Son dos verbos que en la Biblia aparecen casi
siempre inseparables y amarraditos el uno al otro. Alguna vez se sueltan y se usan solos, como en la polémica de Jesús con el jefe de la sinagoga y él habla de desatar a un burro (¿habría cuadra en su casa de Nazaret? Vaya tema apasionante para una tesis doctoral…).
Y dijo lo de desatar para justificarse después de haber cometido la osadía, horrenda para el jerifalte sinagogal, de enderezar en sábado a una mujer que estaba encorvada (Lc 13,10-17). Quizá en el fondo tenía la secreta esperanza de
desatar de su burricie a los que también vivían encorvados, solo que mucho peor, por mil y una prescripciones de la ley que gravitaban sobre sus espaldas como un fardo pesadísimo.
Qué buena ocasión la del Sínodo de la familia que estamos viviendo en este mes para
desatar a quienes viven con la conciencia abrumada por tantas normativas obsoletas que huelen al alcanfor con que nuestras bisabuelas guardaban sus enaguas.
Y para recordarnos que
lo importante es vivir atados a las prácticas de Jesús y a su Evangelio, porque sólo ahí respiramos anchura y libertad.