Un santo para cada día: 4 de agosto San Juan Bautista María Vianney (El cura de Ars. Patrono de los párrocos
| Francisca Abad Martín
“Te doy gracias, Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios y se las has revelado a los pequeños y sencillos” (Mt 11,25).
Juan Bautista María Vianney nace en los conflictivos tiempos de la Revolución Francesa, en Dandilly, un pequeño pueblito cerca de Lyon (Francia) el 8 de mayo de 1736. Su padre, Pedro Vianney, era agricultor y parece que para sus hijos no había más porvenir que el arado y la azada. En los primeros años de su vida Juan cuida de las tres ovejas y el asnillo de la familia. A los 13 años cambia el cayado por el azadón. Trabajaba y rezaba al mismo tiempo, lo mismo que cuando cuidaba las ovejas. Era impensable en medio de aquel ambiente el aspirar a hacerse cura sin embargo, ese era el sueño del muchacho. Todas las noches le pedía a Dios que le diera luces para que ese sueño se pudiera hacer realidad.
Deja las tareas del campo y a los 17 años inicia los estudios. Un santo sacerdote que le conocía, el P. Balley, se ofrece a ayudarle, pero el latín se le atraganta. Tiene grandes dificultades para aprender. Entonces le llega el momento de tener que prestar el servicio militar. Lo destinan a combatir en España, pero cae enfermo e ingresa en el hospital de Lyon y luego pasa al hospital de Ruan. No por eso le dispensan, si bien, junto a un joven, del que se hace amigo, se convierte en desertor y durante dos años está escondido en un lugar recóndito de Noés, de 1809 a 18011, sorteando las frecuentes inspecciones de los gendarmes, hasta que una amnistía le permite volver a casa y reanudar los estudios con el P. Balley quien, con no pocos esfuerzos, consigue que alcance sus sueños
Se presenta varias veces al examen, pero siempre es rechazado. Al final consiguen del Vicario General que sea admitido a la ordenación sacerdotal. Con gran alegría por su parte, a los 29 años, el obispo de Grenoble le ordena el 13 de agosto de 1815. Durante 3 años le asignan el cargo de coadjutor del P. Balley y sigue repasando el latín y la Teología. Al fallecer el P. Balley le dan por fin su destino definitivo, un minúsculo pueblito de poco más de 200 habitantes, llamado Ars, del que toma posesión el 9 de febrero de 1818. Una mísera iglesia y un puñado de humildes casas alrededor, una sencilla rectoría con cuatro muebles y cuatro cacharros; es así como su existencia de cura comienza en ese pueblo pobre, abandonado y mal comunicado.
La gente, con una gran dosis de indiferencia religiosa y mucha desconfianza recibe a ese cura “raro”, pobremente vestido, delgado y tímido. Sin embargo, a fuerza de paciencia y mucha caridad, logra hacerse con los parroquianos. Sus reiteradas exhortaciones logran desarraigar las malas costumbres adquiridas: las tabernas, el juego, los bailes, el trabajo dominical, las blasfemias. Todos van claudicando ante la santidad del cura. Hay, por supuesto, calumnias y persecuciones, pero todo lo vence el amor. Su fama se extiende y gentes de todos los lugares quieren conocer a ese cura que apenas come, apenas duerme y que pasa infinitas horas en el confesionario, atendiendo a todos. Para darnos un poco de idea como era su vida esbozamos el breve horario a que él mismo se sometía. A primeras horas de la madrugada se levantaba a hacer oración para estar sentado al confesonario al despuntar el alba, a continuación, venia la celebración de la misa y terminada ésta atiende a los peregrinos. A las diez de la mañana después de haber rezado el breviario, vuelve al confesonario y a media mañana se emplea en la catequesis, concluida la cual se dirige a casa para tomar una frugal comida. Comienza la jornada de la tarde con el rezo de Vísperas y Completas y vuelta al confesonario hasta la noche en que se retira a descansar sobre una tabla, no sin antes haber completado el oficio divino y el rezo del breviario. Lo que se dice una total entrega a la parroquia. Aparte de todo esto, se sometía a unas austeras penitencias, teniendo que bregar con el demonio quien le presenta duras batallas, que a veces adquieren caracteres dramáticos, de las que siempre sale victorioso y por mucho que el maligno lo intenta no consigue doblegarle.
En vista de los resultados obtenidos, tratan de darle otro destino mejor, pero el pueblo se amotina y el obispo tiene que desistir. Él mismo, ante esa avalancha de gentes que acuden todos los días a Ars, intenta “escaparse” clandestinamente un par de veces, pero le están espiando y le vuelven a traer. Al final, viejo, cansado y enfermo, llegó el día en que ya no pudo aguantar el horario a que se había sometido. La noche del viernes 29 de julio de 1859 se sintió mal y ya no levantaría cabeza. El 4 de agosto de 1859, a los 73 años, fallecía este cura bueno querido por todos. Se cumplió, por fin, lo que él decía muchas veces y a lo que él aspiraba: “Dios mío, cómo me pesa el tiempo con los pecadores ¿cuándo estaré con los santos?”
Reflexión desde el contexto actual:
Quién iba a decir que aquel rudo muchacho de pueblo, que a duras penas conseguía aprender el latín y las altas consideraciones de la Moral y la Teología, llegaría a resplandecer como el patrono de todos los curas del mundo. A partir de aquí ya caben pocas dudas de que puede hacer más bien a las almas un sacerdote humilde y santo, que otro que tenga grandes títulos. El Papa Juan Pablo II le colocaba como modelo a seguir por todos los párrocos del mundo, cuando dijo «el Cura de Ars sigue siendo para todos los países, un modelo sin igual, a la vez del cumplimiento del ministerio y de la santidad del ministro». Al párroco de Ars le vemos como un ejemplo convincente de que lo único verdaderamente importante en nuestra vida es ser santo.