La vida está llena de sorpresas y cuando menos te lo esperas un acontecimiento con el no contabas te descoloca, te hace reflexionar y comienzas a ver la vida de otra manera. La providencia de Dios gravita sobre todo cuanto acontece, nada sucede sin que haya detrás una razón que lo explica. Los humanos hablamos de casualidades y decimos que las cosas suceden porque suceden, lo que en realidad hay por parte nuestra no es otra cosa que ignorancia, porque desconocemos los hilos que mueven el tinglado, pero para Dios todo tiene sentido y sabe muy bien por qué sucede todo lo que sucede. En la vida de Rafaela, como en la vida de cualquier humano,  también existió un acontecimiento con el que no se contaba y a partir de aquí la vida de esta mujer iba a cambiar de rumbo.

Nace Rafaela  el 1 de marzo de 1850 en Pedro Abad (Córdoba). Sus padres se llamaban Ildefonso Porras y de Rafaela Ayllón, que llegaron a tener  13 hijos. La familia  Porras Ayllón era una familia de terratenientes bien acomodada. La infancia de Dolores se desarrolló dentro de la normalidad, donde hubo alegrías y tristezas, risas y llantos como suele suceder en todas las familias. Cuando tenía solo cuatro años se desató una epidemia  del cólera en la comarca, que acabaría con la vida de su padre, fue la nota  más negra en su infancia, pero con la ayuda de su madre y sus hermanos mayores  logró superarlo, al tiempo que realizaba los primeros estudios. Llegada la juventud comienza a frecuentar Cádiz y Madrid,  de la mano de su hermana mayor  que la acompaña  en la puesta de largo en sociedad. Muchacha atractiva, afable, educada, de clase bien,  comienza a frecuentar los teatros, los foros y las tertulias entre amigos de su rango. Se la ve  desenvolviéndose en ambientes distinguidos en Córdoba o en Madrid, como cualquier otra joven de su condición, pero en su interior bullía un sentimiento que la mantenía unida a Jesús, al que un 25 de marzo de 1865  le prometió que siempre sería de Él. Todo siguió sin grandes cambios en la familia, hasta que un día sucedió algo inesperado y trágico como fue la muerte de Dª Rafaela.

La joven  se encontraba sola con su madre, según su propio testimonio, ella fue quien la cerró los ojos cuando tenía 18 años y cogida  de su mano prometió al Señor no poner afecto en criatura alguna. Se le abrieron los ojos del alma y no dejaba de preguntarse  y ¿Yo para qué nací? De pronto se encontró con que no sabía qué hacer, vio que estaba sola, vacía y que ya nada tenía sentido; acababa de perder la razón de su vida, porque su madre lo era todo para ella. A partir de esta experiencia crucial ya nada volvió a ser lo mismo, su existencia iba a dar un giro de 180 grados. Este acontecimiento a partir de ahora  la va a marcar para siempre. Rafaela y su hermana se consuelan mutuamente de la pérdida  irreparable y en sus corazones va madurando una determinación:   “Bastante tiempo hemos sido servidas,  se dicen, hora es de que sirvamos a los pobres por amor de Dios”. Después de cuatro intensos años de vacilaciones y lucha, sintiéndose incomprendidas por sus familiares más directos, deciden hacerse religiosas   e ingresar en  el Instituto de María Reparadora en Córdoba.  Estando en este convento y con la ayuda de  Zeferino González, las dos hermanas  fundaron el Instituto de Adoratrices del Santísimo Sacramento e Hijas de María Inmaculada, tal sería el origen de la congregación por  ellas fundada y que habría de ser reconocido y aprobado  en 1887 por el Papa León XIII con el nombre de  la Congregación de Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, de la que Rafaela fue nombrada superiora General en 1887. Los logros conseguidos hasta ahora eran motivo suficiente como  para mirar el futuro con optimismo,  pero el camino que faltaba por recorrer iba a ser duro.

En el seno de la congregación comenzaron a surgir desavenencias, unas veían las cosas de una manera y otras religiosas de la congregación las veían de otra. La M. Rafaela no era de las que a toda costa tratara de imponer a las demás sus puntos de vista, que dicho sea de paso no eran aceptados de buen grado por sus más estrechas colaboradoras, entre las que se encontraba su propia hermana Pilar co-fundadora . Naturalmente esto era motivo de un sufrimiento interior atroz para la Superiora General de temperamento pacífico, que lo único que buscaba era concordia entre todas las hermanas “aunque me costase a mí la vida”. En este estado de tensión constante, que ella misma lo califica de auténtico martirio, no podía continuar. Había pues que elegir entre dos alternativas: una hacer valer su condición de superiora o renunciar al cargo y que fueran otras las que marcaran la ruta a seguir. Rafaela  elige la segunda opción, después de haber considerado humildemente qué sería lo mejor para la naciente Congregación.

La M. Rafaela había escogido el  escarpado camino de la renuncia personal, pensando en el bien de la Congregación. El viernes  de Marzo de 1893 firmaba la renuncia al cargo y la Santa Sede se lo admitía.  Comenzaba desde ahora una nueva vida  de olvido y  de silencio, a partir de ahora solo se tenía que preocuparse  por ser santa. “Si logro ser Santa, decía, hago más por la congregación, por las hermanas y por el prójimo que si estuviera empleada en los oficios más apostólicos”. En esta idea viviría silenciosamente la sierva de Dios el resto de su vida en Roma, hasta que  un 6 de Enero de 1925, hacia las seis de la tarde,  dulcemente  exhalaba su último suspiro.

Reflexión desde el contexto actual.

La M. Rafaela no solamente nos dejó una Congregación entregada a remediar las necesidades de los más  pobres,  sino que a través de su experiencia personal  nos muestra cómo los acontecimientos cruciales  pueden ser  aprovechados  para reorientar la propia vida.