. Puedes pagarla sin problemas.
-Verá eso mismo me ha dicho el administrador.
-Bueno menos mal que hemos coincidido. Pues piénsalo en serio y toma una decisión cuanto antes. Así, sola, no puedes estar.
Cuando lo hayas pensado me llamas si necesitas ayuda para buscar una residencia. Mientras tanto te ruego que no me llames, por favor, porque no puedo hacer nada si tú no lo aceptas.
-¿Conoce, padre, alguna residencia?
-Conozco a una hermana religiosa que, tal vez pueda saber de residencias buenas cerca de aquí, de tu casa por si alguna vez quieres venir. Hablaré con ella y te llamo.
Fue entonces cuando llamé a la hermana María para preguntarle si conocía alguna residencia para Elisa. No sé si hice bien o no porque desde este momento metí a la hermana María en el problema de Elisa y desde entonces ha sido muy difícil que ella se desprendiera de esta mujer y de sus problemas.
Hablé con la hermana María y me dijo:
Sí, hay buenas residencias en la zona. Me gustaría poder visitar a esa señora contigo y conocerla, para informarla de lo que sé al respecto.
Está bien,- le dije a la hermana María- Vente cuando puedas y la visitamos. Te aseguro que te va a impresionar una casa-museo con una mujer sola y sufriente dentro. Una cárcel de oro.
-¡Qué me vas a decir a mí que no sepa! De esos casos hay muchos en nuestro barrio.
La hermana María vino a verme y llamé a Elisa.
-Elisa, conozco a una hermana religiosa que sabe de residencias para mayores. Si quiere nos acercamos por ahí para que la conozca y le informe.
-Sí, padre, por favor, venga con la hermana María; me encuentro muy sola y su visita me hará bien.
Después de abrir muchos cerrojos apareció el rostro de Elisa demacrado, despeinado y triste detrás de la puerta.
Desde el primer momento me di cuenta de que la psicología de le hermana María, femenina y tierna, había captado la atención de Elisa. Había acertado invitándola a venir conmigo. La Hermana María miraba las paredes de la casa y todas las vitrinas abarrotadas de plata y oro, con mucho asombro.
Elisa nos enseñó la casa con mucha precaución y advirtiéndonos de antemano:
-Como puede entender, hermana María, yo no puedo meter en mi casa a alguien que no sea de absoluta confianza.
Sor María y yo nos miramos de manera cómplice y no dijimos nada. Entendimos que esta mujer estaba obsesionada con sus riquezas y eso le impedía confiar en alguien. En este momento quise decirle que las mujeres que le había traído eran de absoluta confianza, pero me callé para evitar de nuevo controversias absurdas. Sor María lo sabía y bastaba.
María, con una ternura ilimitada, la escuchaba y le hablaba intentándola convencer de que no podía estar sola y de que mi proposición era la adecuada para ella.
De repente Sor María le preguntó quién era el que estaba en una fotografía enmarcada en plata sobre la mesa del salón de estar. Un llanto incontrolado la llenó por entero.
-Es mi marido. El único hombre que ha sabido tratarme con respeto y me ha amado. El me daba todo lo que yo quería y me ha trató como a una princesa. Cuando él murió, algo se murió dentro de mí. Nunca he sido la mujer que fui. Todos los que se han acercado a mí –incluidos mis sobrinos- lo han hecho por puro interés económico. ¡Los desprecio a todos!
Sor María le decía que había mucha gente buena y desinteresada en el mundo que ayuda a los demás a cambio de nada pero ella respondía agresiva:
-No lo crea! ¡Son lobos con piel de oveja! Se van acercando de buenas maneras pero siempre con el interés de sacar algo. Mire, hasta unos vecinos se han interesado por mi piso; quieren quedarse con él cuando yo falte. Por eso no quiero ir a una residencia. ¡Quiero vivir y cuidar de la casa con la que siempre viví con mi marido!
Con Sor María allí, yo me sentía más tranquilo porque ella sabía tratarla con mucha ternura y yo no podía y no debía porque podía pensar que albergaba otros intereses.
