“Yo soy como un abeto siempre verde, de mí procede tu fruto.” (Os 14, 9)
Rostro de Dios, invisible presencia.
Mas, sabiéndome mirado sin juicio ni condena,
al sentirme siempre amado y sostenido,
por Quien existo creo y vivo.
Rostro de Dios oculto en el misterio
del desierto florido, del yermo desposado.
Historia convertida en gloria.
Revelación divina en la materia.
Rostro de Dios envuelto entre pañales,
hecho pan de artesa, alimento que sacia
a quien busca sentido, luz, y trascendencia
en la noche cerrada, colmada de estrellas.
Rostro de Dios hecho hombre, encarnado,
con corazón humano y manos hacendosas,
con sonrisa y con llanto, amigo y compañero
capaz de trato amable en la andadura.
Y rompo mi tiempo, derramándolo,
en estancia que se colma de ofrendas,
sin cuentas ni medida, derroche de embeleso.
Estar ante el portal quieto y absorto por dentro.
¡Qué bien se está aquí!,
sin prisa ante el Misterio.
Como un niño admirado que sin pudor pregunta:
¿Quién es ese pequeño, Nazarena?
Y sin palabras escucho: “¡El Hijo de Dios!”
Doblo mis rodillas sorprendido, enamorado.
Fijo mi mirada en los ojos encendidos,
mientras siento la llamada de hacerme pregonero.
En ti, en mí, en otro ser cualquiera,
Él habita en el tú de cada ser humano,
Él está, abraza, envuelve, cobija, ama.
Se hace pan, paz, perdón, llanto, y amor