¿Dónde está la religión en estos tiempos de pandemia?

¿Dónde está la religión? Se preguntaba Suso de Toro, amigo y colega en las páginas de opinión del diario gallego Nós. “¿Dónde está la religión?... en un momento en que estamos obligados a encarar con ansiedad la enfermedad y la muerte”. Y el conocido escritor gallego hablaba de un “vacío importante”.

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Yo contestaba en mi columna de este miércoles –en el breve espacio de los dos mil caracteres– que la religión está en la vida de cada día, en la de mujeres y hombres que ríen y que lloran, en los que sufren y desesperan y en los que los atienden, en los que encuentran y dan razones para vivir en tiempos de desaliento. Una religión bien viva sobre todo cuando está imbuida de espiritualidad, y –para los cristianos– de Evangelio, más que de dogmatismos y normas infumables, de rituales rígidos, trasnochados e intolerantes, de autoritarismo y formas jerárquico-patriarcales.

La religión –añadía– está en estos días y siempre en la  atención solícita y amorosa a los enfermos y a los más indefensos y desgraciados de este mundo, a los últimos y a los que ven de cerca a la muerte; está en una ética samaritana”, como recordaba recientemente  Frei Bento. Esa ética generosa –como en el relato evangélico– no distingue entre personas creyentes-religiosas o creyentes-no religiosas –pues todas son creyentes, ya que si no creyeran en el valor de ese sacrificado esfuerzo de entrega al hermano/a, no lo harían–, pero entre ellas también están las personas creyentes-religiosas, y seguramente muchas, aunque las monjas ya no se vean en los hospitales tanto como otrora.

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Pero la religión está también en los que quieren vivir la vida con sentido, unificada; abiertos al Misterio, a Dios, que buscan una plenitud a la que se sienten imperiosamente llamados. La religión está en los que, aun viendo la enfermedad y la muerte como algo serio para temer y combatir, no le tienen pavor porque saben que es sólo un paso a más vida; está en los que sienten que venimos del Amor y vamos al Amor.

En esto está la religión y la espiritualidad que debe impregnarla, más que en las procesiones y solemnes ceremonias, bendiciones con el Santísimo por la calle o desde un helicóptero, como hemos visto que se hizo estos días en Italia. Cosas que pueden ayudar legitimamente a algunos en su religiosidad, pero apartan a otras muchas personas, hermanos y hermanas nuestras, de la experiencia religiosa en nuestro secularizado siglo XXI.

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En este sentido, coincido con mi colega José Maria Castillo que estas manifestaciones, sobre todo en el caso actual, incluso “son un estorbo y hasta un peligro”. Y me parecen deplorables las palabras del Cardenal Burke, diciendo que “los grandes males como la peste son efecto de nuestros pecados actuales”, y hasta blasfemas si quiere decir que son un “castigo de Dios”; deplorables y perjudiciales como su llamada a no aceptar las normas de contención que van imponiendo justamente nuestros gobiernos, que él desprecia como “seculares”, pues “tratan la adoración a Dios como ir a un restaurante”.

A este respecto, aplaudo manifestaciones del papa Francisco como las realizadas en la entrevista de Jordi Évole, diciendo que “Dios perdona siempre. Nosotros perdonamos de vez en cuando. La naturaleza no perdona nunca. Los incendios, los terremotos... la naturaleza está pataleando para que nos hagamos cargo de su cuidado”. Y que lo que haría ante quien ha perdido estos días a un ser querido, no sería decirle palabras tópicas y a veces inhumanas, por muy religiosas que puedan parecer a algunos curas. Sino que “lo último que haría es decirles algo –dijo Francisco-. Lo que trato es hacerles sentir mi cercanía; es más importante el lenguaje de los gestos que el de las palabras”.

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Pero no comparto su renovación de la “indulgencia plenaria” o las “indulgencias especiales que proclamó con su anuencia el reciente documento publicado por la Penitenciaría Apostólica (¡!) vaticana, ofreciendo indulgencia plenaria a los enfermos de coronavirus y a sus cuidadores. Porque –como bien decía el colega Xabier Pikaza- “la indulgencia es Dios”, no es del papa o el obispo.La indulgencia plenaria no puede ser otra cosa que el amor pleno de Dios regalado en Cristo; es “la misma identidad de Dios”. En buena teología cristiana, no podemos menos que decir que la “indulgencia” es la actitud constante y permanente del Diosclemente y misericordioso, del Dios que sólo sabe amar y que nunca “retrasa” por nada ese amor incondicional a sus hijos e hijas, sujetándolo a normas teológicas y menos a decretos canónicos. Aunque sí me alegra que el papa y los capitostes vaticanos aprueben la posibilidad de dar la absolución colectiva, a varios fieles juntos “sin previa confesión individual”, como ya desde hace muchos años hacemos bastantes sacerdotes en nuestras comunidades, con el agradecimiento de quien la recibe.

En la misma línea, me alegró que el papa propusiera poco antes el valor de la “confesión directa” de los fieles ante Dios, en ausencia de sacerdote. A este respecto, es también valioso el hecho de que el documento de la Penitenciaría sugiera “la necesidad y conveniencia de crear, de acuerdo con las autoridades sanitarias, grupos de capellanes extraordinarios de hospitales, con carácter voluntario y en cumplimiento de las normas de protección contra el contagio, para garantizar la necesaria asistencia espiritual a los enfermos y moribundos”.

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Seguramente es una labor que están haciendo ya muchos curas, y he tenido noticia de algún prete italiano muerto en esa entrega a su prójimo, dando su respirador a otro hermano más joven; fue Giuseppe Berardelli, que falleció en el Hospital Lovere, de la hermosa y castigada ciudad de Bérgamo. Seguramente no fue el único de los 50 curas italianos que han muerto ya por el coronavirus. Yo recordé a los capuchinos que murieron entregados a los apestados en el lazareto y las calles de Milán, en la peste de 1630, como narra magníficamente Manzoni en su novela I promessi sposi (Los novios).

Pero, a pesar de mi crítica de ciertas ceremonias religiosas necesariamente realizadas con todos los capisayos litúrgicos, estoy convencido de que los ritos son importantes en la expresión y celebración de las vivencias religiosas. Para los cristianos –católicos y de otras confesiones evangélicas– particularmente los sacramentos. Estos ritos simbólicos son mediación visible, legítima y eficaz, de una Presencia invisible; especialmente la eucaristía, la celebración gozosa de la presencia liberadora de Cristo Resucitado. Por eso, no me gusta la contraposición entre religión comunitaria y espiritualidad personal; o entre religión y Evangelio, que hace repetidamente Castillo. Aunque pienso que la espiritualidad debe impregnar siempre y aún estar por encima de una religiosidad que a veces se ha desentendido de aquella, considero que credos y celebraciones comunitarias pueden y deben ayudar en la experiencia espiritual y en una ética samaritana. 

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Concluyo con unas palabras de Willigis Jäger (en la foto al lado con Raimon Panikkar) ese místico de nuestro tiempo, maestro admirado por unos y repudiado por otros, monje benedictino y maestro zen, que falleció hace pocos días: “No tienes por qué tener miedo. ¡Extiende tus manos! Serás llevado. Al final tendremos que hacer tan sólo una única cosa: desapegarnos. Dichoso aquel que termina a tiempo su búsqueda allá fuera, queriendo volver a la casa paterna, como el hijo del relato del Hijo Pródigo”; un relato que prefiero llamar la “Parábola del Padre bueno”, verdadero protagonista de ese relato sobre el amor incondicional de Dios Padre-Madre.

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