La convergencia de las aguas en el río mayor: una imagen que ilustra el camino de la etapa continental del Sínodo
Una vez más, en este hermoso y desafiante camino sinodal que hemos vivido durante los últimos años, la imagen de una convergencia de los afluentes hacia el gran río como aguas que confluyen desde distintos orígenes y dimensiones se torna en la representación que nos ayude en la presente reflexión. El acontecimiento eclesial de mayor relevancia en este momento, en el sentido genuino del llamado de la Iglesia a que todos sean uno en el Señor sin dejar a nadie fuera, es el que nos invita a trabajar “Por una Iglesia Sinodal: comunión, participación y misión”. Las voces diversas que van configurando este proceso le van dando su sentido y horizonte, y por ello es necesario reflexionar sobre la experiencia en camino, para hacer sentido de ella.
Como las vertientes de los ríos, cada realidad es un tributario de vida (con una profunda diversidad de luces y sombras, de dolores y esperanzas, de modos de ser y de hacer) que da cuenta de nuestra verdad como Iglesia que quiere ser más fiel a su variedad y a su amplitud, y a su genuina catolicidad. El río que se compone de estas distintas aguas no es un río ideal, sino uno que lleva en sí mismo aquello que somos y aquello que estamos llamados a ser como Iglesia llamada a seguir los caminos de Jesús en la construcción del Reino y en el anuncio de una Buena Noticia que sea vida, y vida en abundancia, sin exclusión.
Pocas veces la Iglesia ha vivido una experiencia tan honda y tan compleja, y, al mismo tiempo, nunca antes la Iglesia contemporánea se había confrontado de este modo con la pregunta esencial del Concilio Vaticano II: «Iglesia, ¿quién eres? y ¿qué dices de ti misma?», como un examen de conciencia sobre nuestra coherencia en relación con estas cuestiones, luego de 60 años. Un proceso lento que en muchas ocasiones ha estado lejos de alcanzar sus propios planteamientos, o incluso iniciar el camino hacia ellos, o de producir las reformas soñadas por quienes hicieron parte de este acontecimiento, las cuales fueron evidentes frutos de la escucha al Espíritu Santo.
Sin embargo, esa misma pregunta está acompañada hoy en este proceso sinodal de una ineludible invitación a reflexionar, no solamente sobre los pasos dados (o no), sino sobre la profundidad y la honestidad de éstos, y, sobre todo, sobre la vivencia genuinamente comunitaria y discernida como Iglesia casa que ensancha su espacio, sin dejar a nadie fuera y caminando más juntos y juntas.
La invitación de la Exhortación Apostólica «Episcopalis Communio» (en su número 6), a la cual recurro con frecuencia para identificar lo absolutamente esencial de éste, y de todo proceso sinodal, sigue siendo el eje sobre el cual estamos llamados(as) a reflexionar sobre el presente Sínodo, y la medida con la cual hemos de evaluarlo y evaluarnos:
"También el Sínodo de los Obispos debe convertirse cada vez más en un instrumento privilegiado para escuchar al Pueblo de Dios: 'Pidamos ante todo al Espíritu Santo, para los padres sinodales,1 el don de la escucha: escucha de Dios, hasta escuchar con Él el clamor del pueblo; escucha del pueblo, hasta respirar en él la voluntad a la que Dios nos llama'"
Una etapa inédita en el tejido de las Asambleas Continentales: método, aprendizajes y limitaciones
En el mes de mayo de 2022 el secretario general del Sínodo (en la estructura todavía denominada Secretaría del Sínodo de los Obispos, y hasta junio de ese año por las reformas de la Constitución Praedicate Evangelium) me invitó a colaborar en la Etapa Continental del Sínodo desde un papel de coordinación de la fuerza de trabajo destinada para animar y acompañar esta fase.
El tiempo para realizar este proceso era extremadamente corto dada la magnitud y la complejidad de la tarea (los siete continentes–regiones debían preparar y realizar sus Asambleas Continentales y presentar sus documentos finales hasta el 31 de marzo de 2023), pero era necesario hacer lo posible por llevar adelante este ejercicio, por lo que estaba en juego en el proceso sinodal, por lo inédito de esta etapa, y por la oportunidad que representaba de impulsar un discernimiento comunitario profundo en el marco de la escucha de este sínodo.