Después fuimos sabiendo a través de los vecinos que era una mujer muy especial, a la que había que cederle el paso, y que de cualquier cosa hacía un problema. Una señora muy consentida que ahora era incapaz de asumir un momento distinto de su vida y quería seguir manteniendo un estatus que ya nadie le reconocía.
Por fin se marchó a una residencia de alto lujo y allí comenzó a tener problemas con todos los residentes. Hasta allá fuimos sor María y yo a visitarla y todo eran quejas contra unos y otros. Toda su obsesión era venirse a vivir a su casa, pero ya no era posible. ¿Quién la iba a cuidar si no quería a nadie ni sabía dejarse cuidar por nadie? Durante algún tiempo no cesaron sus llamadas pidiendo compañía y consuelo. A sor María le pedía con cierta exigencia y con llamadas permanentes su visita a la residencia donde ella se encontraba. Yo dejé de ir porque en algún momento pensé que no le agradaba desde que le dije que iba a avisar a los servicios sociales.
Sor María le llevaba mis saludos y le decía que yo la recordaba y oraba por ella y ella se mostraba siempre cauta a la hora de responder.
Elisa es una tesela más desprendida del mosaico de Dios. Cuando falta el amor se va desprendiendo la argamasa que nos une a la realidad y vamos dejando de ser lo que somos hasta desprendernos del mosaico de la vida sin rumbo y sin horizonte. Curiosamente. he sabido después, la señora Elisa no estaba muy desencaminada. En la primera oportunidad el administrador de sus bienes, en el que más confiaba, la ha engañado para que firme unos papeles que le dejan a él como heredero de toda su fortuna. La ambición humana no conoce límites.
Me pregunto muchas veces qué es la felicidad y cómo escalar hacia ella. Me pregunto y me respondo que la felicidad es un estado de vida en el que uno ha logrado conquistar un equilibrio suficiente que le conduzca a valorar cuanto es y cuanto tiene y a sentirse bendecido por ello. Nunca la felicidad se encuentra en la cáscara o en la periferia de la vida sino en el gozo interior de sentirse amado y colaborador en un proyecto que Dios tiene para ti y para el mundo. Una sensación de sentirse importante en la propia pequeñez, en la convicción de que nuestra pequeña aportación al ritmo de la vida que pasa no es imprescindible pero es importante y nadie la hará si nosotros dejamos de hacerla.
Porque ¿Qué es la vida sino la sensación de disfrutar ante un atardecer anaranjado o sonreír de gozo al contemplar la ingenuidad de un niño o sentir emoción a raudales cuando un padre estrecha entre sus brazos a su hijo pequeño? ¿Qué es la vida sino dejarse llevar por la mano misteriosa pero atenta de un Dios que nos regala cada suspiro, cada pensamiento, cada brisa de aire fresco para nuestra felicidad? Esa felicidad es un don que uno ha logrado sin proponérselo porque siempre es un regalo inmerecido.
Era media mañana; estaba ya recogiendo mis papeles del despacho parroquial para subir a la comunidad, a la hora intermedia, cuando suena el teléfono. Os confieso que me incomodé. Habían tenido toda la mañana para llamar y llaman ahora que ya se hace tarde. Era Elisa
-Hola padre, ¿es usted el párroco?
-Sí, dígame.
-Verá. Estoy en el suelo caída y con la cadera rota. No tengo a nadie que pueda ayudarme y no sé a quién acudir. He pensado que el párroco…
-Ahora mismo voy para su casa a ver qué pasa y si puedo hacer algo por usted.
-Gracias. Padre. Le espero. Ya aviso yo al portero para que le abra.
Mi sorpresa al llegar no pudo ser mayor. Me encontré a una anciana tumbada en el suelo, agarrada al teléfono móvil en una casa que parecía un museo. Llena de objetos de plata y oro y de valiosísimos cuadros a juzgar por su belleza y expresividad.
-Vamos a ver; lo primero va a ser- le dije- llamar a un ambulancia para que vean lo que le ha pasado.
Y así lo hice y una ambulancia se la llevó a un hospital para que analizaran qué le había sucedido a aquella mujer.
