Murcia peregrina a Monteagudo: Corazón sin fronteras
El día del Corazón de Jesús Murcia peregrina por los senderos de la huerta hacia lo alto de Monteagudo, para orar abriéndose al mundo entero.
A mis seis años la huerta significaba ir a casa de la tía Carmen, la prima de la yaya, abuela paterna en nuestra familia mitad alicantina y mitad murciana. La huerta era merienda-cena: morcillas, migas, pimentiquios, berenjenas, costillas... Trepábamos a la higuera a por brevas. “Nene, no las comas calientes, que sueltan la tripa”. De regreso, al atardecer, oscurece por la vereda junto a la acequia: “Nene, no te sueltes de la mano, que vas a tropezar”.
Habíamos estado en la huerta, pero sin ver la huerta. En la huerta, diría Unamuno, hay paisanaje, pero falta paisaje.
Sentándose bajo los limoneros, el único horizonte es la senda, que desaparece “a la revueltiquia” y no ayuda en la depresión. A Vicente Medina le producía “cansera” la nostalgia de esa sendica por la que se fueron sus penas. En el armario de recuerdos de abuelos conservábamos la colección de Blanco y Negro. En el del 18 de junio de 1898 (n.372) leeríamos de mayores al poeta murciano dolorido por “aquel hijo que se fue a la guerra” por esa sendica sin horizonte...
Desde dentro de la huerta no se ve la huerta. La ví desde lo alto, cuando mi padre nos subió a los dos hermanos a la torre de la Catedral, otro día a Monteagudo, otro día a la Fuensanta. Nos impresionaba de cerca la campana Águeda o las dimensiones del Corazón de Jesús que esculpió Nicolás Martínez. “Hay que subir a las alturas para mirar a lo lejos, al horizonte”, sentenciaba mi padre, siempre cuidadoso de resumir la lección con aforismos lapidarios.
En aquellos días los únicos edificios altos en Murcia eran el Hospital y la Casa de los Nueve Pisos. “Para ver la huerta, hay que salir fuera de la huerta”, proseguía mi padre, inculcándonos afición a filosofar. Nos explicaba que la torre de santa Catalina era una de las alturas de Murcia cuando él era un niño y la veía desde el terrado de su casa en la calle de Madre de Dios. “Cuando había un incendio, avisaban desde ese campanario”. Ahora esa torre está asfixiada entre edificios que duplican con creces su altura.
Hoy, al otear desde la Fuensanta, apenas queda ya porción de huerta sin edificar. Mayor razón para salir de vez en cuando en busca de alturas donde se respire amplitud de miras y anchura de corazón. El 19 de junio sube la peregrinación tradicional desde el corazón de la ciudad hasta el castillo de Monteagudo. Murcia quiere salir de la estrechez cotidiana y mirar a lo largo y a lo ancho, desde la amplitud sin fronteras del corazón de Cristo, con los brazos extendidos sobre la ciudad.
No estoy en mi tierra ese día. Lo recuerdo desde el monte Rokko, en Kobe (Japón), donde la juventud de la parroquia celebra una eucaristía oteando desde la cumbre el puerto y debatiendo sobre la acogida a la inmigración, cada vez más difícil por el endurecimiento de la legislación y burocracia japonesas.
En lo alto de este monte hay una estatua de Kannon, bodisatva de la misericordia, dedicada a Miyoshi, la azafata que salvó vidas infantiles, ayudando a salir por la rampa de emergencia de un avión en llamas tras un aterrizaje forzoso. