Ciudadanía, educación y ética

Estaba desconcertado al escuchar opiniones episcopales exageradas sobre la constitucionalidad de la EpC, así como descabelladas invitaciones a la objeción de conciencia contra ella. Menos mal que opiniones recientes de intelectualidad serena (Cortina, Elzo, Torralba, etc...) disipan los nubarrones apocalípticos de los que Juan XXIII llamaba “profetas de desastres”. Al ver aparecer el arco iris, me animé a desempolvar el enfoque del pasado octubre en Vida Nueva y colgarlo en el blog.

En la Universidad Sofía (que administran desde 1913 los jesuitas en Tokyo) se cursa una asignatura de ética cívica en todas las facultades. Además, hay un programa optativo de humanidades, que incluye estudio de las religiones. Comentarlo servirá de contraste en medio del debate sobre Ética para la ciudadanía en el estado español.

Hasta finales de los sesenta, se enseñaba en la universidad Sophia ética, filosofía y religión en cada departamento. Tras el 68, coincidiendo con la iglesia postconciliar, se revisó el enfoque de los cursos comunes. Era impensable una clase de religión obligatoria. Las visiones de sentido se proponen, no se imponen, como decía Juan Pablo II ern su encíclica Redemptoris missio. La obligatoriedad de la religión hace aborrecerla.

Pero la historia de la cultura incluye el hecho religioso, el artístico, el científico, el literario, etc. Por eso es natural que forme parte de la educación general. También la introducción al pensamiento ético, mano a mano con la historia, ayuda a formarse para valorar, discernir y elegir responsablemente en una sociedad democrática.

Durante una década dí un curso de ética cívica, como asignatura troncal, a la vez que impartía religión como optativa. Hoy se ofertan las humanidades en dos partes: la troncal: “Aprendizaje de lo humano”; la segunda, una oferta de optativas (literatura, sociología, historia, filosofía de las ciencias, introducción al cristianismo, textos bíblicos, textos budistas, etc.), con que el alumnado confecciona el menú, independientemente de su especialización.

“Aprendizaje de lo humano” incluye una introducción a la antropología integral (evolución biológica y cultural, cuerpo humano, sexo y género, lenguaje y libertad, sociedad e historia, vida y muerte), y un mínimo de ética ciudadana (relaciones humanas, justicia global, etc.).

Al no imponer una creencia, es posible proponer como troncal esta asignatura. Diversas mentalidades exploran en común la convergencia en un mínimo de valores de cara al futuro de la humanidad, de la vida y del planeta.

En el caso de las optativas, los presupuestos y el método son distintos. He tenido dado, como optativo, un curso sobre teología de la liberación y otro de lectura del evangelio según Marcos. De doscientos alumnos y alumnas, no más de diez eran creyentes. El enfoque no era catequético, sino académico. Habría sido impensable enseñar tales materias en un curso obligatorio. Al ser libremente elegidas, se presupone interés por el tema, independientemente de las propias convicciones.

Tuve una experiencia parecida, al enseñar ética en bachillerato en el colegio de los jesuitas de Ofuna. La ética de la ciudadanía, durante todos los años de educación primaria y secundaria, es asignatura obligatoria, según la orientación del Ministerio de Educación. Abarca desde urbanidad y civismo en los primeros cursos, pasando por formación del carácter y vida social, hasta los temas de relaciones internacionales, derechos humanos o cuidado del medio ambiente; incluye, al final del bachillerato, historia del pensamiento y del hecho religioso.

En esa clase, sin adoctrinar ni imponer, tuve que tratar con mi alumnado sobre Sócrates, Platón y Arístóteles, sobre Buda, Confucio y Jesús. Tuve también otra experiencia pedagógica extracurricular. Se reunía un grupo de alumnos, con carácter libre y en competencia con actividades de club o deportivas a la misma hora, para participar en sesiones de Biblia. El ambiente era distinto del marco académico de las clases.

Estas experiencias hacen ver la diferencia entre la ética cívica como troncal, en una sociedad plural y secular, y la propuesta optativa de una religión. Al moverse en doble clave alternativamente, de laicidad y de creencias, nos capàcitamos para dialogar en la sociedad pluralista.

He hablado de Japón. Pero se detectará entre líneas mi preocupación ante la estrechez con que se plantean y debaten en nuestro país la ética de la ciudadanía y la enseñanza de la religión desde posturas extremistas, tanto por parte de instancias eclesiásticas que la consideran inconstitucional, como por parte de quienes desearían aperovecharla para adoctrinar.

Lectoras y lectores conspicuos, al oírme hablar de Japón, recordarán el refrán: “díselo en voz alta al yerno, para que lo entienda la suegra”. ¿No necesitaremos un poco de aire fresco venido de otras latitudes para ensanchar los horizontes y flexibilizar las sensibilidades religiosas o políticas, condicionadas por las tradiciones extremistas e inquisitoriales de nuestro país?

(Publicado en Vida Nueva en octubre de 2006).
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