¿Y si desaparecemos?
Una vez enfrentado la pregunta, ya de por sí dura de formular en alto, y después de reflexionar sobre ella con más gente, lo que voy a decir no tiene nada de teórico y lo comparto por si puede ayudar a quienes estén en situaciones parecidas o aún más graves.
Una escena bíblica me sirve de punto de partida: el rey Ezequías cayó enfermo, el profeta Isaías fue a visitarle y le espetó en un alarde de delicadeza pastoral: “-Haz testamento porque te vas a morir”. Ezequías entonces se volvió de cara a la pared y se puso a rezar y a llorar (Is 38,1-8).
La postura de cara a la pared es elocuente y puede presentar modalidades varias: A) Negación de lo que está pasando por miedo a afrontar la situación. B) Lanzamiento atolondrado a la captura de vocaciones C) Importación de jóvenes de los Mares del Sur para que cuiden de nosotros y sostengan nuestras instituciones. D) Desafección y distancia de los asuntos congregacionales con un amargo: “sálvese quien pueda”.
¿Y cuál sería la reacción sensata? Pues la del valor de agarrar un espejo, mirarnos en él y preguntarnos: “Espejito, espejito ¿nos estará pasando algo de esto?”
Y, una vez contemplada con lucidez y cordura la situación, prepararse para la visita de Doña Nostalgia, Doña Pérdida y Don Desconsuelo, que llegarán con su banda sonora de lamentos, ayes y lágrimas. Dejarles pasar, saludarles educadamente y permitir que se expresen con libertad, pero no prolongar demasiado su visita. (Ojo, en cambio, con abrir la puerta a Don Quehemoshechomal y a Doña Culpabilidad, pareja altamente tóxica que incordia mucho, no aporta nada bueno y es resistente al desalojo).
Una vez concluido ese duelo sanante, proceder a despojar la disminución de las etiquetas de drama o de catástrofe: mirarla sencillamente como una consecuencia de la contingencia y la finitud que nos alcanzan, tanto en lo personal como en lo institucional: la promesa de estabilidad solo la tiene la Iglesia. Por eso, si después de un tiempo X una de sus instituciones deja de existir, no se desploman los cimientos del universo: ya de por sí ha sido un regalo que a lo largo de una serie de años un grupo de hombres o mujeres hayan vivido contentos su carisma, trabajando por el Reino de Dios y sirviendo a los demás lo mejor que han podido.
En cualquier caso, lo que toca es ser templados para cuidar y gestionar creativamente el presente y sabios para enfrentar animosamente el futuro, conjugando a la vez el prever y el confiar, el ser realistas y a la vez soñadores, en versión adaptada de lo de las serpientes y las palomas.
Pero a este tipo de reacción solo llegamos si nos decidimos a “subir de piso”, que es lo que hizo Ezequías al ponerse a rezar, y lo que hizo también la primera comunidad cuando, desvalida después de la marcha de Jesús, esperó en “la habitación de arriba” (He 1,13) a que llegara el Espíritu. Es Él (Ella, más bien…) quien hace posible que “pensemos como Dios y no al modo humano” (Mc 8,33) y afianza en nosotros convicciones a las que nunca llegaríamos solos: que no son de por sí más evangélicos los tiempos de crecer que los de disminuir; que los tiempos de poda son costosos pero pueden ser fecundos; que nada de lo entregado se pierde; que ni el prestigio ni el número son verdaderos amigos, mientras que la pobreza y la pequeñez sí lo son. Estamos en buenas Manos y podemos seguir amando y sirviendo sin plazos ni cálculos, y eso nos basta para vivir con alegría y agradecimiento.
Al final de la escena Isaías, por orden del Señor, volvió a visitar a Ezequías, le aplicó un emplasto de higos y él se curó y siguió viviendo. Nuestras historias, cuando Dios está por medio, pueden dar giros sorprendentes.
Dolores Aleixandre RSCJ