“La habitación de al lado” de Almodóvar
La muerte y la trascendencia
| Victorino Pérez Prieto
He ido hace unos días a ver al cine “La habitación de al lado”, la última y premiada película de Almodóvar. Los que me conocen saben que soy un cinéfilo y he escrito bastantes artículos de cine, pero hace tiempo que no lo hago; lo hago ahora por este film, no tanto por el León de oro que recibió en Venecia sino… porque es de Almodóvar. Aunque el manchego no es mi director de cine preferido, he visto casi todas sus películas y reconozco que es uno de nuestros más grandes realizadores cinematográficos.
Escribo estas líneas porque no he encontrado en las docenas de críticas que han ido saliendo en la Red algo que considero importante: la ausencia de una referencia explícita a la transcendencia en una película sobre la muerte, salvo en la burda crítica al final de un policía ultrarreligioso e intolerante, aunque esté presente en el film de otra manera más laica.
Tanto a mí como a mi compañera nos gustó lo último de Almodóvar. Aunque con un guion muy mejorable y estando en algunas cosas en desacuerdo, toda la composición de la película es buena, tiene un impecable lenguaje cinematográfico, la fotografía –en parte debida al buen director de fotografía Eduard Grau, pero también por lo que quería Almodóvar- es de una gran belleza por sus encuadres, planos, luz… con imágenes que quedan en la retina, secuencias con su rimo pausado, localización de los lugares de grabación, en fin, la actuación de esas dos grandísima actrices que son Julianne Moore y Tilda Swinton.
Tengo que defender mi apreciación ante algunas críticas duras que he leído (“Decepcionante película”, “Un Almodóvar que dista de ser el cineasta de referencia al que nos tenía acostumbrados”, “Almodóvar ha perdido definitivamente la conexión con la gente de la calle”, “Una soporífera película que se desmorona por minutos”, etc.). Al lado de otras críticas que la tildan de “cumbre de su filmografía”, “obra maestra de madurez de un superdotado para el Séptimo Arte”, etc.
La película es un hermoso canto a la amistad, entre una periodista madura curtida en mil batallas y una amiga escritora; han trabajado en el pasado en la misma revista, pero Ingrid (Julianne Moore) acabó convertida en novelista y Martha (Tilda Swinton) en reportera de guerra. Durante una firma de libros en una librería, Ingrid se entera de que Martha, a la que hace años que no ve, está enferma de cáncer. Acude a visitarla y le dice que está dispuesta a comprometerse hasta donde haga falta; se encuentran en una situación extrema, pero extrañamente dulce: Martha quiere acabar con su vida, pero no desea hacerlo totalmente sola, necesita que una amiga esté en “la habitación de al lado”.
Es también una rotunda defensa del derecho a la eutanasia; que el mismo Almodóvar expresó directamente cuando recibió el premio en Venecia, con disgusto del presidente de la Conferencia Episcopal Española, el arzobispo Luis Argüello.
Al escribir ahora, recuerdo la película de Amenábar“Mar adentro”, y un artículo mío de hace veinte años (“Mar adentro, una película luminosa sobre un hombre que quiere morir”, Encrucillada n.139, 2004). Aunque esta de Almodóvar me ha parecido superior a la de Amenábar –que casualmente recibió el León de plata ese año-; cinematográficamente me parece mucho mas hermosa, y es menos doctrinaria. Quizás la de Amenábar lo fuera por querer ser fiel a la militancia de Ramón Sampedro. En mi artículo recogía unas duras palabras de Sampedro en su libro Cartas desde el infierno (Barcelona 1996): “El Estado y la Religión son los enemigos naturales de la vida y los responsables de la destrucción del hombre” (p.13); “Toda religión tuvo unas nefastas consecuencias en la civilización”(p. 55); “Morir es ganarle a Dios la última partida” (p. 88).
