Mantener una dieta equilibrada (IV)
Por ahí respiramos, comemos y bebemos y sólo por ahí puede llegar a nosotros el aliento de la vida de Dios. Sin lo que nos llega “de fuera” no hay vida posible y esta necesidad absoluta que nos constituye, descarta cualquier pretensión de autosuficiencia por nuestra parte.
Al haceros mayores, sin embargo, nos acecha el peligro de “cerrar la boca” creyendo que lo ya vivido nos ha nutrido suficientemente y que no necesitamos más novedades, ni más experiencias, ni más palabras. Es la postura escéptica de quien piensa que ya lo ha visto todo, lo ha oído todo y se lo sabe todo y, como no hay nada nuevo bajo el sol, para qué necesito interesarme por lo que pasa, abrirme a nuevas ideas, contactar con otras realidades o estar dispuesto a cambiar de casa, o de cuarto, o de ciudad, o de clima, o de médico.
A partir de cierta edad, ninguna dolencia nos hace tanto daño como la costumbritis que nos fija y aprisiona con tenazas de hierro y desemboca en la “herejía emocional”, esa forma peligrosa y real de ateísmo por nuestra parte, “ese sentimiento extendido y difuso de que Dios y la fe en él no tienen ya ningún poder sobre este mundo; de que no lo tiene tampoco sobre nuestras Congregaciones religiosas; de que tampoco lo tiene ya en nosotros” (J.A. García).
Todo lo contrario de esa actitud hospitalaria que a veces nos deslumbra en gente mayor en nuestras comunidades que se han hecho “como niños”, según la recomendación de Jesús, y por eso aprenden, escuchan, acogen, se interesan por todo, se duelen y se alegran con el dolor y la alegría del mundo, mantienen la capacidad de admiración y de asombro.
«Abre toda tu boca y yo la llenaré», pide el Señor a Israel en un salmo (80,11): déjame seguir soplando en ti mi aliento, déjame continuar alimentándote y re-creándote y ensanchando tu corazón y haciéndote crecer «hasta que alcances en plenitud la talla de Cristo» (Ef 4,13).
Publicado en Sal Terrae