El diagnóstico en el hospital después de hacerle las radiografías acostumbradas, fue rápido.
-A usted se le ha roto la cadera y por eso se ha caído. Está descalcificada. Necesita mucho reposo para que la cadera pueda fraguar de nuevo.
Este fue el comienzo de una larga historia de amores y desamores, encuentros y rechazos de un párroco con una de sus feligresas que dura hasta hoy.
Después, con el paso del tiempo, he ido descubriendo que esta mujer necesitaba algo más que reposo para curar sus heridas- era una mujer acostumbrada a tenerlo todo pero ahora le faltaba lo más importante: el amor y la compañía y posee dos cosas que la esclavizan y la entristecen: mucho dinero, con el que puede hacer muy poco, y mucha soledad.
Aquella mañana me contó lo esencial de su historia. Había sido la esposa de un alto cargo político en un gobierno pasado, acostumbrada por su marido a tenerlo todo. Sin hijos. Siempre con criadas dispuestas a cumplir sus órdenes sin rechistar. Ahora se había quedado viuda y sola en su casa; solo tiene de familia algunos sobrinos que la llaman para saber cómo va aquedar el asunto de la herencia. Y ella, que es muy inteligente, lo sabe. Y como lo sabe los desprecia porque no acepta su situación actual y su soledad no elegida.
Y su casa es una cárcel de oro pero vacía de cariño. Insoportable. La convencí de que ahora necesitaba una mujer que la acompañara personalmente y desde la parroquia buscaríamos a una mujer ideal, trabajadora y honrada para moverse en medio de un museo de oro y plata, de joyas y piezas de gran valor económico.
Esta mujer sólo aguantó dos días porque la maltrataba con sus palabras hirientes y sus exigencias de señora de otros tiempos que no sabe convivir con mujeres trabajadoras sino con esclavas que la sirven en todo momento y le rinden pleitesía. Me pareció estar contemplando un cuento, una leyenda de otros tiempos, algo impropio del siglo XXI.
A las seis de la madrugada mandó a aquella buena mujer honrada y trabajadora a la calle, despedida, porque no se fiaba de ella y tenía miedo a que le abriera la puerta a gente extraña para robarle sus riquezas acumuladas.
Al día siguiente vuelve a sonar el teléfono y era ella.
-Padre, estoy sola. ¿No puede acompañarme a comer y así hablamos un rato? Yo le invito.
Dejé mi comunidad y me fui con ella a acompañarla en su soledad y en su tristeza inmensa. Me llevó a un restaurante del barrio de alto lujo. Yo le advertí antes de entrar:
- Este restaurante es carísimo y yo no dispongo de dinero. Vamos mejor a otro más humilde. Me miró con desprecio y me dijo:
- Yo no como en cualquier lugar. Mi marido siempre me llevaba a los mejores restaurantes y me lo puedo permitir. Ya le he dicho que yo invito.
Y entramos a comer. Los camareros ya la conocían y la saludaban con un afecto poco natural. Conocían sus manías y exigencias y su mal carácter en muchas ocasiones.
Yo pedí una comida sencilla y económica y ella pidió platos de lujo que para mí bolsillo eran inalcanzables. Pero había invitado ella. En ese momento en que estábamos pidiendo la comida a la carta entró su administrador con el que también había quedado para comer y se sentó a la mesa después de saludarla con mucha parafernalia y muy poco natural. En este momento el administrador se fijó en mí y le pidió que me presentara. Su presentación me dejó helado:
-Es el párroco que me ha acompañado a comer para ver si me saca algo de mi herencia para su parroquia.
En ese instante me levanté de la mesa para decirle:
-Mira, Elisa, esto no te lo permito. He dejado a mi comunidad con la comida ya preparada, para acompañarte en tu soledad y ahora me presentas a tu administrador como si yo fuera un ladrón de herencias. Lo siento pero me marcho.
El administrador intervino de repente:
-Padre quédese, por favor, yo conozco a Elisa desde hace muchos años y sé cómo reacciona. Le ruego se quede. Hágalo por mí.
