La Liturgia de la Palabra Tiempo de meditación: El cristiano y la cuaresma

"En la cuaresma nos preparamos espiritualmente a celebrar la Pascua"
"Este tiempo comienza con la eucaristía del Miércoles de ceniza (donde se impone la ceniza en nuestra cabeza como signo de arrepentimiento y penitencia) y se extiende hasta el Domingo de Ramos"
"La Liturgia de la Palabra que nos presenta la Iglesia nos ofrece unos textos de los Evangelios preciosos, que es lo que vamos a meditar"
"La Liturgia de la Palabra que nos presenta la Iglesia nos ofrece unos textos de los Evangelios preciosos, que es lo que vamos a meditar"
| Antonio G. Nadales, sacerdote
Una vez un hombre que conoció a otro, del que le constaba que era alguien muy importante, dio testimonio de Él diciendo: “Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, Jesús de Nazaret pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él” (Hechos, 10, 38). Esto lo dijo Simón Pedro sobre su maestro Jesús de Nazaret haciendo una síntesis preciosa, breve y profunda de un personaje que, evidentemente, había más qué decir.
El Triduo pascual centra su atención en lo que vivió Jesús en sus últimas horas de vida y como lo experimentaron sus discípulos. La noche de aquel Jueves santo o primeras horas del Viernes, Jesús celebró la Pascua con sus discípulos, conforme al ritual judío, conmemoró la liberación de Israel de la opresión de los egipcios por la mano poderosa de Yahvé, y, en el marco de esa cena pascual, añadió dos gestos significativos y originales: El lavatorio de los pies de sus discípulos, el Mandamiento nuevo y la institución de la Eucaristía.

Acabada la cena y habiendo cantado los salmos prescritos, se desplazaron al Huerto de los olivos donde, estando en oración, de pronto aparecieron los guardias del templo capitaneados por Judas, uno de los Doce y detenido fue conducido ante Anás y luego Caifás y el sanedrín.
Buscaron acusaciones falsas para condenarlo, pero no encontraron ninguna que se sostuviera. Hasta que se levantó Caifás y le preguntó: – ¿Eres tú el Hijo del Bendito?, a lo que Jesús respondió: – Tú lo dices. Yo soy- (Mc 14,62). Al afirmar su condición divina se equiparaba a Dios haciéndose como Él. El sanedrín, defendiendo el monoteísmo de Israel, le condenó a muerte por blasfemo.
El sanedrín argumentó una acusación propia del tribunal romano, que presidía Pilato, para que Jesús fuese condenado a muerte. Condenado a morir crucificado por rebelde al César, sufrió la flagelación, cargó con el madero hasta el lugar de la ejecución, fue crucificado y murió a las pocas horas. Enterrado en un sepulcro prestado fue, rápidamente, embalsamado con aromas y ungüentos, como si fuera el sumo sacerdote, y, por guardar el descanso sabático, lo dejaron a la soledad y el silencio de los muertos.
Hasta aquí casi todo normal. Jesús no fue el primer exaltado que se proclamó Mesías de los judíos y acabó crucificado por la autoridad romana. No fue distinto de cualquier judío que celebraba la pascua, aunque incluyera algo rito propio con la esperanza de ser recordado por los suyos.
Lo que sucedió en la madrugada del domingo sí fue algo nuevo e inesperado. Cuando las mujeres van al sepulcro al amanecer para terminar la unción del cadáver del maestro, sucede algo imprevisto, inesperado; el cadáver de Jesús no está donde lo habían colocado, de hecho, no está en ningún lugar, ni dentro del sepulcro ni fuera, y, ante la angustia de las mujeres, surge un mensajero celestial que les dice que ha resucitado (Lc 24,1-12).
Van acercándose al sepulcro varias personas allegadas del Señor y alguna, María Magdalena, (Jn 20,11-18) tiene un encuentro personal con el Maestro, que se le manifiesta con su cuerpo, pero ahora glorioso. La muerte en la cruz le ha dejado las señales de los clavos en sus manos y pies, es Él con seguridad, se dicen los que tienen un encuentro personal, pero está distinto, tiene cualidades que son imposibles para un cuerpo mortal, aparece y desaparece donde quiere, cuando quiere y a quien le da la gana, y eso es lo que piensan los Discípulos de Emaús (Lc 24,35-48).

Las apariciones se multiplicaron y los testigos también, de manera que, desaparecieron las dudas, y se certificaron las experiencias: realmente HA RESUCITADO EL SEÑOR. Estas experiencias personales con el Resucitado marcaron sus vidas, y buscaron difundir la fe en Él, el evangelio de Jesús de Nazaret, aun a riesgo de sus vidas.
Este suceso de la resurrección de Jesús, después de haber muerto crucificado y enterrado, entendieron los discípulos que ratificaba su pretensión de ser el Mesías anunciado, el profeta de los últimos tiempos mayor que Moisés y, por último, ser el Emmanuel, el Hijo de Dios encarnado por nuestro bien.
Los cristianos celebramos la Pascua de Jesucristo, su paso redentor de la muerte a la vida, su constitución como Hijo de Dios sentado a la diestra del Poder, que un día vendrá glorioso a juzgar a los hombres por sus obras. Mientras tanto, Él es nuestro guía, Señor y Salvador, que, con su Espíritu, la oración y sus sacramentos vivificantes, nos sostiene en la vida presente y fortalece nuestra esperanza en la patria celestial.
Por eso, en la cuaresma nos preparamos espiritualmente a celebrar la Pascua. Este tiempo comienza con la eucaristía del Miércoles de ceniza (donde se impone la ceniza en nuestra cabeza como signo de arrepentimiento y penitencia) y se extiende hasta el Domingo de Ramos. La Liturgia de la Palabra que nos presenta la Iglesia nos ofrece unos textos de los Evangelios preciosos, que es lo que vamos a meditar.
