Los derechos olvidados de los olvidados: un reto permanente para el cristiano
En nuestro mundo global, sin duda alguna, las relaciones entre los seres humanos se han vuelto cada vez más impersonales. La globalización ha acentuado la atomización, el individualismo y la indiferencia. Cada uno busca en su rincón la solución a sus propios problemas, porque sabe que ya no cuenta para nada con la solidaridad básica de los demás. No se trata de un juicio pesimista, sino real. Los tiempos de las movilizaciones por causas justas pertenecen al pasado. Apenas unas cuantas personas muy sensibilizadas y poco más. De vez en cuando la vergüenza nos corroe, y actuamos puntualmente. La crisis de los inmigrantes y refugiados es un claro ejemplo de esta actitud generalizada. La fuerza desgarradora de alguna foto o reportaje nos golpea, pero pasa demasiado pronto. La vida cotidiana y sus avatares nos posicionan de nuevo en el olvido. Darle la vuelta a esta situación para pasar a una sensibilización eficaz de la que nazca una solidaridad sostenida y sostenible es un objetivo utópico, pero necesario. Nuestro bienestar rezuma ceguera ante la vulneración de los derechos de muchos seres humanos. La dignidad de la persona humana desde esta perspectiva está herida de muerte.
En nuestro país, aunque nos lo quieran justificar por motivos de la crisis, pero aún antes, los recortes sociales han sido impresionantes. La crisis económica se ha disfrazado de pretexto para “precarizar” el mundo laboral y para poner en entredicho todas las ayudas sociales y, por supuesto, anular toda iniciativa legal tendente a crear una sociedad más igualitaria. Las cifras de la pobreza en España se han disparado, y los índices, de acuerdo con todos los informes son absolutamente nega- tivos, especialmente ha aumentado sustancialmente la brecha entre pobres y ricos. La llamada “recuperación”, para los economistas serios afecta única y exclusivamente a la macroeconomía, pero la gente sencilla todavía no ha sentido de cerca una mejora de su vida. Al contrario, las personas más vulnerables y situadas en los márgenes han visto precarizarse sus vidas aún más hasta la degradación. Es absolutamente necesario un Plan de Emergencia Nacional para combatir la pobreza severa y enquistada. Sin duda alguna, muchas personas están necesitando ayudas básicas para un mal vivir, pero más aún debemos imaginar lo imposible, para que puedan vivir con dignidad. En estos momentos en que caminamos hacia una nueva etapa política, esto debería aparecer con prioridad absoluta. Sin actuaciones serias y sostenidas en este campo de las políticas sociales estamos condenando a muchas familias a niveles de pobreza absoluta e intolerables para cualquier lugar del mundo, pero inaceptables desde todos los puntos de vista para nuestra España actual. Y esa Pobreza, además, de acuerdo con los informes recientes de las Organizaciones de Acción Social y Caritativa tiene rostro concreto de mujer y de niño.
En lo que respecta a la Unión Europea, el papa Francisco hace este juicio, en su Discurso en el Consejo de Europa: «También hay que tener en cuenta que, sin esta búsqueda de la verdad, cada uno se convierte en medida de sí mismo y de sus actos, abriendo el camino a una afirmación subjetiva de los derechos, por lo que el concepto de derecho humano, que tiene en sí mismo un valor universal, queda sustituido por la idea del derecho individualista. Esto lleva al sustancial descuido de los demás, y a fomentar esa globalización de la indiferencia que nace del egoísmo, fruto de una concepción del hombre incapaz de acoger la verdad y vivir una auténtica dimensión social. Este individualismo nos hace humanamente pobres y culturalmente estériles, pues cercena de hecho esas raíces fecundas que mantienen la vida del árbol. Del individualismo indiferente nace el culto a la opulencia, que corresponde a la cultura del descarte en la que estamos inmersos. Efectivamente, tenemos demasiadas cosas, que a menudo no sirven, pero ya no somos capaces de construir auténticas relaciones humanas, basadas en la verdad y el respeto mutuo. Así, hoy tenemos ante nuestros ojos la imagen de una Europa herida, por las muchas pruebas del pasado, pero también por la crisis del presente, que ya no parece ser capaz de hacerle frente con la vitalidad y la energía del pasado. Una Europa un poco cansada y pesimista, que se siente asediada por las novedades de otros continentes».