En ese instante me senté para complacer al administrador pero confieso que estuve molesto y herido durante toda la comida.
Toda la conversación durante la comida fue sobre asuntos económicos. El administrador le decía que tenía dinero más que suficiente para vivir otras dos vidas y que debía emplearlo en vivir mejor, acompañada y cuidada o incluso buscar una residencia de alta categoría donde poder pasar su vejez en las mejores condiciones posibles. En ese momento se oyó un grito en el restaurante que atrajo las miradas de todos los comensales:
-¡¡¡No!!!! A una residencia ¡¡¡No!!! Yo no abandono mi casa mientras pueda. Eso quieren algunos: quedarse con mi casa ¡De ninguna manera!
El administrador visiblemente avergonzado le decía:
-¡Elisa, por favor! No grites podemos hablar las cosas serenamente sin llamar la atención de la gente.
Ella volvió a gritar:
-¡No te pago para que me lleves a una residencia!!Quiero vivir en mi casa!
-Está bien -dijo el administrador- yo no vengo a llevarte a una residencia. Vengo porque me has llamado para hablar de tus dineros. Pero si quieres vivir en tu casa tienes qua tratar con respeto y amabilidad a las mujeres que vayan a trabajar para ti. No puedes echar a una mujer honrada a las seis de la mañana como has hecho con la última que te ha buscado el párroco.
-Elisa gritó de nuevo:
-¡Todo el mundo quiere gobernar mis casa, pero en mi casa sólo mando yo y se hará lo que yo diga!
Ahora fue el administrador, visiblemente enojado, el que dijo:
-Si sigues gritando el padre y yo nos vamos.
En ese momento se calmó un poco y comenzó a comer.
Le dije al final de la comida:
-Si tratas bien a las empleadas. Ye busco a otra mujer buena y honrada de la que te puedas fiar. Necesitas estar acompañada de alguien permanentemente. No puedes estar sola en estas circunstancias.
-De acuerdo, padre, envíeme una mujer que no me robe y yo la acepto.
-Mañana te envío una. Trátala bien, por favor. Ella sabrá responder a su trabajo.
Aquella misma tarde me llamó Eulalia:
-Padre, he sido religiosa y he abandonado mi congregación por motivos personales; necesito trabajar urgentemente. ¿Tiene algún trabajo para mí?
- ¿Qué sabes hacer?
-Hago de todo. En la vida religiosa nos han educado para trabajar en casi todos los campos: cocina, limpieza del hogar, cuidado de enfermos y ancianos…
-Tengo algo para ti, Eulalia. Vente por aquí y hablamos.
Aquel mismo día se presentó Eulalia para hablar conmigo. Estaba muy angustiada sin trabajo porque era nigeriana, de piel negra, y si no buscaba trabajo tenía que marcharse a su país, pero no tenía dinero para un billete… mi oferta de trabajo le pareció una solución ideal.
-Puedes trabajar en una casa cuidando a una anciana, pero te advierto de que es una mujer muy complicada, de duro carácter: no quiero engañarte. Tú verás.
Fuimos a hablar con la señora y nada más verla gritó:
-¿Me trae una negra, padre? No me fío de las negras ni de las que sean de donde Colón puso el pie.
Avergonzado por Eulalia, me dispuse a abandonar aquella casa de inmediato. Cuando la señora me vio la intención de dejarla sola me gritó aterrada:
-Padre. Vamos a darle una oportunidad a la negra.
-No se llama negra, se llama Eulalia- le dije- y si quieres darle una oportunidad se queda aquí contigo y habláis de las condiciones del contrato, economía, tiempos libres, vacaciones, seguridad social., etc.
Si llegáis a un acuerdo me llamáis para que yo lo sepa y adelante.
-Padre, nos pondremos de acuerdo. Yo necesito este trabajo, me dijo Eulalia. Y me marché.
Me marché convencido de que se pondrían de acuerdo y sería un bien para las dos. La señora Elisa estaría acompañada, que era su mayor necesidad, y Eulalia tendría un techo y un sueldo para vivir en España.