Hay otra hermosa película que tiene una perspectiva muy distinta, “El sabor de las cerezas”, del también premiado director iraní Abbas Kiarostami, Palma de Oro en Cannes (1997): Un hombre de mediana edad decide terminar con su vida e incluso ha cavado su propia tumba en las afueras de la ciudad; su única preocupación es encontrar a alguien que le ayude y que se comprometa a enterrarlo y al que le va a pagar; pero el único que accede a hacerlo acaba convenciéndolo de que, a pesar de todas sus desgracias, merece la pena vivir”.
Soy una persona de mente amplia que sabe lo relativo de cualquier afirmación rotunda religiosa o laica, y creo que puede haber calidad humana y calidad de vida, así como compromiso con los mejores valores humanos tanto en las personas creyentes-religiosas/espirituales, como en las personas no religiosas, agnósticas o ateas. Mi amistad con ellos/as lo pone de manifiesto. Pero tengo una humilde experiencia del Misterio, la fe en una vida más allá de esta biológica limitada y contingente, el sentimiento y la convicción de que la esencia más profunda del ser humano, su consciencia, no acaba con la muerte física, con la parada cardiorespiratoria y la descomposición posterior, sino que sólo se transforma (“Vita mutatur non tolitur”, la vida cambia no desaparece, decía el viejo rito de los funerales católicos). Y esa experiencia de encuentro con el Misterio amoroso, de la plenitud buscada, de la vida sin fin, de caer en los brazos amorosos de Dios Padre/Madre, es el mejor antídoto ante la lógica angustia de la muerte, que limita cada día nuestras vidas y nos hace sentirnos dramáticamente el “ser-para-la-muerte” de M. Heidegger y el existencialismo. J.P. Sartre llega a decir “Es absurdo que hayamos nacido; es absurdo que muramos”.
Es esa posibilidad de trascendencia la que me quita o al menos suaviza el miedo a la muerte; a mí y a millones de seres humanos. Una experiencia elaborada de cientos de maneras distintas a lo largo de los milenios de historia humana, según las distintas religiones y espiritualidades. Pero esa experiencia no está ni siquiera levemente apuntada explícitamente en la película de Almodóvar; aunque sí haya en ella una manera de afrontar pacíficamente la muerte.
El mismo, que ha manifestado en varias de sus películas –particularmente en “La mala educación”- ese conflicto existencial traumático que tiene con la religión y particularmente con la Iglesia católica, ha lamentado recientemente en una entrevista “no tener el don de la fe” para aferrarse a él frente a la finitud, aunque le gustaría. Incluso ha llegado a decir “A mí me encantaría tener fe”.
Con ocasión de una conversación sobre “Dolor y gloria” –cinta ganadora del Goya a la mejor película en 2019, que el director relaciona precisamente con “La mala educación” (2004) y “La ley del deseo” (1987) en una trilogía- , Almodóvar confesaba ante Cayetana Guillén Cuervo y Penélope Cruz: “No acabo de aceptar del todo la finitud humana”, ya que es “una influencia negativa” porque se vive pensando que “cada día que pasa es un día menos, algo que no es un buen pensamiento”. “Si tienes algún credo te apoya muchísimo”, llega a decir. Pero añade que “la fe es un regalo; uno no puede labrarse una fe, es un don que te dan”. “A mí me encantaría tener fe; ya que vivimos en un país masivamente católico me encantaría tener esa fe, ya que me encanta mucho la religión católica”. En lo que llama “la parte bonita” de esta, incluye que hay “un ministro de Dios que te perdona los pecados y te da a comer y beber la sangre del propio Cristo”, comenta con total seriedad entre risas de las presentes. “Hay que creer en ello, pero yo ese don no lo tengo”, lamenta. (Vida nueva).
Habría sido estupendo que este Almodóvar, a pesar de no tener esa fe religiosa –todos tenemos fe de una manera u otra- hubiera planteado en esta película sobre la muerte la posibilidad de la trascendencia, del más allá, de la apertura al Misterio, al Amor que une todo lo que es. Con todo, en este film hay amor, el amor incondicional expresado hermosamente entre estas dos amigas. Y, a la postre, esto es lo más importante, pues donde hay amor allí esta Dios, pues Dios es Amor, San Juan dixit (1 Juan 4,7–8).