Un santo para cada día: 11 de mayo S. Ignacio Laconi (El santito de las sandalias raídas)
Hay personas con grandes dotes que se pueden permitir el lujo de poder ser en la vida lo que les apetece, porque valen para todo; hay sin embargo otras tan limitadas en sus atribuciones que todo les cae grande, estando muy mermadas sus posibilidades
Hay personas con grandes dotes que se pueden permitir el lujo de poder ser en la vida lo que les apetece, porque valen para todo; hay sin embargo otras tan limitadas en sus atribuciones que todo les cae grande, estando muy mermadas sus posibilidades. Este fuel caso de Ignacio Laconi, enclenque, de salud enfermiza, a quien la vida le negó poder dedicarse a aquello que estaba al alcance del común de los mortales. En semejante situación cualquiera se hubiera hundido. Él en cambio se mantuvo siempre firme en la aspiración máxima que se puede tener en la vida, que es llegar a ser santo y lo más maravilloso del caso es que lo logró, cumpliéndose así a la perfección la frase evangélica: La piedra que desecharon los constructores llegó a ser la piedra angular.
Ignacio había nacido en Laconi (Cerdeña) en 17 de diciembre de 1701, de familia humilde pero piadosa; fue el segundo de nueve hermanos; al bautizarle le impusieron varios nombres, que omitimos, designándole simplemente como Ignacio. Su padrese llamaba Matías Cadello Peis, dedicándose a las labores del campo y al pastoreo, faenas en las que también Ignacio colaboró de niño, pasando muchas horas a la sombra de los árboles, ocupado en rezar muchos rosarios y padrenuestros. Su madre,Ana, fue una mujer piadosa muy devota de S. Francisco, cuya devoción supo inculcar a su hijo desde niño y bien que se le notaba, por cuanto el vecindario le llegó a conocer con el sobrenombre del “santito”. Nunca salió de Cerdeña y el idioma que hablaba era el español. Siendo ya jovencito, le andaba rondando en la cabeza la idea de hacerse religioso, pero no acababa de decidirse y cuando lo hizo, los frailes capuchinos no quisieron admitirlo por problemas de salud; sus padres tuvieron que recurrir al marqués de Laconi, benefactor de la comunidad capuchina, por cuya mediación se cumplieron los sueños de Ignacio, que al final pudo entrar como lego a la edad de 20 años, en 1721. Sesenta años de vida religiosa le esperaban a fray Ignacio.
Después de servir en las distintas faenas domésticas y conventuales, estuvo algún tiempo trabajando en los telares que los capuchinos tenían para abastecer a los religiosos de prendas de vestir corrientes, también se le veía echar una mano en la cocina, que según parece no se le daba nada mal, al menoslos frailes estaban contentos con él, lo cual no quiere decir mucho, pues para contentar a los frailes en cuestiones culinarias hace falta bien poco. Finalmente, en uno de los conventos por los que pasó, le fue asignado el papel de limosnero y ahí le vemos recorriendo las calles y plazas de Cagliari, yendo de casa en casa pidiendo para los pobres y para la Comunidad, cumpliendo a la perfección su función. Se puede decir que fue un gran limosnero, haciendo gala de las virtudes necesarias para ejercer esta función con eficacia, tales como la simpatía, la afabilidad, el agradecimiento, el respeto, la paciencia y alguna más, porque, aunque se crea lo contario, no es fácil pordiosear por la calle. A todos pedía, excepto a un rico usurero de la localidad, porque pensaba que su dinero era un dinero negro, de dudosa procedencia. Fray Ignacio era querido por todos y conocido como “el frailecillo de las sandalias raídas”, que cuando se le hacía tarde apretaba el paso para llegar a tiempo al rezo de vísperas; lo que nos lleva a recordar aquel bello poema de Pemán, que comienza diciendo: “Es ya tarde y estaban las nubes/perfiladas de rayos de sol/ cuando iba el buen lego, con su cantarillo/por la veredica bendiciendo a Dios”.
Si nos quedáramos aquí, hubiéramos dado la impresión de que Fray Ignacio fue un pobrecito lego que la gente se compadecía de él y esto no es así. Por debajo de ese cuerpecillo flacucho y ajado por las penitencias, los cilicios y las vigilias, habitaba un espíritu heroico, cuajado de virtudes cristianas. Lo que se dice un atleta del espíritu que luchó a brazo partido contra sus pasiones y bajos instintos, saliendo gloriosamente vencedor de todas las batallas. Un alma caritativa, en el amplio sentido de la palabra, que supo asesorar a quien necesitaba consejo, consolar a los atribulados, visitar a los enfermos y desamparados, dispensar bienes materiales y espirituales a quienes lo necesitaban. Un hombre de oración y gran amigo de Dios que fue recompensado con favores especiales.
Con el tiempo las fuerzas de Fray Ignacio se fueron agotando, le costaba andar y todo hacía indicar que le quedaba poco de vida. Presentía el final y tuvo tiempo de despedirse de todos, dejándoles como recuerdo sus pobres pertenencias. El 6 de mayo ingresaba en la enfermería del convento de la que no volvería a salir. El 11 de este mismo mes rodeado de la Comunidad con una sonrisa en los labios, como quien se despide para siempre, Fray Ignacio se abandonaba en los brazos del Padre. Toda Cerdeña lloró su muerte, diciendo con tristeza: fray Ignacio se ha ido, pero nos sigue protegiendo desde el cielo.
Reflexión desde el contexto actual:
A los ojos de un mundo tan supercivilizado como es el nuestro, pareciera que carece de todo interés ocuparse de un pobre lego, medio analfabeto, que en su vida no hizo nada sobresaliente, a no ser el ir de puerta en puerta mendigando un mendrugo de pan; aparte de que vivió hace muchos años. Esto es así porque no reparamos en que Ignacio Laconi, con toda la humildad del mundo, pero también con toda contundencia, nos está ofreciendo a través de su ejemplo, la más alta lección de sabiduría humana, cual es, que en definitiva lo importante en la vida es alcanzar un alto grado de perfección, estado reservado solo para unos cuantos elegidos, entre los cuales se encuentra nuestro humilde lego.