Al día siguiente, recibí una llamada de Eulalia, rodeada de misterio, porque me hablaba en voz baja y con un cierto temblor:
-Padre. Esta señora me maltrata. No puedo más, tengo que irme.
De inmediato salí hacia la casa de la señora Elisa para cerciorarme de lo que pasaba. Su recibimiento no fue el mejor:
-Buenos días, Padre, ¿viene a controlarme?
-Señora Elisa, vengo a visitaros para ver cómo estáis. Yo no soy un policía.
En ese momento Eulalia se había subido en una escalera y trataba de quitar unas cortinas para meterlas en la lavadora. Delante de mí pude ver cómo la señora Elisa se acercaba hacia ella y le gritaba. Mientras la golpeaba con su bastón:
-Sucia muchacha. Baja de ahí inmediatamente y explícame qué pinta aquí el padre. Seguro que tú le has llamado para quejarte.
Cuando yo contemplé Aquella escena me acerqué de inmediato a la señora Elisa y le arrebaté el bastón con que estaba golpeando a Eulalia.
-De ninguna manera yo permito que esto ocurra en mi presencia. ¿Qué sucede aquí para que tenga ver cómo golpeas a Eulalia?
-Esta mujer que me ha traído padre, no es de confianza. Ha llamado por teléfono a gente extraña para que venga por la noche, ella les abre la puerta y se llevan todas mis joyas y los enseres de la casa.
-No, padre. No crea eso, decía Eulalia, angustiada. Yo sólo he llamado a una amiga para decirle que estoy trabajando y ya no voy a ir a dormir a su casa, como habíamos quedado. Sólo que la señora no quiere que llame a nadie, tiene miedo a todo. Cree que todo el mundo la va robar…está obsesionada con sus riquezas, y cuando me ha visto llamar por teléfono se ha puesto agresiva y violenta conmigo diciéndome que estaba llamado a gente extraña para abrirle la puerta por la noche y llevarse todas sus riquezas y me ha golpeado con su bastón.
-¡Eso es mentira¡
Gritaba Elisa, con furia.
-Mire, padre, mire estos moratones en mi brazo y verá que es cierto lo que le digo.
Cuando vi sus brazos amoratados no pude dudar de su versión, además yo mismo había visto su intención de golpearla en mi presencia.
-No, Elisa, esto no puede ser así. Otra mujer que quiere irse por tus desprecios y maltratos. Ya no sé qué más podemos hacer contigo. Te traigo una mujer buena y la echas. Te traído otra mejor y la golpeas. Necesitas cuidados especiales, Elisa. Te vas a ver muy sola.
Un grito ensordecedor se oyó de repente:
-¡Yo no estoy loca; no necesito cuidados especiales!
-Yo no digo que estés loca. Sólo digo que esta situación es insostenible si sigues golpeando a las muchachas que te traigo para que te ayuden y acompañen. Es ilegal golpear a un ser humano. Es ilegal, Elisa. ¿Sabes lo que eso significa? Ya no sé qué podemos hacer para arreglar esta situación. Recuerda que fuiste tú quien me llamó pidiéndome ayuda, y yo te he ofrecido la mejor ayuda que podía ofrecerte: gente buena y trabajadora para que te sirva; pero tú tienes que cumplir la ley y lo pactado con ellas. Y no lo estás haciendo. Si no pones remedio a esta situación tendré que avisar a servicios sociales para que se hagan cargo de ti.
Otro grito espeluznante resonó de repente:
¡No, servicios sociales, no! Entre todos queréis dejarme en la calle y quietarme la casa que con tanto sacrificio mi marido y yo compramos en su día. ¡Lo mismo que mis sobrinos!
¡Fuera, fuera de mi casa ahora mismo!! Si llama a los servicios sociales nunca más pediré su ayuda. ¡Fuera de aquí! Llamaré a mi administrador y él me ayudará porque veo que usted sólo viene por puro interés económico.