Uno de los aspectos más llamativos de esta falta de solidaridad es la indiferencia ante flagrantes violaciones de Derechos Humanos en muchos países del mundo. En estos momentos, hay pocas naciones que cumplan los derechos básicos inherentes al ser humano, algunos de ellos recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Teóricamente, la mayoría de los países los incluyen de manera solemne en sus Constituciones. Sin embargo, las leyes sociales que dimanan de las Constituciones desmienten su aplicación.
Muchas veces los Estados no son incapaces, ni impotentes para aplicar los derechos de los ciudadanos, sino que son intencionadamente incompetentes y voluntariamente contrarios. Esta es la pura y dura realidad. La razón es bien sencilla, la mayoría de esos ciudadanos no son votantes significativos o decisivos. Generalmente radican en las periferias o en los márgenes de la sociedad. El papa Francisco en la Evangelium Gaudii, nos recuerda unas palabras muy duras: «Así como el mandamiento de “no matar” pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir “no a una economía de la exclusión y la inequidad”. Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del “descarte” que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desecho».
Y justamente por esto ¿qué le supone, en votantes, a los Gobiernos, políticas de aceptación e integración de los inmigrantes y refugiados? ¿A qué Gobierno le interesa fomentar una política de hospitalidad? ¿Qué le supone al Gobierno promover políticas sociales en favor de la marginación y la exclusión? El Papa, de nuevo, en el Consejo de Europa les recuerda: «En el ámbito de una reflexión ética sobre los derechos humanos,... hay numerosos retos del mundo contemporáneo que precisan estudio y un compromiso común, comenzando por la acogida de los emigrantes, que necesitan antes que nada lo esencial para vivir, pero, sobre todo, que se les reconozca su dignidad como personas. Después tenemos todo el grave problema del trabajo, especialmente por los elevados niveles de desempleo juvenil que se produce en muchos países –una verdadera hipoteca para el futuro–, pero también por la cuestión de la dignidad del trabajo... mediante la actividad empresarial como obras educativas, asistenciales y de promoción humana. Estas últimas, sobre todo, son un punto de referencia importante para tantos pobres que viven en Europa. ¡Cuántos hay por nuestras calles! No solo piden pan para el sustento, que es el más básico de los derechos, sino también redescubrir el valor de la propia vida, que la pobreza tiende a hacer olvidar, y recuperar la dignidad que el trabajo confiere. En fin, entre los temas que requieren nuestra reflexión y nuestra colaboración está la defensa del medio ambiente, de nuestra querida Tierra, el gran recurso que Dios nos ha dado y que está a nuestra disposición, no para ser desfigurada, explotada y denigrada, sino para que, disfrutando de su inmensa belleza, podamos vivir con dignidad». Palabras muy claras del papa Francisco y que nos deben llevar a una reflexión seria y profunda, y a un cambio de actitudes.
Necesitamos desde la Familia, la Escuela, los Medios de Comunicación Social, las Redes solidarias reelaborar una cultura de la Fraternidad Convergente, es decir que nazca de una puesta en común de unos valores aceptados desde las religiones y las filosofías y que desde esa plataforma proyectemos políticas de concienciación y acción tendentes a la recuperación de la dignidad de todo ser humano. Cada rostro, cada persona es digna y respetable. Y, en lo que respecta a nosotros como cristianos, nuestro compromiso tiene que nacer de un encuentro con Jesucristo: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Esa no es la opción de una vida digna y plena, ese no es el deseo de Dios para nosotros, esa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado”. (EG 2). Ese encuentro nos plenificará y nos llevará a un compromiso transformador de la realidad propia y de nuestro entorno.
