"El Mentiroso busca mundanizar a los seguidores de Cristo y hacerlos inocuos" Papa: "El estupor es el termómetro de nuestra vida espiritual. ¿Eres capaz todavía de sentirlo?"
"Que podamos salir de esta celebración, y de esta convocación cardenalicia, más capaces de 'anunciar a todos los pueblos las maravillas del Señor'"
"Todos, los primeros y los últimos, estamos destinados, gracias a la obra del Espíritu Santo, a ser alabanza para la gloria de Dios"
"Este estupor es una vía de salvación. Que Dios lo conserve siempre vivo en nosotros, porque eso nos libera de la tentación de sentirnos 'a la altura'"
"Un ministro de la Iglesia es alguien que sabe maravillarse ante el designio de Dios"
"Este estupor es una vía de salvación. Que Dios lo conserve siempre vivo en nosotros, porque eso nos libera de la tentación de sentirnos 'a la altura'"
"Un ministro de la Iglesia es alguien que sabe maravillarse ante el designio de Dios"
La basílica de San Pedro bañada de color verde de los cardenales y demás concelebrantes. Y, en un lado, la silueta también con capa verde del Papa Francisco, que asiste en su sede. Misa solemne de clausura del consistorio extraordinario, copresidida por el cardenal Re, decano del colegio cardenalicio. El Papa con su Senado intenta mantener la primavera de sus reformas, asociándolos al cambio de estructura eclesial. Para volver al Vaticano II y pasar de la pirámide al círculo o, como a él le gusta decir, al poliedro de una Iglesia sinodal, en la que laicos y mujeres consigan la ansiada paridad.
Para conseguirlo, el Papa sabe que tiene que contar con las bases y con la cúpula, empezando por la cardenalicia. Y, por eso, quiere hacerles cómplices de sus reformas, apelando nada menos que al fuego del Espíritu y al estupor por haber sido asociados a los designios y a la misión de Dios. “Un ministro de la Iglesia es alguien que sabe maravillarse ante el designio de Dios”.
Según el Papa, “el estupor es una vía de salvación”. Por eso el Papa ruega: “ Que Dios lo conserve siempre vivo en nosotros, porque eso nos libera de la tentación de sentirnos “a la altura”, de alimentar la falsa seguridad de que la situación actual es en realidad distinta a la de aquellos comienzos, y de que hoy la Iglesia es grande, es sólida, y nosotros estamos colocados en los grados eminentes de su jerarquía”.
Por eso, mientras “el Mentiroso busca mundanizar a los seguidores de Cristo y hacerlos inocuos”, el Papa pide a sus cardenales que salgan de esta convocatoria “más capaces de “anunciar a todos los pueblos las maravillas del Señor”. Es decir, que vuelvan a las puertas abiertas del Concilio y, sobre todo, del Evangelio.
Homilía del Papa
Las lecturas de esta celebración —propias del formulario “por la Iglesia”— nos presentan un doble estupor: el de Pablo ante el designio de salvación de Dios (cf. Ef 1,3-14) y el de los discípulos —entre los cuales está también el mismo Mateo— en el encuentro con Jesús resucitado, que los envía a la misión (cf. Mt 28,16-20). Adentrémonos en estos dos escenarios, donde sopla con fuerza el viento del Espíritu Santo, de modo que podamos salir de esta celebración, y de esta convocación cardenalicia, más capaces de “anunciar a todos los pueblos las maravillas del Señor” (cf. Salmo responsorial).
El himno con el que comienza la Carta a los Efesios surge de la contemplación del proyecto salvífico de Dios en la historia. Así como permanecemos encantados frente al universo que nos rodea, de la misma manera nos invade el estupor considerando la historia de la salvación. Y si en el cosmos cada cosa se mueve o está quieta según la intangible fuerza de gravedad, en el designio de Dios a través de los tiempos todo encuentra su origen, existencia, meta y fin en Cristo.
En el himno paulino, esta expresión —«en Cristo» o «en Él»— es el eje que rige todas las etapas de la historia de la salvación: en Cristo hemos sido bendecidos antes de la creación; en Él hemos sido llamados; en Él hemos sido redimidos; en Él toda criatura es conducida nuevamente a la unidad, y todos, los cercanos y los alejados, los primeros y los últimos, estamos destinados, gracias a la obra del Espíritu Santo, a ser alabanza para la gloria de Dios.
Frente a este designio, nos corresponde —como dice la liturgia— aclamar al Señor «que merece la alabanza» (Responsorio Laudes lunes IV semana): alabanza, bendición, adoración y gratitud que reconoce la obra de Dios. Una alabanza que vive de estupor, y está preservada del riesgo de caer en la rutina siempre que se inspire en la maravilla, siempre que se alimente de esta actitud fundamental del corazón y del espíritu: el estupor. Os quisiera preguntar a todos y cada uno: ¿Cómo va tu estupor? ¿LO sientes o has olvidado lo que significa?
