“Las trabas vienen por el poder y el miedo... La ordenación de los 'viri probati' no es destruir el celibato ni el sacerdocio, ni plantear que hay necesidad de las cosas porque hay escasez” (Cardenal B. E. Porras) El libro del “R. Sarah con J. Ratzinger” contradice al concilio Vaticano II (2)
La introducción bajo el signo del miedo
| Rufo González
La polémica la han provocado el autor y sus colaboradores. Pretenden que el celibato para el clero no sea opcional, sino obligatorio. Por ello incluyen una súplica angustiada y teatral: “Suplico humildemente al Papa Francisco que nos proteja definitivamente de esta posibilidad vetando cualquier debilitamiento de la ley del celibato sacerdotal, ni siquiera restringiéndolo a una u otra región” (pág. 162). El libro tiene como causa final combatir el Sínodo amazónico al que creen manipulado por el progresismo católico: “mientras en el mundo resonaba el estruendo generado por un extraño sínodo mediático que se imponía sobre el sínodo real” (pág. 23)).
Bien está “leer al pueblo católico nuestras cartas para instruirlo en lo mejor” (san Agustín. Carta 23,6.). No está tan bien airear un tremendismo nervioso, inventado por los que quieren seguir imponiendo “sobre el cuello de algunos discípulos un yugo que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido soportar” (He 15,10). La historia, que se quiere ocultar, sigue gritando por todos sitios en los abusos clericales a niños, a jóvenes, a mujeres, a monjas... En enero de este año, el misionero José Carlos Rodríguez decía sobre monjas africanas: “Hay infinidad de casos dolorosos casi siempre con el mismo final: la monja se queda embarazada y es expulsada de la congregación. Al cura responsable de esta situación, sus superiores le cambian de parroquia o le mandan a realizar estudios, incluso al extranjero, como si de un premio se tratara” (RD. 25.01. 2020). Y hoy, Lucía López Alonso: “Siete de cada diez religiosas del mundo piden que se reconozca el maltrato sufrido... Monjas víctimas de abusos sexuales: una realidad en todo el mundo” (RD. 11.09.2020).
Escribe el cardenal Sarah: “Estos últimos meses hemos sido testigos de mucha precipitación y mucho nerviosismo en torno al sínodo de la Amazonía. Mi corazón de obispo está inquieto. He recibido a muchos sacerdotes desorientados, agitados y heridos en lo más profundo de su vida espiritual por el feroz cuestionamiento de la doctrina de la Iglesia” (pág. 76).
Nadie serio cuestiona la doctrina de la Iglesia sobre el valor evangélico del celibato. Se cuestiona la ley que lo hace obligatorio en contra de “como aparece en la práctica de la Iglesia primitiva (1Tim 3,2-5; Tit 1,6) y por la tradición de las Iglesias Orientales, en donde, además de aquellos que con todos los Obispos eligen el celibato como un don de la gracia, existen también Presbíteros casados muy meritorios” (Vat. II, PO 16). Pablo VI, a pesar de no atreverse a eliminar la ley por miedo a la Curia vaticana, dice la verdad: “el Nuevo Testamento, en el que se conserva la doctrina de Cristo y de los apóstoles, no exige el celibato de los sagrados ministros, sino que más bien lo propone como obediencia libre a una especial vocación o a un especial carisma (Mt 19,11-12). Jesús mismo no puso esta condición previa en la elección de los doce, como tampoco los apóstoles para los que ponían al frente de las primeras comunidades cristianas (cf. 1Tim 3, 2-5;Tit 1,5-6)” (Encícl. Sacerdotalis caelibatus, 5).