Sin embargo, al final, tenemos que mantenernos firmes en la lucha por los derechos, que decimos inherentes al ser humano. Una lucha para la que necesitamos mucha imaginación creadora y soñar despiertos con otros muchos hombres y mujeres. Un sueño compartido, que pueda, en el día a día, aterrizar ese deseo de un mundo más humano y más fraterno. El Papa una vez más nos anima a tener una visión distinta de la realidad, una visión esperanzada y esperanzadora: «La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22). Los males de nuestro mundo -y los de la Iglesia- no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Nuestra fe es desafiada a vislumbrar el vino en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en medio de la cizaña» (EG 84). E insiste en una lucha sostenida y sostenible, ya que las causas del evangelio no pueden dejarse de lado: «Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aún con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el Señor dijo a san Pablo: “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad” (2 Co 12,9). El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal. El mal espíritu de la derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica» (EV 85). Esperanza y camino, una larga espera, pero un camino firme para lograr una sociedad que respete los derechos de todos, pero sobre todo los de los seres humanos más vulnerables.
En nuestro país, aunque nos lo quieran justificar por motivos de la crisis, pero aún antes, los recortes sociales han sido impresionantes. La crisis económica se ha disfrazado de pretexto para “precarizar” el mundo laboral y para poner en entredicho todas las ayudas sociales y, por supuesto, anular toda iniciativa legal tendente a crear una sociedad más igualitaria. Las cifras de la pobreza en España se han disparado, y los índices, de acuerdo con todos los informes son absolutamente nega- tivos, especialmente ha aumentado sustancialmente la brecha entre pobres y ricos. La llamada “recuperación”, para los economistas serios afecta única y exclusivamente a la macroeconomía, pero la gente sencilla todavía no ha sentido de cerca una mejora de su vida. Al contrario, las personas más vulnerables y situadas en los márgenes han visto precarizarse sus vidas aún más hasta la degradación. Es absolutamente necesario un Plan de Emergencia Nacional para combatir la pobreza severa y enquistada. Sin duda alguna, muchas personas están necesitando ayudas básicas para un mal vivir, pero más aún debemos imaginar lo imposible, para que puedan vivir con dignidad. En estos momentos en que caminamos hacia una nueva etapa política, esto debería aparecer con prioridad absoluta. Sin actuaciones serias y sostenidas en este campo de las políticas sociales estamos condenando a muchas familias a niveles de pobreza absoluta e intolerables para cualquier lugar del mundo, pero inaceptables desde todos los puntos de vista para nuestra España actual. Y esa Pobreza, además, de acuerdo con los informes recientes de las Organizaciones de Acción Social y Caritativa tiene rostro concreto de mujer y de niño.
En lo que respecta a la Unión Europea, el papa Francisco hace este juicio, en su Discurso en el Consejo de Europa: «También hay que tener en cuenta que, sin esta búsqueda de la verdad, cada uno se convierte en medida de sí mismo y de sus actos, abriendo el camino a una afirmación subjetiva de los derechos, por lo que el concepto de derecho humano, que tiene en sí mismo un valor universal, queda sustituido por la idea del derecho individualista. Esto lleva al sustancial descuido de los demás, y a fomentar esa globalización de la indiferencia que nace del egoísmo, fruto de una concepción del hombre incapaz de acoger la verdad y vivir una auténtica dimensión social. Este individualismo nos hace humanamente pobres y culturalmente estériles, pues cercena de hecho esas raíces fecundas que mantienen la vida del árbol. Del individualismo indiferente nace el culto a la opulencia, que corresponde a la cultura del descarte en la que estamos inmersos. Efectivamente, tenemos demasiadas cosas, que a menudo no sirven, pero ya no somos capaces de construir auténticas relaciones humanas, basadas en la verdad y el respeto mutuo. Así, hoy tenemos ante nuestros ojos la imagen de una Europa herida, por las muchas pruebas del pasado, pero también por la crisis del presente, que ya no parece ser capaz de hacerle frente con la vitalidad y la energía del pasado. Una Europa un poco cansada y pesimista, que se siente asediada por las novedades de otros continentes».
Uno de los aspectos más llamativos de esta falta de solidaridad es la indiferencia ante flagrantes violaciones de Derechos Humanos en muchos países del mundo. En estos momentos, hay pocas naciones que cumplan los derechos básicos inherentes al ser humano, algunos de ellos recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Teóricamente, la mayoría de los países los incluyen de manera solemne en sus Constituciones. Sin embargo, las leyes sociales que dimanan de las Constituciones desmienten su aplicación.
