Un santo para cada día: 8 de enero S. Lorenzo Justiniano. (El primer patriarca de Venecia)
Si Lorenzo Justiniano pudo ser ejemplo a seguir para Juan XXIII, mucho más lo puede ser para el simple cristiano de a pie. Aparte de su vida modélica nos dejó un tratado de vida espiritual casi a la altura de los textos medievales de Gerson o de Tomás Kempis
Venecia en los albores del Renacimiento se mostraba radiante como lo puede estar hoy. Las góndolas navegaban por sus 150 canales, perdiéndose entre palacios y edificios majestuosos. Sus gentes caminaban sosegadamente por encima de los puentes que mantienen unidas las 122 islas de las se compone este bellísimo archipiélago, pero flotando en el ambiente había una cierta sensación de indecisión e incertidumbre, motivada por el gran cisma de Occidente, que iba a dar lugar a una cristiandad dividida, en la que tres papas, Gregorio XII, Benedicto XIII y Juan XXIII se arrogarían para sí el título legítimo de ser el sucesor de Pedro. Entre tanto la vida palaciega seguía su curso. Las familias ilustres de Venecia eran los protagonistas de la vida social y pocas entre todas ellas con un pasado tan noble como el de la familia de los justinianos, descendientes de los emperadores de Bizancio que veían como su historial tan glorioso se incrementaba con la venida al mundo de Lorenzo el 1 de julio de 1381, exactamente el mismo día en que se celebraba en Venecia la liberación del dominio genovés. Querina, su madre, al saber que había dado a luz un hijo, no pudo contener su impulso patriótico y dijo: “Dios y Señor mío, disponed que este niño sea un día el sustento de nuestro país, y el terror de sus enemigos”. No sabía ella que el niño que tenía entre sus brazos iba a ser, bastante más de lo que ella podía imaginar.
En palabras de su biógrafo “Nada más bello, nada más amable que él“ y para Juan XXIII, el Papa Bueno, sucesor suyo en Venecia, Lorenzo fue ejemplo de gobierno eclesiástico y patrón de su pontificado. Un hombre que hizo muchas cosas y todas las hizo bien; pero tuvo que crecer y hacerse mayor sin contar con el apoyo de su padre el noble Bernardo Giustiniani que murió cuando él era todavía un niño. Le quedó no obstante su madre, mujer valerosa que supo afrontar la situación familiar con firmeza, entregándose por entero a la educación de sus hijos. La fe y las virtudes cristianas tenían lugar preferente en el hogar de Querina y habría de ser Lorenzo el que con gran solicitud aprendiera y asimilara los sabios consejos maternales. En una cosa no habría de hacerla caso, los planes maternales de casarle con una joven de alta alcurnia, fueron rechazados por su hijo.
A la edad de 19 años va a tener lugar un acontecimiento trascendental en la vida de este joven. Un día le pareció tener una visión que el mismo nos cuenta: “Era yo entonces como todos. Con ardor apasionado buscaba la paz en las cosas exteriores, sin poder encontrarla. Hasta que un día se me apareció una virgen más brillante que el sol, cuyo nombre yo desconocía y acercándose a mí, me dijo con dulce palabra y rostro sonriente: Oh joven amable ¿Por qué derramas tu corazón en tantas cosas inútiles? Lo que buscas tú tan desatinadamente te lo prometo yo, si quieres tomarme por esposa. Preguntele por su nombre y por su alcurnia y ella me dijo que era la sabiduría de Dios. Le di mi palabra sin vacilación alguna y después de abrazarnos, desapreció”. A partir de aquí Lorenzo sería otro. Abandona el mundo y por consejo de un clérigo tío suyo, se encierra en un monasterio de canónigos junto a otros compañeros nobles y buscadores de Dios como él. Allí se ordenaría sacerdote a los 26 años para dedicarse al apostolado entre sus paisanos, dando ejemplo de austeridad y pobreza, pordioseando por las puertas. Un allegado suyo nos cuenta que jamás entraba en la casa de su madre o hermanos, se limitaba a quedarse en la puerta y pedir un trozo de pan. Su madre había dado orden de que le llenaran las alforjas, sin que él se diera cuenta; pero nunca consintió que le dieran más de dos panes. Al morir su madre estuvo junto a ella asistiéndola con infinita ternura filial.
Un día tuvo que despojarse del saco que vestía y abandonar su vida de mendigo para atender a los cargos que iban cayendo sobre él. En 1413 Prior general de La Congregación de S. Jorge, en 1433 obispo de Castelo y en 1451 primer patriarca de Venecia, donde ejerció su misión pastoral de forma modélica en unos tiempos de relajamiento, en los que según santa Catalina de Siena existían tres llagas lacerantes en la Iglesia, la avaricia, la lujuria y el orgullo; en contraposición a estos vicios estaban la generosidad, castidad y la modestia, virtudes todas ellas en las que Justiniano sobresalió. Austeridad en el palacio, frugalidad en las comidas, sencillez en el trato amor y caridad en todo y para todos. Su biógrafo nos dice que quienes le trataban salían con el alma llena de gozo y de paz, diríase que más que un hombre era un ángel que supo ser austero sin dejar de ser amable, siendo capaz de conjugar la prudencia humana con la ciencia divina. Sin ser un gran teólogo, supo penetrar en los misterios sagrados a través de la experiencia personal por lo que pudo escribir libros de espiritualidad verdaderamente encomiables. Trabajando en uno de ellos “Libro de los grados de perfección” le sorprendió la muerte un 8 de enero el año 1456,
Reflexión dese el contexto actual:
Si Lorenzo Justiniano pudo ser ejemplo a seguir para Juan XXIII, mucho más lo puede ser para el simple cristiano de a pie. Aparte de su vida modélica nos dejó un tratado de vida espiritual casi a la altura de los textos medievales de Gerson o de Tomás Kempis. Como expresión de su intensa vida mística nos quedamos con esta frase que, referida a los hombres endiosados del siglo XXI, puede venirnos como anillo al dedo: “La verdadera ciencia consiste en saber dos cosas: que Dios es todo y que el hombre es nada”.