"Porque la Iglesia no se programa, y los proyectos de renovación no bastan" El Papa asegura que es el Espíritu el que "rejuvenece a la Iglesia" y la convierte en "casa acogedora sin muros divisorios"
"Él nos enseña por dónde empezar, qué caminos tomar y cómo caminar...Él es quien nos hace sentir amados y nos enseña a amar. Él es el “motor” de nuestra vida espiritual"
"Aunque hayas perdido la confianza en ti mismo, Dios confía en ti...es importante saber discernir su voz de la del espíritu del mal"
"El Espíritu Santo, que te corrige a lo largo del camino, nunca te deja tirado en el suelo, sino que siempre te toma de la mano, te consuela y te alienta"
"El maligno, que fomenta las cosas dichas a las espaldas, las habladurías y los chismorreos! Los chimes destruyen la identidad de las personas"
"El Espíritu Santo, que te corrige a lo largo del camino, nunca te deja tirado en el suelo, sino que siempre te toma de la mano, te consuela y te alienta"
"El maligno, que fomenta las cosas dichas a las espaldas, las habladurías y los chismorreos! Los chimes destruyen la identidad de las personas"
Solemne misa de Pentecostés en la Basílica de San Pedro, presidida por el cardenal Re, decano del colegio cardenalicio, con presencia del Papa Francisco, que pronunció la homilía desde su ya habitual silla de ruedas. En ella, Francisco recordó que el Espíritu “nos enseña por dónde empezar, qué caminos tomar y cómo caminar". De ahí la importancia de "saber discernir su voz de la del espíritu del mal". Porque, mientras "el Espíritu Santo, que te corrige a lo largo del camino, nunca te deja tirado en el suelo, sino que siempre te toma de la mano, te consuela y te alienta", en cambio "l maligno fomenta las cosas dichas a las espaldas, las habladurías y los chismorreos". Y, una vez más, Bergoglio advirtió que "los chimes destruyen la identidad de las personas".
Homilía del Papa en la misa de Pentecostés
En la frase final del Evangelio que hemos escuchado, Jesús hace una afirmación que nos da esperanza y al mismo tiempo nos lleva a reflexionar. Dice a los discípulos: «El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho» (Jn 14,26). Nos impacta ese “todo”, y nos preguntamos, ¿en qué sentido el Espíritu da esta comprensión nueva y plena a quienes lo reciben? No es una cuestión de cantidad, Dios no quiere convertirnos en enciclopedias o en eruditos. No. Es una cuestión de calidad, de perspectiva. El Espíritu nos hace ver todo de un modo nuevo, según la mirada de Jesús. Yo lo diría de esta manera: en el gran viaje de la vida, Él nos enseña por dónde empezar, qué caminos tomar y cómo caminar.
En primer lugar, por dónde empezar. El Espíritu, en efecto, nos indica el punto de partida de la vida espiritual. ¿Cuál es? Jesús habla de ello en el primer versículo de hoy, cuando dice: «Si me aman, cumplirán mis mandamientos» (v. 15). Si me aman, cumplirán; esta es la lógica del Espíritu. Nosotros a menudo pensamos al revés: si cumplimos, amamos. Estamos acostumbrados a pensar que el amor proceda esencialmente de nuestro cumplimiento, talento y religiosidad. En cambio, el Espíritu nos recuerda que, sin el amor en el centro, todo lo demás es vano. Y que este amor no nace tanto de nuestras capacidades, sino que es un don suyo. El Espíritu de amor es el que nos infunde el amor, Él es quien nos hace sentir amados y nos enseña a amar. Él es el “motor” de nuestra vida espiritual.
Él mismo nos lo recuerda, porque es la memoria de Dios, Aquel que nos recuerda todas las palabras de Jesús (cf. v. 26). El Espíritu Santo es una memoria activa, que enciende y reaviva el amor de Dios en nuestro corazón. Hemos experimentado su presencia en el perdón de los pecados, cuando nos hemos sentido llenos de su paz, de su libertad y de su consolación.
Alimentar esta memoria espiritual es esencial. Siempre recordamos lo que va mal, con frecuencia resuena en nosotros esa voz que nos recuerda los fracasos y las deficiencias, que nos dice: “Ves, otra caída, otra desilusión, nunca lo conseguirás, no eres capaz”. El Espíritu Santo, en cambio, nos recuerda todo lo contrario: “Eres hijo, eres hija de Dios, eres una criatura única, elegida, preciosa, siempre amada; aunque hayas perdido la confianza en ti mismo, Dios confía en ti”.
Sin embargo, tú podrías objetar: son sólo bonitas palabras; yo tengo muchos problemas, heridas y preocupaciones que no se resuelven con consuelos fáciles. Pues bien, es precisamente ahí que el Espíritu pide poder entrar. Porque Él, el Consolador, es espíritu de sanación y de resurrección, y puede transformar esas heridas que te queman por dentro. Él nos enseña a no suprimir los recuerdos de las personas y de las situaciones que nos han hecho mal, sino a dejarlos habitar por su presencia. Así hizo con los Apóstoles y con sus fallas. Habían abandonado a Jesús antes de la Pasión, Pedro lo había negado, Pablo había perseguido a los cristianos. ¡Cuántos errores, cuántos sentimientos de culpa! Por sí mismos no podían encontrar una salida. Solos no; con el Consolador sí.
