"Lo que asombra es la discreta manera de hacerse próximo del Resucitado" Dolores Aleixandre: "Lo que añoramos y ansiamos recuperar es precisamente lo más corriente y cotidiano"
"La banalidad de los lugares comunes, el 'Descanse en paz' de las esquelas y necrológicas y su oferta de una eternidad dedicada fundamentalmente a descansar, resulta mínimamente estimulante"
"Lo que añoramos y ansiamos recuperar es precisamente lo más corriente y cotidiano: salir a la calle sin miedo, caminar con libertad, estrechar una mano, abrazar a alguien, sentir la calidez de la cercanía de los que queremos, mirarnos a los ojos en directo"
Si hemos aprendido, un poco más, a no separar a Dios de la vida misma, a no desear ninguna apoteosis fuera de nuestra vida cotidiana, estamos empezando a entender lo que es la Encarnación. Estamos, como Nicodemo, “naciendo de nuevo”
Si hemos aprendido, un poco más, a no separar a Dios de la vida misma, a no desear ninguna apoteosis fuera de nuestra vida cotidiana, estamos empezando a entender lo que es la Encarnación. Estamos, como Nicodemo, “naciendo de nuevo”
Tanto el imaginario sobre “vida eterna” como el de “resurrección” me han parecido siempre escasos, planos y poco atrayentes. Ya sé que voy a decir una barbaridad pero el políptico de la Adoración del Cordero Místico, de los hermanos Van Eyck, por muy obra de arte que sea, no me inspira el más mínimo deseo de participación. Y en el otro extremo, el de la banalidad de los lugares comunes, el "Descanse en paz" de las esquelas y necrológicas y su oferta de una eternidad dedicada fundamentalmente a descansar, resulta mínimamente estimulante.
En cuanto a la “resurrección”, entiendo que es muy difícil encontrar lenguajes para hablar de ella y no hay más que ver los ensayos y tanteos de los autores del Nuevo Testamento a la hora de hablar de encuentros con el Resucitado. Entonces, nos dejamos llevar por nuestra tendencia a suplir lo que le falta a la discreción del lenguaje bíblico, y damos rienda suelta a nuestros deseos de grandiosidad.
En la Pascua del año pasado me llegó una presentación con el título: Apoteosis de la Resurrección. Me apresuré a mandarla sin abrir a la papelera, movida por el convencimiento de que, si algo está ausente en las apariciones del Resucitado tal como las cuentan los evangelios, es precisamente la apoteosis. El diccionario de la RAE la define como “ensalzamiento de una persona con grandes honores y alabanzas”, con sinónimos como “delirio, júbilo, frenesí, entusiasmo, enardecimiento, culminación, cúspide, homenaje o glorificación”. Pero, por más que busquemos algo de eso en los relatos pascuales (y cuánto nos gustaría, la verdad…), nos es imposible encontrar ni rastro de semejantes exaltaciones, resplandores, centelleos o arrebatos.
A la hora de contar cómo conectaba el Resucitado con los suyos, lo que asombra es su discreta manera de hacerse próximo, de sorprenderles en sus trayectos habituales, de saludarles con el Shalom de cada día, de presentarse bajo las apariencias más comunes: un trabajador de parques y jardines, un transeúnte desinformado al que hay que poner al día de los últimos sucesos, un desconocido ocioso que pregunta desde la orilla qué tal va la pesca.
"Si hemos aprendido a no desear ninguna apoteosis fuera de nuestra vida cotidiana, estamos empezando a entender lo que es la Encarnación"
Todo reenvía a la vida ordinaria, a la Galilea de la cotidianidad más corriente y moliente pero iluminada ahora desde el interior por una secreta alegría. Lo definitivamente portentoso y extraordinario no es que Jesús diera de comer a cinco mil en el desierto, sino que preparara él mismo las brasas para que desayunaran los suyos. O que les preguntara otro día si les había sobrado algo del pez asado que acababan de comer. La maravilla no era haber hecho andar a un paralítico con la fuerza de su palabra, sino que Pedro, Juan y María de Magdala corrieran juntos a buscarle en la mañana de Pascua.
Y todo esto, ¿qué tiene que ver con la pandemia del coronavirus? Pues creo que mucho porque, junto a la desolación de tantas pérdidas, estamos descubriendo con asombro que lo esencial de nuestra vida resulta ser aquello que dábamos por supuesto y que no nos parecía importante. Lo que añoramos y ansiamos recuperar es precisamente lo más corriente y cotidiano: salir a la calle sin miedo, caminar con libertad, estrechar una mano, abrazar a alguien, sentir la calidez de la cercanía de los que queremos, mirarnos a los ojos en directo, citarnos con amigos para tomar unas cañas.
Si después de esta sacudida vamos identificando la presencia íntima de Dios en nuestra oscuridad diaria y en las existencias frágiles de los otros; si aprendemos a mirar realmente lo que tenemos delante, con su mezcla de alegrías, sorpresas, fracasos y preguntas; si nos asombramos de que amanezca un día más, de que haya brotes en las ramas de los castaños y de que el vecino del 3º salga de casa a las 5 de la mañana porque a las 6 empieza su turno como conductor de la EMT; si hemos aprendido, un poco más, a no separar a Dios de la vida misma, a no desear ninguna apoteosis fuera de nuestra vida cotidiana, estamos empezando a entender lo que es la Encarnación. Estamos, como Nicodemo, “naciendo de nuevo”.