Por tanto, este es el clima que respiramos adentrándonos en el escenario del himno paulino. Si después entramos en el breve pero denso relato evangélico, si junto con los discípulos respondemos a la llamada del Señor y nos dirigimos a Galilea(cada uno de nosotros tiene su propia Galilia), al monte que Él había indicado, experimentaremos un nuevo estupor. Esta vez, lo que nos maravilla no es el plan de salvación en sí mismo, sino el hecho —aún más sorprendente— de que Dios nos involucre en este designio suyo. Es la realidad de la misión de los apóstoles con Cristo resucitado. En efecto, apenas podemos imaginar el estado de ánimo con el que los «once discípulos» escucharon esas palabras del Señor: «Vayan […] hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado» (Mt 28,19-20); y después la promesa final que infunde esperanza (hoy hemos hablado de la esperanza) y consuelo: «Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo» (v. 20).
Estas palabras del Resucitado tienen aún, a dos mil años de distancia, la fuerza de hacer vibrar nuestros corazones a dos mil años de distancia. No termina de asombrarnos la insondable decisión divina de evangelizar el mundo a partir de ese insignificante grupo de discípulos, que —como advierte el evangelista— todavía dudaban (cf. v. 17). Pero, en definitiva, no es distinta la maravilla que nos causa si nos miramos a nosotros mismos, reunidos hoy aquí, a quienes el Señor ha repetido las mismas palabras, el mismo envío.
Hermanos, este estupor es una vía de salvación. Que Dios lo conserve siempre vivo en nosotros, porque eso nos libera de la tentación de sentirnos “a la altura”, de alimentar la falsa seguridad de que la situación actual es en realidad distinta a la de aquellos comienzos, y de que hoy la Iglesia es grande, es sólida, y nosotros estamos colocados en los grados eminentes de su jerarquía. Nos llaman Eminencias. Sí, hay algo de cierto en esto, pero también hay mucho de engaño, con el que el Mentiroso busca mundanizar a los seguidores de Cristo y hacerlos inocuos. S la tentación de la mundanidad, que, paso a paso, te quita la esperanza. Es el cáncer de la mundanidad espiritual.
En verdad, la Palabra de Dios hoy despierta en nosotros el estupor de estar en la Iglesia, de ser Iglesia. Y es esto lo que vuelve atrayente la comunidad de los creyentes, en primer lugar para ellos mismos y después para todos los demás: el doble misterio de ser bendecidos en Cristo y de ir con Cristo por el mundo. Tal estupor no disminuye en nosotros con el pasar de los años, no decae con el aumento de nuestras responsabilidades en la Iglesia. Gracias a Dios no. Se refuerza, se profundiza. Estoy seguro de que es así también para ustedes, queridos hermanos, que han entrado a formar parte del Colegio de los Cardenales.
Y nos da alegría el hecho de que este sentimiento de gratitud nos une a todos, a todos nosotros bautizados. Debemos estar muy agradecidos al Papa san Pablo VI, que ha sabido transmitirnos ese amor por la Iglesia, un amor que es ante todo gratitud, maravilla agradecida por su misterio y por el don no sólo de habernos admitido, sino de habernos implicado, hecho partícipes, es más, de hacernos corresponsables.
En el Prólogo de la Encíclica Ecclesiam suam —que fue programática, escrita durante el Concilio— el primer pensamiento que anima al Papa es —cito— «que ésta es la hora en que la Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, […] de su propio origen, de su propia naturaleza, de su propia misión»; y hace referencia precisamente a la Carta a los Efesios, a «“la dispensación del misterio escondido por siglos en Dios... a fin de que venga a ser conocida... a través de la Iglesia” (Ef 3,9-10)».
Esto, queridos hermanos y hermanas, es un ministro de la Iglesia: alguien que sabe maravillarse ante el designio de Dios y con este espíritu ama apasionadamente a la Iglesia, pronto para servir en su misión donde y como quiera el Espíritu Santo. Así era san Pablo apóstol —lo vemos en sus Cartas—, en quien el ímpetu apostólico y la preocupación por las comunidades están siempre acompañados, es más, precedidos por una bendición llena de grata admiración: “Bendito sea Dios…”. Y llena de estupor. Este es el termómetro de nuestra vida espiritual. Repito la pregunta: ¿Cómo va tu capacidad de maravillarse? ¿Eres capaz todavía de estupor?
¡Que pueda ser así también para nosotros! ¡Que sea así para cada uno de ustedes, queridos hermanos Cardenales! Que nos obtenga esta gracia la intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia.
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