Un santo para cada día: 25 de mayo S. Gregorio VII (El hombrecillo de piernas cortas que llegó a ser un gran papa)

San Gregorio VII: el Papa desterrado por el emperador
San Gregorio VII: el Papa desterrado por el emperador

 Cuando se había cumplido el primer cuarto del siglo XI y se vivían los

esplendorosos años de la Edad Media, vemos merodeando a un muchacho por los parajes agrestes de Soana (Toscana) atento a que las cabras no se metieran en los sembrados, pues era un pastorcito menudito él y vivaracho, curtido por los fríos inviernos y tostado por los tórridos veranos, de mirada profunda y penetrante, físicamente muy poca cosa, pues se le conocía como el hombrecillo de piernas cortas, pero con un corazón enorme. Su padre no era más que un humilde trabajador que se ganaba el pan con el sudor de su frente, pero tenía un tío abad del monasterio de Santa María en el monte Aventino (Roma), quien le sacó del pastoreo de cabras para que con el tiempo se convirtiera en uno de los pastores de almas más grande que ha tenido la Iglesia.

En el monasterio de Sta. María, comenzaría a recibir una sólida formación.

A los 25 años de edad le vemos ya de secretario de Papa Gregorio VI que

siente una verdadera admiración por este joven tan inteligente. Muerto su protector

se retiró al monasterio Cluniacense de Sta. María, para hacerse benedictino. Al poco tiempo fue llamado por Benedicto IX para que fuera su consejero, quien le nombra cardenal y le manda que se haga cargo del relajado convento de S. Pablo Extramuros, a cuyos monjes no tarda en meterlos en cintura. A partir de este momento la figura de

Hildebrando, que así se llamaba, se va agigantando cada vez más. Los papas ya no pueden prescindir de él y le encomiendan misiones delicadas. Tal llegó a ser su fama y popularidad que al día siguiente de morir Alejandro II , el pueblo entero se echó a la calle gritando “ ¡Hildebrando papa!”, cardenales y obispos se unieron al coro popular y

de inmediato se reunieron para nombrarlo papa tomando el nombre de Gregorio VII.

El monje Hildebrando toma el timón de la nave de Pedro en un momento en que la Iglesia tenía dos problemas de extrema gravedad: Uno era la simonía e incontinencia de los clérigos. El nuevo papa trata de acabar con esta lacra que padece la Iglesia, aunque tiene la oposición de quienes no quieren cambiar de vida, pero el celoso Pontífice no ceja en su empeño de reforma. Se celebra concilios, sínodos, donde se hacen exhortaciones enérgicas, pero paternales y se dictan también condenas y anatemas contra los obstinados que se resisten. No faltan presiones, aun así Gregorio no arroja la toalla.

El otro gran problema que asolaba la Iglesia, en estos momentos, provenía de la injerencia del poder civil en los asuntos eclesiásticos. Era de todo punto necesario regular debidamente las relaciones entre Iglesia y Estado. Gregorio no estaba dispuesto a consentir que el emperador se metiera en asuntos que solo competían al papa. Por lo tanto se veía como necesario desligar a la Iglesia del tutelaje imperial, o dicho de otra manera, la Iglesia y Estado debían funcionar institucionalmente por separados, asegurando los derechos que como organismo independiente le correspondía a la Iglesia. En esta dirección se promulgó un escrito con 27 tesis condenatorias de todos los abusos, que habría de conocerse como el “Dictatus papae” donde se exaltaba el primado del papa.

Esto sacó de sus casillas a Enrique IV, quien no midiendo bien las fuerzas, se enfrentó abiertamente al que consideraba “un hombrecillo miserable” usurpador de la sede de Roma. La contienda acabó con el emperador vestido de peregrino, descalzo y con la ropa de penitente enlodada de barro y cubierta de nieve, implorando perdón a las puertas del Castilllo de Canosa durante tres largos días, al cabo de los cuales el papa Gregorio le perdonó y le levantó la excomunión que pesaba sobre él. Pronto pudo darse cuenta, no obstante, que todo ello había sido una farsa y Enrique IV una vez recuperado el poder, volvió a arremeter contra él obligándole a huir de Roma a Salerno, donde pronunció la famosa frase que ha quedado para historia: “«He amado la justicia y odiado la iniquidad, por eso muero en el destierro». Efectivamente aquí moriría, habiendo dejado un campo sembrado de esperanza y poniendo en marcha la reforma gregoriana que sus

sucesores llevarían a buen puerto

Reflexión desde el contexto actual: Hoy vivimos en un contexto socio-político que nos recuerda el vivido por Gregorio VII. También hoy los poderes del estado tratan de atribuirse para sí derechos que no les corresponde, también creen tener potestad por encima de cualquier instancia, para decidir que es lo que está bien y que lo que está mal, que es lo bueno y que es lo malo; por ello como entonces se hace preciso, sin más dilación, tratar de pararles los pies, aunque se corra el riesgo de persecuciones encubiertas, ostracismos o aún de cosas peores.

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