Emigración y desigualdad, ¿problema irresoluble?
No sabe uno qué hacer ni qué pensar ante las malas noticias constantes sobre el tema de la emigración. El Papa Francisco acertó como un auténtico profeta cuando anunció hace meses en el Consejo de Europa que el Mar Mediterráneo se estaba convirtiendo en un cementerio. Y su crítica desde Lampedusa a la globalidad de la indiferencia, al mirar para otra parte cuando aparece alguna noticia sobre inmigrantes muertos, no pudo ser más certera. ´
Reconozco, con todo, que el tema de la inmigración -el problema de la emigración, visto desde Europa- me deja siempre muy perplejo. Perplejo y paralizado, porque el problema aparece como gravísimo, porque no alcanzo a verle una solución completa y medianamente asequible.
Las críticas a las posturas que se están adoptando frente a los emigrados son frecuentes por todas las ONG más sensibilizadas. La valla de Melilla es objeto de una crítica casi unánime de lo que allí se está haciendo. Una foto espeluznante de unos tranquilos jugadores de golf frente a la valla con negros arracimados en su borde superior ha recibido el Premio Ortega y Gasset de información gráfica. Caritas y el Servicio Jesuita frente a las Migraciones (SJM) han sacado manifiestos sobre la situación en Melilla, las expulsiones en caliente y las condiciones en los Centros de Acogida. La situación en el Sur de Italia es mucho más sangrante que la actualmente existente al Sur de España. Toda la información reciente sobre los barcos hundidos entre África y Sicilia, literalmente abarrotados de emigrantes, eleva ya a miles la cifra de los muertos en el mar. Las fotos de pateras semihundidas, por la cantidad de población negra apelmazada sobre sus cubiertas, resultan desgarradoras.
Los rasgos del problema se pueden pintar aún con mucho más colorido, pues el problema es cercano -¡primer factor de una noticia!- y es además auténtico, no inventado. Lo que ocurre es que resulta muy difícil avanzar soluciones. Hace tiempo, creo que el Gobernador o Delegado del Gobierno en Melilla ya dijo, con mucha ironía, que los que criticaban las actuaciones policiales querrían sustituir a los agentes de las fuerzas armadas por azafatas. Ahora, los gobernantes europeos se han reunido y, aparte de comenzar a hablar de inverosímiles soluciones militares, no han logrado más que algunas promesas indefinidas de más ayudas económicas o de elevar algo el número de inmigrados en cada uno de los países. Saliéndose fácilmente por la tangente, la mayor culpa se la han echado a la situación ingobernable de Libia.
Ciertamente, la solución completa para este problema no se ve muy asequible. Los que quieren entrar en Europa -o en Estados Unidos, desde Méjico- son incontables, desbordan todas las cifras imaginables, superan lo que pacíficamente se pueden admitir, y, por otra parte, la fortaleza de las fronteras resulta cada vez más débil en un mundo inter-comunicado y en el que resulta imposible mantener a las naciones como departamentos estancos. No se pueden levantar fronteras eficaces e infranqueables frente las avalanchas de personas que desean penetrar en los países más ricos.
La causa, en efecto, que convierte por ahora en prácticamente irresoluble el problema de la emigración es la abismal desigualdad existente entre los países pobres y los países ricos. Las cifras que se suelen dar de minorías reducidísimas de personas de los países ricos que reúnen más bienes, más riqueza, que cientos de millones de habitantes de los países pobres, es un pecado social que explica en su raíz el fenómeno de la emigración. Otra cara del mismo problema es que el más pobre de los países ricos -incluso los mismos emigrantes que aquí piden limosnas en los semáforos- tiene mejores condiciones de vida que casi todos los habitantes de las naciones pobres. Esta circunstancia, totalmente real e innegable, es lo que hace imparable a las masas de personas que quieren encontrar mejor solución a las situaciones invivibles de sus propios países de origen y es lo que hace tan difícil darle una solución estable al problema.
(El de los refugiados, es un problema que tiene ciertamente características algo diferenciadas al de los emigrantes, pero que, en el fondo se reduce también al problema de la desigualdad. Este problema de los refugiados es mejor comprendido por la opinión pública, pero no es por ello de índole muy distinta al de las migraciones por razones económicas. El que pretende asilo político, en efecto y en la gran mayoría de los casos, pretende sustituir la situación deplorable de su propio país por las condiciones que estima mejores en la nación en la que pretende ser recibido. Y estas condiciones mejores, aunque en ocasiones sean políticas o religiosas, normalmente son también económicas y siempre, desde luego, se refieren a algún aspecto de la desigualdad existente entre ambos contextos nacionales).
En un programa radiofónico nocturno sobre historia de la Cadena SER he oído la entrevista con un historiador, Santiago Castellanos, que acaba de escribir una obra (Barbarus, La conquista de Roma), que pretende estudiar el problema de la invasión de Roma desde el punto de mira de los bárbaros, no viéndolos como salvajes aniquiladores, sino como ocupantes que vinieron a sustituir la descomposición del mundo romano (por cierto, se presenta a la Iglesia católica, ya autorizada desde Constantino, como la gran ayudadora que tuvieron los que vinieron a sustituir al imperio descompuesto). No puedo valorar una obra que todavía no he leído, pero resulta desde luego seductora esta visión de los invasores, que vienen a sustituir a los degradados moradores anteriores. El guiño ala problema actual de las migraciones resulta evidente.
Como conclusión, no parece desde luego justificable el buenismo ingenuo, el pensar que se pueden sin más abrir las fronteras y dejar pasar a todo el que quiera cambiar de nación. No parece tampoco imaginable por ahora que las ayudas al desarrollo que aporten los países ricos puedan ya equilibrar las desigualdades existentes y conseguir en los países que envían los inmigrantes de inmediato unas condiciones de vida iguales o semejantes a las que ya existen en los países ricos. En este sentido, viendo todos los datos del problema, no resultan justificados los gritos muy demagógicos frente a la deplorable situación actual. Pero tampoco procede dar el problema como del todo irresoluble y mantener sólo las medidas de fuerza en las fronteras, o pensar incluso en utilizar medidas militares contra los cayucos y barcos invasores. Se puede admitir a más gente y se puede sobre todo tomar medidas para equilibrar más las economías, ayudando más a los actualmente más pobres. Aunque el problema es muy difícil y de imposible solución inmediata, algo siempre se puede hacer para mejorar la inmantenible situación actual. Así, sin más, no se puede seguir.