Un santo para cada día: 10 de marzo Sta. Ma. Eugenia de Jesús Milleret. (Intrépida fundadora y pedagoga insigne)
Nos encontramos en la primera mitad del siglo XIX, tiempos nuevos que piden una renovación social. Tras la caída de Napoleón en 1814, Francia tiene que deshacer el camino andado para volver a la monarquía, devolviendo los aliados el trono francés a los Borbones. Es el periodo conocido como el de la Restauración, que habría de caracterizarse por una profunda trasformación de la vida política y social. Son tiempos en los que soplan vientos de cambio s social y M. Eugenia no va a mostrarse ajena a este espíritu de renovación. Fiel a las exigencias de su época, a la que se entregó con todas sus fuerzas, quiso estar presente ya desde los albores en la instauración de una cultura, que habría de ser presidida por el cientificismo y la industria, sin tener que renunciar por ello a los valores tradicionales de una cultura milenaria. El ambiente familiar que le tocó respirar era liberaloide, muy en consonancia con la época, pero a medida que maduraba se fue dejando impregnar del espíritu cristiano.
La preciosa ciudad de Metz, al noroeste de Francia, fue la tierra que la vio nacer en el 1817. Su padre el Sr Milleret era uno de esos volterianos recalcitrantes y su madre una mujer seria, que supo inculcar en su hija el aprecio por la libertad y dotarle del sentido de la responsabilidad y aunque su educación no fuera específicamente cristiana estuvo presidida por unos valores encomiables, como la bondad, generosidad, rectitud y humildad, que ya quisieran para sí muchos católicos, como ella misma reconociera en alguna ocasión. Si bien el ambiente familiar no era muy propicio a los sentimientos y prácticas religiosas, la pequeña Eugenia asistía a misa los domingos y mantenía a flote un tipo de religiosidad más convencional que comprometida, pero con el tiempo habría de ir madurando a partir de dos acontecimientos muy significativos en su vida; uno de ellos fue su primera comunión realizada tardíamente, el día de Navidad de 1829, por lo tanto cuando ya era una adolescente de 15 años, después de haber sido testigo de diversos traumas familiares, como por ejemplo la dolorosa separación de sus padres. La experiencia religiosa del primer encuentro sacramental con Cristo la dejaría marcada y supondría para ella una vivencia mística que no habría de olvidar jamás.
El otro acontecimiento importante en su vida, religiosamente hablando, habría de ser su encuentro con el padre Lacordaire en plena adolescencia. Conocía, sí, los rudimentos del cristianismo, pero con muchas lagunas, ella misma era consciente de su ignorancia religiosa, que a partir de este encuentro había de ir remitiendo para dar paso a una sólida instrucción religiosa, “Mi vocación empezó en Notre-Dame”, nos dirá, después de haber oído hablar al famoso predicador en la Cuaresma de 1836. Mª Eugenia tuvo el privilegio de toparse en el camino no solo con el padre Lacordaire, sino con otros maestros espirituales experimentados, como el P Lammenais, Montalembert y sobre todo con sus amigos del alma el P. Combalot y el P. d´Alzón, que tanto la ayudarían a crecer espiritualmente.
Primeramente el P. Combalot la convenció de que su vocación estaba en la enseñanza, a la que habría de entregarse con toda su alma, tratando de inculcar en las jóvenes unos valores auténticamente cristianos, que llevaban la marca de la espiritualidad de S. Francisco de Sales y que había sido asimilada durante el tiempo que permaneció en el convento de la Visitación de La-Cote-Saint-André. A partir de aquí su compromiso con la educación la va a acompañar siempre, porque si de algo estaba convencida esta santa pedagoga era de que la renovación familiar y social solo se podría conseguir a través de la educación en un país como Francia, donde, en este crítico momento, la ignorancia religiosa era grande y los valores cristianos brillaban por su ausencia, pero claro está una empresa restauradora de esta dimensiones no podía ser obra de una persona sola, había que pensar en una Comunidad que hiciera posible este compromiso apostólico y así fue .
En abril de 1839 comienzan la andadura de un hermoso sueño, dos jóvenes se unen y comparten un pequeño apartamento y desde allí inician la aventura; en octubre ya serian cuatro y el grupo no dejaría de crecer y prepararse en las ciencias sagradas sobre todo en Teología y Sagradas Escrituras. Las piadosas jóvenes se van convirtiendo en capacitadas profesoras y educadoras, en consonancia con las exigencias de los tiempos. Con mucho sacrificio, en 1841 abren la primera escuela a la que seguirían muchas más, con la clara intencionalidad de trasmitir los valores cristianos, sin renunciar a las exigencias de una época dominada por las ansias de saber y de producir. Se trataba de hacer compatibles los valores evangélicos con los valores propios de la época.
Nuevamente en la vida de Eugenia se va a cruzar un hombre providencial. En octubre de 1883 conoce al P. d`Alzón que va a ser piedra clave en la fundación de las Asuncionistas; a él permanecerá unida trabajando codo a codo durante 40 años. Ambos cofundadores se complementaban y se ayudaban mutuamente. A la muerte de quien lo había sido todo para ella, supo hacer frente a la pesada carga hasta ver plenamente cumplidos sus anhelos, con la aprobación definitiva por Roma de las Constituciones de la Asunción el 11 de abril de 1888. La fundación seguía expandiéndose por Francia, Inglaterra, España, Italia, Filipinas, y América Latina, en cambio sus fuerzas iban disminuyendo hasta el momento de no poder soportar la pesada carga. Consciente de su estado de debilidad, efecto de los años y la enfermedad, se vio obligada a dejarlo todo para vivir la intimidad con Dios. “Solo me queda ser buena” decía. El 10 de marzo de 1898 después de haberlo dado todo por una Iglesia reconstruida, moría santamente esta fundadora intrépida.
Reflexión desde el contexto actual.
En Ma. Eugenia de Millaret es preciso reconocer a una persona que se adelantó a su tiempo y supo ver que el cristianismo no está reñido con los humanismos, siendo preciso aprovechar todo lo bueno, venga de donde venga, e integrarlo en la cultura cristiana. Supo ver con claridad meridiana que lo antiguo se puede complementar y enriquecer con nuevas adquisiciones y sobre todo supo llevar a la práctica algo que los cristianos de hoy todavía no hemos conseguido y es impregnar de espíritu evangélico nuestras escuelas y universidades. Amó apasionadamente a su tiempo y participó en la construcción de su historia porque como ella bien decía: “¡Todo viene de Él, todo es pues de Él y debe volver a Él!”.