Ante esa petición definimos una serie de elementos «esenciales» para llevar adelante este proceso, y que son los que explican de mejor manera el horizonte, la naturaleza y el modo de esta etapa:
-Esta etapa se enfocó claramente en propiciar un discernimiento eclesial con una mirada continental–regional, y toda la experiencia debía ser hecha alrededor del Documento para la Etapa Continental – DEC.
-En esta etapa se desarrollaron siete Asambleas Continentales–regionales: África; América Latina y Caribe; Asia; Europa; Medio Oriente – Iglesias Orientales; Norteamérica, y Oceanía.
-Para esta etapa se integró una fuerza de trabajo especializada con miembros de las comisiones del Sínodo y de los equipos asociados a la Secretaría General.
-Es una etapa que propició dos movimientos: 1. Recibir el aporte de la primera fase mediante el Documento para la Etapa Continental, y 2. Producir, como fruto de un discernimiento comunitario, un documento final que ayude a la siguiente etapa para la elaboración del Intrumentum Laboris.
-Es importante reconocer que esta etapa no tenía sentido de modo aislado, sino sólo en la medida en que conectaba con el trabajo previo y en su aporte a la siguiente fase. Hizo parte de la fase de escucha del Sínodo, es decir, no se trató de una etapa para definir propuestas específicas, para empujar agendas particulares que hayan quedado fuera, o para apenas enfocarse en hacer enmiendas al DEC.
-La única pregunta que sustenta todo el proceso Sinodal seguía siendo la misma:
«¿Cómo se realiza hoy, en los distintos niveles (desde el local hasta el universal), este “caminar juntos” que permite a la Iglesia anunciar el Evangelio, según la misión que se le ha confiado?» (DP nº 2).
-En continuidad con el pedido del papa Francisco, se insistió mucho en la importancia de intentar que en esta etapa continental se tuviera una participación de las voces de personas de los márgenes, de aquellos que quedaron fuera en la primera fase. En este punto los resultados fueron limitados.
-El método de acompañamiento de esta etapa fue desde una aproximación de «traje a la medida» (según tiempos, lugares y personas); es decir, cada uno de los siete continentes–regiones fue acompañado de manera particular, de modo que se acogieron preocupaciones, se aclararon dudas, se abordaron resistencias y rechazos, y se hizo un camino específico según las posibilidades y necesidades de cada realidad. Se hizo un proceso a manera de acompañamiento espiritual con el objetivo concreto de organizar las Asambleas Continentales.
-El método en común de toda esta etapa fue la «conversación espiritual» como instrumento privilegiado para el discernimiento comunitario.
-Lo más importante ha sido la experiencia misma, es decir que la etapa continental fuera una vivencia que ayudara a crecer en el sentido de Sinodalidad para el caminar de cada continente–región de la Iglesia. Los documentos y los eventos son muy importantes, tanto cuanto conduzcan al fin mayor, que es crecer en Sinodalidad para el seguimiento de Jesús. El Sínodo es un medio, nunca un fin en sí mismo.
-El discernimiento de la etapa continental se sustentó por la pregunta central de todo el proceso y por las orientaciones de la etapa que invitaban a buscar en la Síntesis de la Iglesia universal:
A. Intuiciones que resonaban con más fuerza; B. Tensiones o Divergencias sustanciales que emergieron, y C. Prioridades, temas recurrentes o líneas de acción.
Cuando nos encontramos con el papa Francisco (noviembre de 2022) durante la preparación de esta etapa y de sus siete asambleas continentales, una de sus invitaciones más fuertes a todos quienes hemos hecho parte de la experiencia, fue la de asumir este proceso como los apóstoles vivieron el Pentecostés. Es decir, abrazar al caos, el miedo y la complejidad de esta vivencia sin precedentes en la época reciente, pero asegurándonos de que en el centro y como protagonista de todo el proceso estuviera siempre el Espíritu Santo, tal como sucedió en Pentecostés. Su invitación fue la de intentar escuchar a todos, sin exclusión, y a no tener miedo, pues en esta fase de escucha se trata de que todo el pueblo de Dios haga parte del proceso y pueda hablar con libertad para encaminar un discernimiento honesto hacia las fases subsecuentes del proceso.