Porque el Espíritu sana los recuerdos. ¿Cómo? Dándole importancia a lo que cuenta, es decir, el recuerdo del amor de Dios y su mirada sobre nosotros. De este modo pone orden en la vida; nos enseña a acogernos, a perdonarnos a nosotros mismos y a reconciliarnos con el pasado. A volver a empezar.
El Espíritu no sólo nos recuerda por dónde empezar, sino que también nos enseña qué caminos tomar. Nos lo dice la segunda Lectura, donde san Pablo explica que «quienes se dejan conducir por el Espíritu de Dios» (Rm 8,14) caminan «según el Espíritu y no según la carne» (v. 4). En otras palabras, el Espíritu, frente a las encrucijadas de la existencia, nos sugiere el mejor camino a recorrer. Por eso es importante saber discernir su voz de la del espíritu del mal.
Pongamos algunos ejemplos: el Espíritu Santo nunca te dirá que en tu camino va todo bien. No, te corrige, te lleva también a llorar por los pecados, y te anima a cambiar, a combatir contra tus falsedades e hipocresías, aun cuando eso implique esfuerzo, lucha interior y sacrificio. El mal espíritu, en cambio, te empuja a hacer siempre lo que tú quieras y te guste; te lleva a creer que tienes derecho a usar tu libertad como te parezca. Pero después, cuando te quedas vacío interiormente, te acusa y te tira al suelo. El Espíritu Santo, que te corrige a lo largo del camino, nunca te deja tirado en el suelo, sino que siempre te toma de la mano, te consuela y te alienta.
Cuando veas que la amargura, el pesimismo y los pensamientos tristes se agitan dentro de ti, es bueno saber que eso nunca viene del Espíritu Santo, sino que viene del mal, que se siente cómodo en la negatividad y usa a menudo esta estrategia: alimenta la impaciencia, el victimismo, hace sentir la necesidad de autocompadecernos y de reaccionar a los problemas criticando, y echando toda la culpa a los demás. Nos vuelve nerviosos, desconfiados y quejosos. El Espíritu Santo, por el contrario, nos invita a no perder nunca la confianza y a volver a empezar siempre. ¿Cómo? Haciendo que tomemos la iniciativa, sin esperar que sea otro el que comience. Y luego, llevando esperanza y alegría a quienes encontremos, no quejas; no envidiando nunca a los demás, sino alegrándonos por sus éxitos. La envidia es la puerta por la que entra el diablo en el mundo.
Además, el Espíritu Santo es concreto, no idealista; quiere que nos concentremos en el aquí y ahora, porque el sitio donde estamos y el tiempo en que vivimos son los lugares de la gracia. El espíritu del mal, en cambio, quiere distraernos del aquí y del ahora, y llevarnos con la cabeza a otra parte. Con frecuencia nos ancla en el pasado, en los remordimientos, en las nostalgias y en aquello que la vida no nos ha dado; o bien nos proyecta hacia el futuro, alimentando temores, miedos, ilusiones y falsas esperanzas. El Espíritu Santo, en cambio, nos lleva a amar el aquí y el ahora, no un mundo ideal, ni una Iglesia ideal, sino la realidad, a la luz del sol, en la transparencia y la sencillez. ¡Qué diferencia con el maligno, que fomenta las cosas dichas a las espaldas, las habladurías y los chismorreos! Los chimes destruyen la identidad de las personas.
El Espíritu nos quiere juntos, nos funda como Iglesia y hoy —tercer y último aspecto— enseña a la Iglesia cómo caminar. Los discípulos estaban escondidos en el cenáculo, después el Espíritu descendió e hizo que salieran. Sin el Espíritu estaban encerrados en ellos mismos, con el Espíritu se abrieron a todos. En cada época, el Espíritu le da vuelta a nuestros esquemas y nos abre a su novedad; siempre enseña a la Iglesia la necesidad vital de salir, la exigencia fisiológica de anunciar, de no quedarse encerrada en sí misma, de no ser un rebaño que refuerza el recinto, sino un prado abierto para que todos puedan alimentarse de la belleza de Dios, una casa acogedora sin muros divisorios.
El Espíritu mundano nos presiona para que sólo nos concentremos en nuestros problemas e intereses, en la necesidad de ser relevantes, en la defensa tenaz de nuestras pertenencias nacionales y de grupo. El Espíritu Santo no. Él nos invita a olvidarnos de nosotros mismos y a abrirnos a todos. Y así rejuvenece a la Iglesia. Pero pongamos atención, es Él quien la rejuvenece, no nosotros. Porque la Iglesia no se programa, y los proyectos de renovación no bastan. El Espíritu nos libera de obsesionarnos con las urgencias, y nos invita a recorrer caminos antiguos y siempre nuevos, los del testimonio, la pobreza y la misión, para liberarnos de nosotros mismos y enviarnos al mundo. Hay alo curioso: El Espíritu es el autor de la división, del caos, de un cierto desorden. Pero, al mimso tiempo es el autor de la armonía.
Hermanos y hermanas, entremos en la escuela del Espíritu Santo, para que nos enseñe todo. Invoquémoslo cada día, para que nos recuerde que debemos partir siempre de la mirada de Dios sobre nosotros, tomar decisiones escuchando su voz, y caminar juntos, como Iglesia, dóciles a Él y abiertos al mundo.
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