Teresa de Calcuta, siempre viva y vivificadora

Todavía recuerdo, como si fuera hoy, aquella tarde del mes de julio del año 96. Después de inscribirnos mi mujer y yo como voluntarios, subimos a la capilla de la casa madre de las Misioneras de la Caridad en Calcuta. Allí, arrodillada en el suelo, junto a una silla, se encontraba la Madre Teresa. A su alrededor unas cuantas religiosas y voluntarios. Justamente quedaban dos sillas muy cerca de ella. Pensamos que estaban preparadas para nosotros. Rezamos las vísperas, y al terminar, nos miró con esa profundidad que ella tenía y nos saludó como si nos conociera desde hacía mucho tiempo. Fue un breve diálogo, rodeados de mucha gente, pero nos sentimos singularizados por su mirada. Durante nuestra estancia, en dos ocasiones, pudimos personalmente encontrarnos con ella.

En el primer encuentro, ella misma nos situó, sentándose en medio de los dos, y nos cogió las manos. Le contamos brevemente nuestra experiencia, y al terminar nos dijo con mucha claridad y unas palabras que todavía resuenan en nuestros oídos: “Rezad siempre juntos”. Nunca olvidaremos ese primer encuentro. Sin apenas conocernos nos demostró una gran cercanía. El segundo encuentro fue apenas unos días antes de regresar a España. Durante nuestra estancia, como consecuencia de los monzones, caí enfermo con fiebre muy alta, y mi mujer se lo dijo para que rezara por mí, y la madre Teresa le respondió que cuando estuviera recuperado, quería vernos de nuevo. Así lo hicimos. Estuvo de nuevo muy cariñosa y cercana, agradeciendo nuestro trabajo. Y esta vez nos regaló dos medallitas de la milagrosa, que ella ofrecía a los voluntarios; y pudimos fotografiarnos con ella.

Muchas veces, después de aquella experiencia, me pregunto que habrá sido de aquella gente con la que apenas nos podíamos comunicar, ya que sólo hablaban bengalí; de aquel niño, que vivía como un lobo, comiendo en los basureros, y que llegó con la cabeza abierta y gusanos en la herida; o de aquella mujer lisiada, que cogía la mano de mi mujer y la miraba con una dulzura conmovedora. En Calcuta comprendimos que el lenguaje de los gestos es más elocuente que las palabras. Éstas muchas veces engañan, pero los gestos y las miradas expresan mejor los sentimientos. Sin duda, las hermanas, habrán cuidado de esas personas absolutamente indefensas; y abandonadas por los sistemas sociales y sanitarios.

La Madre Teresa de Calcuta, nuestra santa especial, y su obra, siguen vivas. Su muerte fue un auténtico paso a la vida eterna, en la que muchos pobres se habrán levantado para aclamarla como madre, en el cielo. En distintas partes del mundo, y siempre en las zonas más pobres y conflictivas, miles de hombres y mujeres son atendidas por las Misioneras de la Caridad, les dan comida, les atienden, les proporcionan asistencia sanitaria y cariño. Y, no tienen ningún miedo en poner sus vidas en riesgo cundo está en juego la caridad a los más desfavorecidos, como les enseñó la Madre. Ellas cumplen con creces el mandato del Papa de ir a las periferias del mundo y de las ciudades. Así como muchas otras religiosas y religiosos, que en los cinco continentes, llevan adelante su tarea en nombre del Cristo del viernes santo, para hacer posible el domingo de Resurrección en tantos hermanos y hermanas, sin importarles la raza o la religión.

Es una experiencia personal que he querido recuperar y compartir en estos días que recordamos su muerte, y su canonización. Un pequeño testimonio para que su memoria esté siempre viva en en nuestros corazones, y en los de todos aquellos que tuvimos la “gracia” de conocerla de cerca.
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