Fue entonces cuando le dije a Eulalia:
-Prepara tus cosas que nos vamos los dos. Ella con su administrador arreglará sus problemas, yo no puedo aceptar que me llame usurero cuando sólo quiero ayudarla desinteresadamente y menos voy a aceptar que te golpee. Pídele lo que te corresponde por este día que has estado con ella y nos vamos. Encontraremos otro trabajo para ti.
Elisa aceptó de buen grado pagarle el día que Eulalia había estado allí y salimos de la casa. Nada más cerrar la puerta pudimos oír cómo echaba varios cerrojos por dentro y cómo lloraba desconsoladamente. Se quedaba otra vez sola y no podía soportar aquella soledad. Pero fue por poco tiempo. De camino hacia su casa me volvió a sonar el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo.
-Hola padre, discúlpeme si he estado un poco brusca con usted pero es que esa muchacha estaba planificando robarme. Es como todas, van buscando su propio interés.
-Mira Elisa, esa muchacha no quería robarte, quería trabajar honradamente y ayudarte en todo. De nuevo tu falta de humanidad y tu desconfianza de todo el mundo han hecho que te quedes sola. Sigo que pensando que sola no debes estar y que, tal vez, te convenga buscar una buena residencia donde poder sentirte cuidada y acompañada. Puedes pagarla sin problemas.
-Verá eso mismo me ha dicho el administrador.
-Bueno menos mal que hemos coincidido. Pues piénsalo en serio y toma una decisión cuanto antes. Así, sola, no puedes estar.
Cuando lo hayas pensado me llamas si necesitas ayuda para buscar una residencia. Mientras tanto te ruego que no me llames, por favor, porque no puedo hacer nada si tú no lo aceptas.
-¿Conoce, padre, alguna residencia?
-Conozco a una hermana religiosa que, tal vez pueda saber de residencias buenas cerca de aquí, de tu casa por si alguna vez quieres venir. Hablaré con ella y te llamo.
Fue entonces cuando llamé a la hermana María para preguntarle si conocía alguna residencia para Elisa. No sé si hice bien o no porque desde este momento metí a la hermana María en el problema de Elisa y desde entonces ha sido muy difícil que ella se desprendiera de esta mujer y de sus problemas.
Hablé con la hermana María y me dijo:
Sí, hay buenas residencias en la zona. Me gustaría poder visitar a esa señora contigo y conocerla, para informarla de lo que sé al respecto.
Está bien,- le dije a la hermana María- Vente cuando puedas y la visitamos. Te aseguro que te va a impresionar una casa-museo con una mujer sola y sufriente dentro. Una cárcel de oro.
-¡Qué me vas a decir a mí que no sepa! De esos casos hay muchos en nuestro barrio.
La hermana María vino a verme y llamé a Elisa.
-Elisa, conozco a una hermana religiosa que sabe de residencias para mayores. Si quiere nos acercamos por ahí para que la conozca y le informe.
-Sí, padre, por favor, venga con la hermana María; me encuentro muy sola y su visita me hará bien.
Después de abrir muchos cerrojos apareció el rostro de Elisa demacrado, despeinado y triste detrás de la puerta.
Desde el primer momento me di cuenta de que la psicología de le hermana María, femenina y tierna, había captado la atención de Elisa. Había acertado invitándola a venir conmigo. La Hermana María miraba las paredes de la casa y todas las vitrinas abarrotadas de plata y oro, con mucho asombro.
Elisa nos enseñó la casa con mucha precaución y advirtiéndonos de antemano:
-Como puede entender, hermana María, yo no puedo meter en mi casa a alguien que no sea de absoluta confianza.
Sor María y yo nos miramos de manera cómplice y no dijimos nada. Entendimos que esta mujer estaba obsesionada con sus riquezas y eso le impedía confiar en alguien. En este momento quise decirle que las mujeres que le había traído eran de absoluta confianza, pero me callé para evitar de nuevo controversias absurdas. Sor María lo sabía y bastaba.
María, con una ternura ilimitada, la escuchaba y le hablaba intentándola convencer de que no podía estar sola y de que mi proposición era la adecuada para ella.
