La Humanae vitae... al museo arqueológico

Como preparación del aniversario de la publicación de la "Humanae Vitae" el Instituto Wijngaards ha reunido un grupo interdisciplinario para volver a evaluar la ética del uso de la anticoncepción. Como apoyo a la declaración por parte de uno de sus firmantes me permito reproducir en ese blog una página del capítulo dedicado a la ética en mi “Animal vulnerable. Curso de antropología filosófica”, ed. Trotta, Madrid, 2015, p.280-281

Como comentaba el epistemólogo y teólogo B. Lonergan, con ocasión de los debates en torno a la encíclica Humanae vitae en 1968, ha perdurado durante siglos el pensamiento de Aristóteles en su De generatione animalium.

Se pensaba que la razón del embarazo estaba exclusivamente en la semilla depositada por el varón en el interior de la mujer. Había un insuficiente conocimiento biológico detrás de esa denominación del esperma como semilla, como si dentro de él estuviese precontenido en miniatura el futuro fruto. Se pensaba que esa semilla era la causa instrumental, al servicio de la causa eficiente del varón, que estaba destinada a convertir la materia proporcionada de un modo pasivo por la mujer en un nuevo ser humano, que gestaría y daría a luz en su día.

Hasta la animación del cuerpo por la sensitividad se atribuía todo el resultado a la eficiencia causal proveniente del varón. Con semejante manera de entender la biología de la reproducción no es extraño que se pensara que cualquier acto de inseminación era ya por sí mismo un acto de creatividad procreadora. Por consiguiente, cualquier clase de interferencia en ese acto o en sus secuelas para interrumpir su desarrollo se veía como un obstáculo a su actividad causal.

Hoy día, ni biológica ni filosóficamente defendería nadie esa manera de entender la reproducción.

Es inconcebible entender la inseminación y concepción de esa manera. El acto de inseminar no es en sí mismo un acto de procrear. Hoy se sabe que la relación entre inseminación y concepción es solamente estadística. No se puede decir que ambas sean inseparables, ni se puede prohibir su separación como si fueran algo absolutamente inviolable.

De lo contrario, no se podría haber admitido ni siquiera el método de acoplarse al ritmo natural en la regulación de la natalidad. Ya sea el método del ritmo, ya sea un preservativo o diafragma, ya sea la píldora anticonceptiva -sin necesidad de hacer distinciones sobre su artificialidad o naturalidad-, coinciden en introducir una modificación en la relación que se da entre inseminación y concepción: una relación, reiteremos, estadística y no esencial.

Cuando la eyaculación del varón descarga millones de espermatozoides en el cuerpo de la mujer, ni esas personas que se unen ni su naturaleza biológica pretenden producir millones de bebés como consecuencia de esa unión.


Más aún, hoy día sabemos que, al usar las tecnologías de procreación médicamente asistida también es separable la inseminación del modo corriente de realizarse el coito.

No se puede seguir apoyando en una biología anticuada la afirmación de que los aspectos unitivo y procreador son inseparables en todos y cada uno de los actos de unión sexual (como reiteraba la teología romana de los dos últimos pontificados).

Lo propio de la sexualidad en la especie humana no es lo que tiene en común con otras especies animales, sino el ser expresión de amor. Por eso no se define el matrimonio meramente como contrato, sino como comunidad de vida y amor.

Este cambio de paradigma fundamental no se da en la teología y en el magisterio eclesiástico hasta pasada la mitad del siglo XX. El cambio en la manera de entender la concepción se da en biología a finales del siglo XIX (el estudio de von Baer sobre el óvulo femenino es de 1827), pero su asimilación por el pensamiento teológico moral no se da hasta más de medio siglo después.

La moral teológica revisionista y reformada postconciliarmente estaba, al fin, capacitada para superar la distinción entre lo artificial y lo natural, así como para admitir el equilibrio entre unión placentera, personal y procreadora en el conjunto y totalidad de la relación, sin necesidad de que en todos y cada uno de los actos de unión sexual se realizasen estos tres aspectos; también para admitir que la procreación no es finalidad exclusiva ni prioritaria de la unión sexual.

Sin embargo, razones de política eclesiástica, unidas a la incapacidad para cambiar de paradigma de pensamiento, impidieron dar este paso.

(Para ver más: J. Masiá, Animal vulnerable, Trotta, 2015, pp.260-281: “Encrucijada del aborto. Confusiones sobre eutanasia. Atolladero de la sexualidad”).
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