Por alusiones
La primera es que la pérdida de la voz no me ha provocado rebeldía contra Dios (sí fastidio, sí impaciencia muchas veces…), y no se me ha ocurrido nunca “echarle la culpa”, quizá porque estoy absolutamente convencida de que, a través de todo lo que nos va ocurriendo a lo largo de la vida, Él “trabaja” algo con nosotros y eso, sea lo que sea, siempre termina por estar bien. Dios “no tenía la culpa” de que el Mar de las Cañas estuviera ahí, ni de que los israelitas no supieran nadar, ni de que los egipcios se empeñaran en perseguirlos, ni de que tuvieran unos carros alucinantes; pero estaba con ellos y les abrió un camino para cruzar el mar.
De ahí mi terca seguridad en que no existe mar, por amenazador que resulte, que no pueda atravesar con tan buen Compañero. Se lo repito muchas veces: aken avi (el hebreo le da un punto…), como un eco de aquel “Sí, Padre” de Jesús y que viene a ser también: OK, vale, de acuerdo, así está bien…
Junto a eso, además de huir del dramatismo, hay también un par de cosas que trato de cultivar: el sentido del humor y la decisión de descubrir lo positivo que esconde cada situación: por ej. nunca me había gustado hablar por teléfono y ahora, como la gente que me conoce sabe que se me entiende fatal, se abstienen de llamarme y me ponen correos o mensajes.
Otra ventaja: he conseguido llevar una vida más pausada que era uno de mis objetivos cuando me jubilé: ha disminuido notablemente la demanda de charlas, conferencias, ponencias y mesas redondas que antes me agobiaba un poco. Hace un par de meses me llamó un cura para que fuera a dar una charla en su parroquia y, después de explicarle: “no voy a poder, ando regular de la voz”, me dijo: -“Regular no, ¡fatal!”. Qué alivio no tener que alargar mucho las explicaciones.
Es verdad que una consecuencia cansina de esta limitación es su evidencia: si tuviera por ejemplo, un granuloma en el escafoides (me lo acabo de inventar), se lo contaría solo a quien quisiera pero, en esto de la voz, en cuanto abres la boca, das el cante y todo el mundo pregunta y opina: “¿cómo estás?”, “te veo mejor”, ”estás peor”, “bebe más agua”, “conozco un foniatra”… Suelo salir del paso con una frase insípida y absolutamente neutra: “Ahí vamos”, que me sirve de pértiga para intentar saltar a otra conversación.
En lo que ya me he dado por vencida es en desmentir el bulo que circula en varias versiones sobre mi estado comatoso: “tiene cáncer de laringe”, “le ha dado un ictus”, “es parkinson”, “es alzhimer” o, la más curiosa: “ha tenido una caída de carácter irreversible” (¿no habré podido levantarme del suelo?). Tiene la ventaja de que, cuando me encuentro con gente que me creía próxima a expirar, me reciben con muestras de cariñosa efusión y eso es siempre muy de agradecer. A otros les noto que no acaban de creerse que, de momento, solo tengo averiada la voz y piensan que no quiero confesar mi estado terminal. En esos casos pongo cara de santa y digo con un tono de virtuosa resignación: “Ya voy mejorcita, muchas gracias” y eso les deja más tranquilos.
Hablarlo con dos amigos del alma me ha ayudado mucho: uno de ellos, muy averiado físicamente, me dijo que a él le daba fuerza esta convicción: “Tal como estoy, soy enviado”. Así quiero saberme también yo: faltaría más que para querer a la gente y prestar servicio en lo que pueda, fuera imprescindible la elocuencia. El otro me dijo: -“Trata de vivirlo como algo que te vuelve más pobre”. Es verdad: la voz te concede “presencia” y carecer de ella te sitúa como por debajo, en una situación de no-poder; pero ahí te esperan otras compañías y aprendes a respirar el Evangelio de otra manera.
Y en eso estamos todos: disfónicos y afónicos, tenores y sopranos, locutores y cartujos, ruiseñores y peces, Luciano Pavarotti y Harpo, el mudito de los hermanos Marx.
Y, por supuesto, los lectores de ALANDAR. ¿O no?