De repente Sor María le preguntó quién era el que estaba en una fotografía enmarcada en plata sobre la mesa del salón de estar. Un llanto incontrolado la llenó por entero.
-Es mi marido. El único hombre que ha sabido tratarme con respeto y me ha amado. El me daba todo lo que yo quería y me ha trató como a una princesa. Cuando él murió, algo se murió dentro de mí. Nunca he sido la mujer que fui. Todos los que se han acercado a mí –incluidos mis sobrinos- lo han hecho por puro interés económico. ¡Los desprecio a todos!
Sor María le decía que había mucha gente buena y desinteresada en el mundo que ayuda a los demás a cambio de nada pero ella respondía agresiva:
-No lo crea! ¡Son lobos con piel de oveja! Se van acercando de buenas maneras pero siempre con el interés de sacar algo. Mire, hasta unos vecinos se han interesado por mi piso; quieren quedarse con él cuando yo falte. Por eso no quiero ir a una residencia. ¡Quiero vivir y cuidar de la casa con la que siempre viví con mi marido!
Con Sor María allí, yo me sentía más tranquilo porque ella sabía tratarla con mucha ternura y yo no podía y no debía porque podía pensar que albergaba otros intereses.
Después fuimos sabiendo a través de los vecinos que era una mujer muy especial, a la que había que cederle el paso, y que de cualquier cosa hacía un problema. Una señora muy consentida que ahora era incapaz de asumir un momento distinto de su vida y quería seguir manteniendo un estatus que ya nadie le reconocía.
Por fin se marchó a una residencia de alto lujo y allí comenzó a tener problemas con todos los residentes. Hasta allá fuimos sor María y yo a visitarla y todo eran quejas contra unos y otros. Toda su obsesión era venirse a vivir a su casa, pero ya no era posible. ¿Quién la iba a cuidar si no quería a nadie ni sabía dejarse cuidar por nadie? Durante algún tiempo no cesaron sus llamadas pidiendo compañía y consuelo. A sor María le pedía con cierta exigencia y con llamadas permanentes su visita a la residencia donde ella se encontraba. Yo dejé de ir porque en algún momento pensé que no le agradaba desde que le dije que iba a avisar a los servicios sociales.
Sor María le llevaba mis saludos y le decía que yo la recordaba y oraba por ella y ella se mostraba siempre cauta a la hora de responder.
Elisa es una tesela más desprendida del mosaico de Dios. Cuando falta el amor se va desprendiendo la argamasa que nos une a la realidad y vamos dejando de ser lo que somos hasta desprendernos del mosaico de la vida sin rumbo y sin horizonte. Curiosamente. he sabido después, la señora Elisa no estaba muy desencaminada. En la primera oportunidad el administrador de sus bienes, en el que más confiaba, la ha engañado para que firme unos papeles que le dejan a él como heredero de toda su fortuna. La ambición humana no conoce límites.
Me pregunto muchas veces qué es la felicidad y cómo escalar hacia ella. Me pregunto y me respondo que la felicidad es un estado de vida en el que uno ha logrado conquistar un equilibrio suficiente que le conduzca a valorar cuanto es y cuanto tiene y a sentirse bendecido por ello. Nunca la felicidad se encuentra en la cáscara o en la periferia de la vida sino en el gozo interior de sentirse amado y colaborador en un proyecto que Dios tiene para ti y para el mundo. Una sensación de sentirse importante en la propia pequeñez, en la convicción de que nuestra pequeña aportación al ritmo de la vida que pasa no es imprescindible pero es importante y nadie la hará si nosotros dejamos de hacerla.
Porque ¿Qué es la vida sino la sensación de disfrutar ante un atardecer anaranjado o sonreír de gozo al contemplar la ingenuidad de un niño o sentir emoción a raudales cuando un padre estrecha entre sus brazos a su hijo pequeño? ¿Qué es la vida sino dejarse llevar por la mano misteriosa pero atenta de un Dios que nos regala cada suspiro, cada pensamiento, cada brisa de aire fresco para nuestra felicidad? Esa felicidad es un don que uno ha logrado sin proponérselo porque siempre es un regalo inmerecido.