Un santo para cada día: 18 de marzo S. Cirilo de Jerusalén (Un pacificador incomprendido por unos y por otros)
Los cristianos de hoy no acabamos de aprender la lección. Seguimos tirándonos los trastos a la cabeza por cuestiones que ni siquiera están definidas como dogmas, mientras nos olvidamos del primero y principal dogma que es el del amor
Nace Cirilo hacia el año 315, en Cesarea Marítima, en el seno de una familia cristiana, de quien recibió una buena educación. Fue ordenado diácono por el obispo Macario de Jerusalén hacia el año 335 y diez años más tarde, consagrado sacerdote por Máximo, obispo de Jerusalén, llegando por fin a ser obispo. A Cirilo le tocó vivir una época difícil, la que correspondía a un cristianismo incipiente que comenzaba su andadura con grandes tareas por realizar. Ello suponía una labor conjunta emprendida por hombres de distintas sensibilidades, educados en distintas culturas y procedentes de diferentes regiones. El resultado fue que se desató una batalla dialéctico-doctrinal, en la que todos querían tener razón. Las plumas se convierten en lanzas y las palabras, incluso las letras, podían convertirse en “causa belli”.
Fue una lucha teológica encarnizada, en la que a veces no hubo esa comprensión y caridad entre hermanos que hubiera sido de desear. Cirilo fue uno de los pocos hombres de su tiempo que se mostró flexible y pacificador. Las luchas entre obispos y las divisiones y desgarramientos de la Iglesia le llenaban de tristeza y trataba de evitarlo. Su talante bondadoso le permitía hacer de intermediario entre las partes y como suele suceder dejaba descontentos a los unos y a los otros. Los eusebianos pro Nicea le acusaban de arriano, mientras que los arrianos le consideraban su enemigo. No importaba lo que hiciera, porque al final se las daban por todas las partes. Cinco veces fue desterrado, bien por unos o por otros, bien fuera por una razón o por otra, el caso es que pasó 16 años en el exilio.
Cirilo en sus comienzos, si no con los arrianos, sí parece que algo tuvo que ver con los considerados semiarrianos, que sostenían que la naturaleza de Jesucristo era semejante, no igual a la del Padre, seguramente este fue el motivo por el cual hubo sus más y sus menos a la hora de decidir su tardía canonización. En cualquier caso, lo cierto es que, superado al periodo de dudas y vacilaciones, si es que las hubo, Cirilo acabó siendo fiel seguidor de las resoluciones tomadas en el concilio de Nicea, de modo especial en aquellas cuestiones que afectaban a la resurrección y a la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Quienes afean a Cirilo el hecho de que nunca hable de Arrio y que en ningún momento emplee la palabra “omousios” objeto de tanta polémica, tal vez no reparen en que esta forma de proceder podría estar aconsejada por la prudencia, resultando muy natural este comportamiento en un hombre que intentaba permanecer neutral, a quien no le gustaba la controversia, ni quería herir a nadie.
A la hora de juzgar a Cirilo habría que tener en cuenta que, aunque dignísimo Padre de la Iglesia y arzobispo de Jerusalén, él no fue un intelectual “sensu estricto”, sino más bien, un catequista, que trataba de instruir al pueblo en los diferentes temas de la fe cristiana, sirviéndose del lenguaje cordial y popular. Las 24 Catequesis que compuso Cirilo no son otra cosa que instrucciones preparatorias para quienes iban a recibir los sacramentos, no pasaban de ser un primitivo e incipiente sistema teológico, en el que se habla de la penitencia, del pecado, del bautismo de la Eucaristía, etc. Después de aproximadamente 27 años de episcopado y 16 de exilio, Cirilo moría en el año 386 a una edad avanzada, con la satisfacción de haber sido leal al Concilio de Constantinopla.
Reflexión desde el contexto actual:
Los cristianos de hoy no acabamos de aprender la lección. Seguimos tirándonos los trastos a la cabeza por cuestiones que ni siquiera están definidas como dogmas, mientras nos olvidamos del primero y principal dogma que es el del amor. Desde la lejanía del siglo IV, Cirilo nos envía el mensaje de que es preferible emplear nuestro tiempo en evangelizar a quien lo necesita, que en polemizar a muerte con el de al lado sobre cuestiones irrelevantes que no están definidas y que bien mirado no son más que juegos florales.