Cuenta el libro del Génesis que cuando Eva y Adán fueron expulsados del jardín, el Señor puso querubines y una espada llameante para custodiar el acceso al árbol de la vida.
El Evangelio de hoy tiene lugar en otro jardín: al amanecer del primer día de la semana, tres discípulos llegan corriendo al sepulcro donde yacía enterrado el cuerpo de Jesús, pero lo encuentran vacío y abierto.
El discípulo a quien Jesús quería tanto, deja entrar a Pedro y él se queda detenido en el umbral.
Quizá su aliento entrecortado debía sosegarse después de la carrera.
Quizá sus ojos tenían que irse acostumbrando a adentrarse en la penumbra.
Quizá su corazón herido necesitaba aún llorar la pérdida del Amigo.
Quizá no era consciente de que aquellas palabras – “Siervo fiel, entra en el gozo de tu señor “- , le estaban ahora dirigidas a él.
Cuando se decidió a entrar vio y creyó.
Y al rendirse a la ausencia ardiente de Aquel por quien se sabía tan amado, supo que estaba abrazando el Árbol de la Vida.