Como anécdota, al inicio de esta encomienda de coordinar la fuerza de trabajo responsable de esta etapa se hicieron múltiples convocatorias a los distintos equipos de referencia de los siete continentes–regiones. La respuesta al comienzo fue, en la mayoría de los casos, reducida o incluso sin respuesta. Excepto por un par de continentes–regiones con un proceso ya existente. Era evidente que esta etapa provocaba, inicialmente, cierto temor, resistencia, confusión, incomprensión, incluso algunas objeciones más explícitas en algún caso.
Ante esto la decisión fue abandonar todo intento de encaminar un proceso de arriba hacia abajo y con una homologación de pasos y modos unificados para desarrollar las asambleas, empezando así un camino de escucha cercana, acompañamiento profundo, y, al modo de quien asiste en los Ejercicios Espirituales, ir descubriendo aquello a lo que Dios invitaba a cada continente–región de modo particular, según sus tiempos, lugares y personas.
El discernimiento comunitario y la conversación espiritual como bases fundamentales de la etapa continental sinodal
La mayor novedad de la experiencia, expresada de muy diversas maneras en las distintas asambleas continentales en sus modalidades particulares, fue la de haber propiciado un espacio en el que todos y todas quienes estaban en esa experiencia estaban sentados a la mesa como hermanos y hermanas. El sentido de equidad, reconociendo la diversidad de vocaciones, estados de vida, edades, género, procedencia, experiencias y visiones sobre la Iglesia.
La mesa del encuentro se sustentaba en la conversación espiritual y se enriquecía con los espacios de espiritualidad y liturgia que dejaban de ser elementos complementarios para convertirse en espacios esenciales para seguir profundizando el discernimiento y creando el sentido de unidad en la diversidad. Es evidente que en los sitios en los que se propició con más centralidad la conversación espiritual la experiencia fue mucho más significativa, y en aquellos sitios donde se integró como un elemento más, o en algunos casos con reducido peso en el proceso, los frutos fueron de menor profundidad.
El método de conversación espiritual se propuso como experiencia de oración personal y comunitaria que conducía: 1. a una experiencia de compartir desde el «yo» los frutos de la experiencia orante a la luz del documento para la etapa continental; 2. entrando en un proceso de escucha profunda y de dejarnos interpelar por lo compartido, dando espacio para un reconocimiento genuino de esos otros «tú» presentes; 3. en un ambiente de acogida y discernimiento buscando en conjunto, dentro de las pequeñas comunidades, aquello que Dios nos expresaba y a lo que nos llamaba de modo particular a «nosotros/as»; para luego, 4. preguntarnos si en el centro de todo este proceso estaba presente «ÉL», el Señor de la vida, y «ELLA», la Ruah divina como fuerza del Espíritu Santo. Con todos estos elementos se iba configurando el contenido que se convirtió en los documentos finales de cada continente–región según las propias particularidades y metodologías.
Cuando hubo espacio para la conversación espiritual los frutos fueron evidentes y estaban ahí palpables para reafirmar el proceso. Cuando esto no se hacía parte del proceso, o se hacía de modo superficial o reducido, la prevalencia de discursos intelectuales, de presiones desde el ámbito jerárquico o de una lucha entre agendas ideológicas parecía tener más cabida e impacto en las experiencias de las asambleas continentales y en sus documentos finales.
Para quienes tuvieron una vivencia de discernimiento profundo la experiencia fue transformadora y sanadora en sí misma, y está dando ya muchos y buenos frutos. Hay muchos testimonios de haber experimentado un llamado a la conversión, a ser Iglesia como casa abierta que acoge y ensancha su espacio, a un despertar a otro modo de ejercer el ministerio, y en algunos casos un reconocimiento honesto de los muchos pecados que como Iglesia debemos asumir y redimir. También se experimentaron las muchas luces que nos confirman en nuestra identidad como Iglesia.
Se comprendió que el camino mismo de este discernimiento comunitario con la conversación espiritual era crecer en la experiencia de sinodalidad, más allá de lo teórico, y sí como una praxis imperfecta, pero concreta. Si la vivencia era profunda quedaba una invitación contundente a hacer de éste el modo de caminar como Iglesia en este Sínodo, y más allá de él. La sensación general era de mayor pertenencia, a pesar de las muchas dificultades y fragilidades, con un llamado a abrazar la unidad en la diversidad y a hacernos cargo de los muchos desafíos que están presentes en nuestra realidad y que se expresan muy bien en los documentos de este proceso.