El cardenal Sarah presenta su tesis como una obligación moral ineludible: “¡No puedo callar! Sé cuán pernicioso sería para mí el silencio... No puedo callar ni fingir ignorancia” (pág. 24). Hace afirmaciones atrevidas, propias del extremismo de sus posiciones ideológicas, convirtiéndolas en verdades de fe: “Nuestro celibato es una declaración de fe... es testimonio, martirio...” (pág. 26). “El celibato revela la esencia misma del sacerdocio cristiano” (pág. 145). “Midamos la importancia de cualquier modificación de la ley del celibato, piedra de toque de una sana eclesiología. El celibato es la muralla que permite a la Iglesia evitar la emboscada que supondría comprenderla como una institución humana cuyas leyes son la eficacia y la funcionalidad. El celibato sacerdotal abre la puerta a la gratuidad en el cuerpo eclesial. Protege la iniciativa del Espíritu Santo e impide que nos creamos dueños y creadores de la Iglesia... El celibato expresa y manifiesta en qué medida la Iglesia es obra del Buen Pastor antes que obra nuestra” (pág. 120-121).
Cambiar la disciplina celibataria no sería una catástrofe en lo pastoral y en el entendimiento de la Iglesia y del sacerdocio cristiano. Creer lo contrario es sectarismo, propio de movimientos fundamentalistas. A dicho sectarismo llega el cardenal Sarah, tras hablar con algunos agentes misioneros durante el sínodo amazónico: “Esas conversaciones me han afianzado en la idea de que la posibilidad de ordenar a hombres casados significaría una catástrofe pastoral, una confusión eclesiológica y un enturbiamiento del modo de entender el sacerdocio” (pág. 78).
Bien distinta es la opinión del cardenal B. E. Porras, de Mérida (Venezuela), Presidente delegado del Sínodo: “la ordenación de los 'viri probati' no es destruir el celibato ni el sacerdocio, ni plantear que hay necesidad de las cosas porque hay escasez... Las trabas vienen por el poder y el miedo” (Encuentro de la revista Vida Nueva y Entreculturas: “Sínodo para la Amazonía: ¿profecía o herejía?”, Madrid 30.10.201900). Creo sinceramente que la confusión está en el cardenal Sarah que ha puesto la opción celibataria como más básica que la opción bautismal: “el celibato sacerdotal es la expresión de la voluntad de ponerse a disposición del Señor y de los hombres” (pág. 79). Y más adelante, afirma: “El celibato es signo e instrumento de nuestra entrada en el ser sacerdotal de Cristo. Reviste un valor que por analogía podríamos calificar de sacramental. Desde esta perspectiva no entendemos cómo se podría alentar y proteger la identidad sacerdotal si se suprimiera en esta o aquella región la exigencia del celibato tal y como la ha querido Cristo y como la Iglesia latina lo ha conservado celosamente” (pág. 161).
No es cierto que el celibato sea el “signo e instrumento de nuestra entrada en el ser sacerdotal de Cristo”. Supone confundir el sacerdocio ministerial (la parte) con el sacerdocio de Cristo (el todo), del que todos participamos. El signo de entrada al sacerdocio de Cristo es el bautismo. Claramente lo dice el Vaticano II: “los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras de la persona cristiana ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cf. 1Pe 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cf. He 2,42-47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1); dar testimonio de Cristo en todo lugar, y, a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cf. 1Pe 3,15)” (LG 10).
“El `sí´ de nuestra ordenación sacerdotal” no fue al celibato sino al ministerio. ¿“Ese `sí´ absoluto nos lo hace vivir a diario nuestro celibato sacerdotal” (Pág. 26)? Puede ser para algunos. Pero “el `sí´ absoluto” de todo cristiano (incluidos, por supuesto, los llamados sacerdotes ministeriales) es el “sí” a su sacerdocio existencial, vital, al seguimiento de Jesús en fe, amor y esperanza. Este “sí” es el que unifica el corazón cristiano, y lo hace indiviso: “con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza y con toda tu la mente...” (Lc 10,27). El “sí” de los sacerdotes ministeriales es “el sí” al ministerio en caridad pastoral: “Haciendo las partes del Buen Pastor, en el ejercicio mismo del amor pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad” (Vat. II, PO 14).
Jaén, 17 septiembre 2020