"Los cristianos debemos provocar una profunda ruptura con el tradicional papel de moralizadores" Un año de Fiducia Supplicans: ¿Quién soy yo para juzgar?
En todas las situaciones en las que se vislumbre la marginación, hay que saber «acompañar» en lugar de distanciarse y juzgar y condenar
La moral no puede limitarse a lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer, sino que nos obliga a ser creadores de caminos sociales, políticos y culturales que valoren a la persona con la que me encuentro y siempre aspiren a «celebrar y alegrarse» con ella
Tantas veces he lamentado que en las homilías de la misa dominical se hayan dedicado pocas palabras a la «Fiducia Supplicans», también a la «Fratelli Tutti», no digamos a la «Dilexit Nos». Sin embargo, uno siente la necesidad de estas palabras si quiere contribuir con todas las personas de buena voluntad a hacer germinar un mundo más humano y solidario
Tantas veces he lamentado que en las homilías de la misa dominical se hayan dedicado pocas palabras a la «Fiducia Supplicans», también a la «Fratelli Tutti», no digamos a la «Dilexit Nos». Sin embargo, uno siente la necesidad de estas palabras si quiere contribuir con todas las personas de buena voluntad a hacer germinar un mundo más humano y solidario
Recordaba una frase que el Papa Francisco había pronunciado el 29 de julio de 2013 en respuesta a un periodista, en su viaje de regreso de la Jornada Mundial de la Juventud en Brasil, que le cuestionó sobre la homosexualidad: “¿Quién soy yo para juzgar?”.
Estas palabras son, en mi opinión, una de las claves para entender cómo nuestro enfoque se debe inspirar directamente en el Evangelio. Es una manera de recordar y poner en práctica las palabras de Jesús invitándonos a no juzgar: “¡No juzguéis!”
Cada vez, creo, voy teniendo un poco más claro y haciendo más explícito en mí cómo los cristianos debemos provocar una profunda ruptura con el tradicional papel de moralizadores que con demasiada frecuencia hemos asumido, para afirmar, siempre y en toda circunstancia, la dignidad de toda persona humana e ir más allá de las fronteras de lo permitido y lo no permitido.
No porque no deba haber normas, pero éstas no pueden impedirnos ver que deben ir precedidas de la aceptación de lo humano, no como nos gustaría sino como se nos presenta para producir un acercamiento y una comprensión mutua en lugar de juzgar. En todas las situaciones en las que se vislumbre la marginación, hay que saber «acompañar» en lugar de distanciarse y juzgar y condenar.
Esta es la tensión emocional que, en mi humilde opinión, brota de una de las páginas más bellas del Evangelio que con demasiada frecuencia hemos trivializado, la parábola del hijo pródigo. Demasiadas veces hemos comprobado que tendemos a encontrarnos en el hijo mayor y en su falta de voluntad para comprender el camino del padre.
Porque la moral no puede limitarse a lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer, sino que nos obliga a ser creadores de caminos sociales, políticos y culturales que valoren a la persona con la que me encuentro y siempre aspiren a «celebrar y alegrarse» con ella.
Sería de esperar que el Evangelio “pure et simpliciter” produjera en cada uno de nosotros nuevas posibilidades que vayan más allá de las prescripciones tradicionales y abran la vida y las relaciones. Esa es una alternativa significativa y relevante del Evangelio del Reino.
Y pienso que hay que hacer un esfuerzo, aunque cueste, para comprender que cada uno de nosotros está formado por múltiples y variados elementos que nos hacen ricos y únicos. Más aún, cada uno de nosotros es el resultado de una intersección, que nos hace pertenecer a diferentes esferas que se cruzan y se superponen de tal manera que la frontera entre «nosotros» y «los otros» se vuelve extremadamente móvil y porosa.
Y también somos el «otro» de alguien que puede mirarnos con una mirada tan perpleja, incluso hostil, como curiosa y benévola. ¿Ese «otro» está condenado a seguir siendo un extraño o está siempre invitado a formar parte de la relación que constituye mi yo? Esto exige ver en él a una persona hacia la que me comprometo a respetar, a considerar al otro como otro yo para poder reparar juntos el tejido desgarrado del mundo y de la sociedad.
Formemos parte de los «tejedores» que se esfuerzan por reparar aunque sea un pequeño trozo de este tejido desgarrado a través de nuestros intercambios, nuestras reflexiones, nuestros momentos de convivencia. Es verdad que todo es siempre tan rico en matices y que, ante todo, hemos de seguir reproponiendo toda forma de reconexión con lo que significa «no juzgar», que debe entenderse como que nadie puede ser apartado, sino acogido y acompañado, no marginado. En realidad, se trata de un ejercicio de saber bendecir.
En estos tiempos convulsos marcados profundamente por la guerra, el cambio climático…, que amenazan con producir una extinción de la especie humana, se convierte en un imperativo categórico no predicar los preceptos de la vieja moral sino ser servidores de la ternura y la misericordia, lentos para la ira y llenos de amor. En este sentido también interpreto la dimensión política de la no violencia.
Tantas veces he lamentado que en las homilías de la misa dominical se hayan dedicado pocas palabras a la «Fiducia Supplicans», también a la «Fratelli Tutti», no digamos a la «Dilexit Nos». Sin embargo, uno siente la necesidad de estas palabras si quiere contribuir con todas las personas de buena voluntad a hacer germinar un mundo más humano y solidario.