El perfume de aquella noche extraña
Aquella cara me recordaba a alguien, aquella mirada me transportaba en el tiempo y trato de indagar en mi desgastada memoria quien era aquella mujer que llevaba el dolor en sus ojos.
El recuerdo me hizo volar en el tiempo hacia mis años de pastor. Recordé cuando era un joven zagal forjado en el frío nocturno de las montañas. Quizás aquel rostro podía ser de alguna de las mujeres compasivas, que en contadas ocasiones, prestaban los establos de sus casas para resguardar a los más niños de entre los pastores ateridos por el frío. Pero por más que me esforzaba no lograba enfocar con claridad mis recuerdos que permanecían borrosos.
Por algún motivo aquellos ojos traspasados por la pena convocaban a mi propio pasado. La imagen del viejo cofre me vino al pensamiento. ¿Qué tenía que ver aquella mujer con aquel misterioso objeto que me había acompañado durante tantos años?
El cofre había sido mi tesoro más preciado. Al principio no sabía exactamente su contenido. Me explicaron que aquella resina de color pardo rojiza, traslúcida y brillante era muy apreciada como perfume y también como medicina. El cofre que me regalaron contenía una buena cantidad. Tal era su valor y su peso que al principio me decidí a enterrarlo para informarme de la mejor forma de venderlo.
Lo cierto es que en distintos momentos me sacó de apuros. Como cuando llevaba varias semanas sin trabajo tras una epidemia que había diezmado las ovejas a mi cargo. Acudí al escondite y vendí una parte de mi tesoro a un fabricante de perfumes que consideró que tenía una buena calidad. Aquellas monedas me salvaron del hambre. También había oído hablar de sus propiedades curativas a algunas personas con conocimientos de hierbas y ungüentos medicinales. Lo que me permitió vender también algunas cantidades de aquel cofre con esta finalidad para salir de otros aprietos. Más tarde, ya casado y asentado en Jerusalén como criado de un rico fariseo, aquella pócima había ayudado a mis hijos a superar varias enfermedades respiratorias y para mí su acción era casi milagrosa.
En estos pensamientos estaba cuando como una luz, como un relámpago, iluminó mi mente. Aquella mujer de la mirada desolada era la madre que aquel niño que conocí una noche extraña. Habíamos escuchado cantos cuyo origen desconocíamos y el grupo de pastores nos acercamos con curiosidad a un establo cercano al pueblo. Acababa de nacer un niño y la madre débil y feliz intentaba arroparle envuelta en un perfume de alegría, algunos otros pastores había venido atraídos por los cantos de fiesta. Junto a ellos tres sabios había dejado aquellos cofres sobre la paja que desprendían aquel aroma. El hombre que estaba con ella y el niño los había abierto y, a pesar de la opinión de todos que preferían dejárselo al pequeño, había comenzado a repartir su contenido nada más se marcharon los donantes. Como yo era el más joven, apenas un niño, me entregó uno de los cofres que apenas llegaban a sostener mis escasas fuerzas. Aquel regalo me dejó sobrecogido y siempre tengo la certeza que aquella noche cambió mi vida. No lo sabría explicar bien, incluso algunas veces los recuerdos se confundían en mis sueños y si no fuera por aquel cofre, en ocasiones estaría inclinado a pensar que fue una alucinación en medio de la oscuridad de la noche.
Nicodemo, mi señor, buscaba ungüentos para embalsamar el cadáver de un amigo. Resulta que el difunto era el hijo de aquella mujer dolorosa. El niño de la noche extraña de hace más de treinta años ahora estaba muerto. Salí como una exhalación a buscar mi cofre con el resto de la resina y la coloqué junto a mi señor que ya había recogido más de treinta kilos. Movido por la compasión y el asombro me acerqué a la mujer y abriendo a la vez el cofre y mis labios le conté como lo recibí en aquella noche extraña. Ella sorprendida, parecía también convocar sus recuerdos. Yo le hablé del niño, de los sabios y del reparto de los cofres que organizaron y fugazmente, como en un anticipo, sonrió. Luego abrió el cofre y mezclando con un poco de vinagre ungió el rostro de su hijo para salir dejando hacer a los que estaban encargados.
Acompañé en el duelo a la mujer casi como un pariente, como si hubiera sido testigo de la vida del difunto, aunque la verdad es que solo lo vi con vida aquella noche extraña. Ya en Jerusalén conté a los amigos de aquel hombre difunto como le conocí de forma fugaz y extraordinaria recién nacido, y cómo por obra de un extraño destino aquel cofre había servido también para embalsamarle. Ellos me hablaron de Jesús, el Galileo y de cómo aquello era un signo sorprendente, otro más apenas explicable entre todo lo ocurrido.
Cuando volví a casa con el cofre al fin vacío, no dejaba de asombrarme de aquella extraña historia. A los pocos días volví a visitar a la mujer y los amigos del Galileo, me dijeron que el difunto había pasado por allí y que estaba vivo. Extrañeza sobre extrañeza, me pareció sentir en aquella casa el aroma a aquella resina que tan bien conocía.
De nuevo en mi casa abrí nuevamente el cofre vacío y extrañamente como casi todo en esta historia, un intenso aroma invadió la estancia. Qué será que este aroma aún lo huelo y me acompaña, a veces tenue y otras penetrante y profundo. Y siempre me trae a la memoria que hace muchos años vi a un niño envuelto en pañales al que miraba su madre, cuyos ojos mostraban una inmensa alegría y escuché como el cielo cantaba y olía a mirra toda aquella extraña noche.