Lamentablemente quienes vivieron este espacio como un tipo «parlamento» o arena de disputa a la cual venían con una agenda preestablecida, muchas veces marcada por tintes ideológicos de un extremo o del otro, fue evidente que en estos casos no había una disposición honestaa la escucha, al discernimiento, y mucho menos a encontrar elementos en común para tejer posibles nuevos caminos compartidos.
Algunos que podrían ser identificados como «profetas de calamidades», tal como se refería san Juan XXIII a los que se oponían al Concilio Vaticano II, de un extremo y del otro de las posturas ideológicas, evidenciaron que un discernimiento comunitario requiere de una honesta apertura y disposición para la escucha. Si bien era claro que sus posiciones y argumentos eran reales y válidos, en la cerrazón a recibir otras miradas de hermanas y hermanos en la fe se podía percibir que no había disposición para una escucha del Espíritu en clave de Iglesia continental o universal, tal y como este Sínodo plantea en su centro.
Algunas claves desde las Anotaciones de los Ejercicios Espirituales al servicio de esta etapa
En mi propia experiencia al servicio de esta etapa debo decir que ha sido una de las vivencias eclesiales más significativas, así como una de las más complejas, y fue gracias al haber definido un modo de acompañamiento del proceso con ayuda de ciertas claves desde las Anotaciones de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola que se convirtió en una experiencia de Gracia. Más allá de los resultados, que al ser diversos fueron positivos en general, se ha propiciado una experiencia de gran valor para la Iglesia en la que, con limitaciones, la búsqueda de lo que el Espíritu Santo nos ha querido decir ha encontrado nuevas posibilidades y nos ha permitido tener una experiencia transformadora y reveladora en sí misma.
En esas anotaciones de los EE.EE. hay orientaciones para encaminar procesos espirituales, tanto para quienes acompañan como para los que reciben la experiencia. En una evidente adaptación para esta experiencia sinodal, se trató de una invitación a purificar la intención, buscando honestamente lo que Dios nos iba pidiendo en nuestras realidades particulares y en nuestra diversidad. Son orientaciones en las que se invitó a no sobrecargar la experiencia con contenidos o con lecciones doctas, sino sólo con aquello que ayudara a profundizar en lo que Dios mismo quería comunicar, en este caso a las asambleas continentales, mediante las pequeñas comunidades que vivieron la conversación espiritual. Siempre en contacto con las perspectivas de la oración y el afecto, así como con los aspectos de nuestro propio entendimiento en los distintos pasos de esa conversación.
De parte de quienes acompañaron los procesos, la invitación fue para quienes participaron de las asambleas a disponerse en oración, con libertad interior, entrando con ánimo y esperanza, y buscando que, a pesar de cierta inexperiencia de muchos participantes, se identificaran las invitaciones que venían del Espíritu y que en sentido de comunidad daban paz, claridad y perspectiva, para distinguirlas de las que no. El método ha sido clave, sobre todo por su estructura, por los tiempos de oración personal y comunitaria, por el respeto de las etapas en la conversación y por el valor de los tiempos de silencio junto al aporte de la liturgia y espiritualidad para alcanzar el fin mayor de estas asambleas continentales mediante un discernimiento comunitario.
Ha sido muy importante recordar que esta etapa no era para definir propuestas, sino para la escucha, la profundización y para intuir hacia dónde nos llamaba el Espíritu, pues se podía perder la paz y el foco al querer inclinar la balanza para un lado u otro en las acciones que se «deberían» realizar en la Iglesia. Lo único relevante era buscar la voluntad de Dios, identificando intuiciones, tensiones y horizontes a los que nos llamaba el Espíritu Santo en cada continente–región.
En este proceso hemos percibido la ausencia de un discernimiento sistemático en nuestra Iglesia, y ciertamente un vacío de experiencia en el sentido comunitario para buscar lo que Dios nos pide. La evaluación de la oración y del trabajo del día, en los casos en que se realizó, se tornó en un elemento clave para poner en común lo vivido y presentar a Dios los frutos de la experiencia.
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