Un santo para cada día: 19 de mayo Festividad de Pentecostés
Jesucristo antes de subir al cielo nos dejó un sublime regalo en forma de promesa que se cumplió puntualmente diez días después de subir a los cielos. En Jerusalén estaban sus discípulos unidos como una piña esperando a que se cumpliera. De súbito se levantó un viento huracanado y el maestro se hizo presente . Juan nos los relata así: “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo” Y al instante aparecieron sobre sus cabezas una especie de lenguas de fuego, quedando todos llenos del Espíritu Santo al tiempo que de su boca salían palabras extrañas.
Jerusalén había amanecido poblado de gente forastera dispuesta a celebrar la Fiesta de las Primicias, que era una especie de pentecostés judío. Y tal como nos lo relata “Los Hechos de los Apóstoles”, esos hombres asustados y escondidos unas horas antes, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, salen fuera y eufóricos comienzan a dar testimonio vivo de Jesús . Un galileo rudo se ha puesto a dar voces en medio del gentío que había acudido allí para ver que pasaba y ha atraído la atención de todos los presentes: “ «Judíos y moradores todos de Jerusalén, prestad atención a mis palabras y tenedlo bien entendido. No están éstos ebrios de vino, como vosotros pensáis, pues son todavía las nueve de la mañana. Lo que estáis viendo es el cumplimiento de esta profecía de Joel: «En los últimos días -dice Dios-, derramaré mi espíritu sobre toda carne: profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, vuestros jóvenes tendrán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños”
Esta fecha solemne de la festividad de Pentecostés, en que se consuma la venida del Paráclito, es considerada en el mundo católico como la puesta en marcha de la Iglesia santa y pecadora a la vez.
La palabra Paráclito deriva del término griego “parakletos” que significa abogado o consolador, en clara alusión al Espíritu Santo, que es la Persona que en el misterio trinitario representa la fuerza del amor de Dios, que está dentro de nosotros, siempre dispuesta a convertir nuestra alma en templo y morada suya. ¡Que deleite mayor y más sublime que el de estar poseído por este dulce huésped. Él está ahí para consolarnos en las tribulaciones, reparar nuestras fuerzas cuando estamos cansados, animarnos cuando nos sentimos agobiados, iluminarnos cuando las tinieblas nos envuelven. Él es para nosotros manantial en medio del desierto, sombra que nos cubre y protege del sol abrasador.
Aquel día memorable del primer Pentecostés fue el comienzo de la poderosa intervención de la fuerza de Dios que todo lo renueva y lo trasforma, aún así, el Espíritu Santo, incomprensiblemente sigue siendo el gran olvidado por parte de la mayoría de los cristianos. De la misma manera que vemos en el Padre al creador de todo lo existente y en el Hijo al Salvador debiéramos ver en el Espíritu Santo al vivificador de nuestras almas, riqueza inagotable, fuente de santidad. ¿Por qué no le valorado como merece? ¿Por qué no llevamos impreso en nuestros corazones a quien está presente dentro de nosotros asistiéndonos con sus dones ? Será tal vez, porque nos sentimos instalados en un mundo de corporeidades ajenas a las realidades espirituales. Si de algo podemos estar seguros es precisamente de que por nuestras fuerzas nada podemos conseguir en el orden espiritual. Nada somos, nada bueno tenemos que nos pertenezca como cosa propia. Todo hemos de recibirlo del dador de la vida, del dispensador de la gracia. Cuando nos miramos por dentro, nos damos cuenta que lo único que poseemos como cosecha propia son los despojos de nuestra debilidad. En el mejor de los casos lo único que podemos ofrecer son nuestros buenos deseos y aún éstos no serían posibles sin la acción del Espíritu Santo. Necesitamos que el Espíritu Divino sea el aliento para nuestra vida y fuego para nuestro corazón helado.
”Abrid, Señor, la puerta
de vuestro amor aqueste miserable,
dad ya esperanza cierta
del amor perdurable
a aqueste gusanillo deleznable” ( S. Juán de la Cruz)
Los carismas y los siete dones fluyen de Ti como de una fuente desbordante, trayendo savia nueva. Tuyo es el santo Temor de Dios que nos contrista ante la posibilidad de poder perder su amistad. Tuyo el don de la Fortaleza por el que los mártires pudieron resistir sus tormentos, Fortaleza también para soportar sin desaliento todos los alfilerazos que la vida nos depara a cada momento. Tuyo el don de Piedad del que brotan sentimientos de compasión y nos hace llorar con el que llora y sufrir con el que sufre. Tuyo es el don de Consejo que nos ayuda a ser prudentes y juiciosos, cual soplo que nos llega en forma de intuición sutil despejando nuestras dudas y vacilaciones. La Ciencia que nos ayuda a descubrir la grandeza de un Dios omnipotente, creador de todo cuanto existe, también nos la das Tú. El Entendimiento por el que en actitud humilde, nos abrimos al misterio a través de la oración, es también cosa tuya, como tuyo es el don de la Sabiduría que nos lleva a contemplar a Dios como fuente de toda Verdad, Bondad y Belleza. Y por fin tuyo es el mejor de los dones que eres Tú mismo dándote a todos los que te invocan y te dicen acompáñanos.
En esta fecha de Pentecostés, al menos por un día, vaya nuestro profundo agradecimiento al Espíritu de Dios a quien con humilde y sencilla súplica nos dirijamos, para pedirle que nos mantenga firmes en nuestra fe, incluso en las noches oscuras en que el cielo aparece sembrado de nubarrones. A Ti nos dirigimos como aquel hombre del evangelio para decirte: “Creemos, Señor, pero ayúdanos en nuestra incredulidad”. Danos, Señor, una fe que tiene como razón fundamental la plena confianza en Ti. Una fe firme que se ha ido fraguando en el silencio interior, con mil preguntas sin respuestas, esa fe que es capaz de mover montañas, acompañada de la esperanza fundada en la promesa divina de que llegará un día en el que el bien triunfará definitivamente sobre el mal y todos juntos nos podamos alegrar con la universal restauración de la realidad creada. Quítanos si quieres los consuelos humanos, pero déjanos intacto el tesoro del Dios de la esperanza
Una última cosa hemos de pedirte en este día; enséñanos a amar con un amor que apunta al cielo y tiene nombre de caridad, porque con ese amor nada hay que sea pequeño y sin él nada hay que merezca la pena. Al final de los tiempos la fe y la esperanza pasarán y solo nos quedará esa llama amor avivada por ti, nos quedarás Tú que eres fuego que acrisolas el amor de caridad .