Muchas veces los Estados no son incapaces, ni impotentes para aplicar los derechos de los ciudadanos, sino que son intencionadamente incompetentes y voluntariamente contrarios. Esta es la pura y dura realidad. La razón es bien sencilla, la mayoría de esos ciudadanos no son votantes significativos o decisivos. Generalmente radican en las periferias o en los márgenes de la sociedad. El papa Francisco en la Evangelium Gaudii, nos recuerda unas palabras muy duras: «Así como el mandamiento de “no matar” pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir “no a una economía de la exclusión y la inequidad”. Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del “descarte” que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desecho».
Y justamente por esto ¿qué le supone, en votantes, a los Gobiernos, políticas de aceptación e integración de los inmigrantes y refugiados? ¿A qué Gobierno le interesa fomentar una política de hospitalidad? ¿Qué le supone al Gobierno promover políticas sociales en favor de la marginación y la exclusión? El Papa, de nuevo, en el Consejo de Europa les recuerda: «En el ámbito de una reflexión ética sobre los derechos humanos,... hay numerosos retos del mundo contemporáneo que precisan estudio y un compromiso común, comenzando por la acogida de los emigrantes, que necesitan antes que nada lo esencial para vivir, pero, sobre todo, que se les reconozca su dignidad como personas. Después tenemos todo el grave problema del trabajo, especialmente por los elevados niveles de desempleo juvenil que se produce en muchos países –una verdadera hipoteca para el futuro–, pero también por la cuestión de la dignidad del trabajo... mediante la actividad empresarial como obras educativas, asistenciales y de promoción humana. Estas últimas, sobre todo, son un punto de referencia importante para tantos pobres que viven en Europa. ¡Cuántos hay por nuestras calles! No solo piden pan para el sustento, que es el más básico de los derechos, sino también redescubrir el valor de la propia vida, que la pobreza tiende a hacer olvidar, y recuperar la dignidad que el trabajo confiere. En fin, entre los temas que requieren nuestra reflexión y nuestra colaboración está la defensa del medio ambiente, de nuestra querida Tierra, el gran recurso que Dios nos ha dado y que está a nuestra disposición, no para ser desfigurada, explotada y denigrada, sino para que, disfrutando de su inmensa belleza, podamos vivir con dignidad». Palabras muy claras del papa Francisco y que nos deben llevar a una reflexión seria y profunda, y a un cambio de actitudes.
Necesitamos desde la Familia, la Escuela, los Medios de Comunicación Social, las Redes solidarias reelaborar una cultura de la Fraternidad Convergente, es decir que nazca de una puesta en común de unos valores aceptados desde las religiones y las filosofías y que desde esa plataforma proyectemos políticas de concienciación y acción tendentes a la recuperación de la dignidad de todo ser humano. Cada rostro, cada persona es digna y respetable. Y, en lo que respecta a nosotros como cristianos, nuestro compromiso tiene que nacer de un encuentro con Jesucristo: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Esa no es la opción de una vida digna y plena, ese no es el deseo de Dios para nosotros, esa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado”. (EG 2). Ese encuentro nos plenificará y nos llevará a un compromiso transformador de la realidad propia y de nuestro entorno.
Sin embargo, al final, tenemos que mantenernos firmes en la lucha por los derechos, que decimos inherentes al ser humano. Una lucha para la que necesitamos mucha imaginación creadora y soñar despiertos con otros muchos hombres y mujeres. Un sueño compartido, que pueda, en el día a día, aterrizar ese deseo de un mundo más humano y más fraterno. El Papa una vez más nos anima a tener una visión distinta de la realidad, una visión esperanzada y esperanzadora: «La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22). Los males de nuestro mundo -y los de la Iglesia- no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Nuestra fe es desafiada a vislumbrar el vino en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en medio de la cizaña» (EG 84). E insiste en una lucha sostenida y sostenible, ya que las causas del evangelio no pueden dejarse de lado: «Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aún con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el Señor dijo a san Pablo: “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad” (2 Co 12,9). El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal. El mal espíritu de la derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica» (EV 85). Esperanza y camino, una larga espera, pero un camino firme para lograr una sociedad que respete los derechos de todos, pero sobre todo los de los seres humanos más vulnerables.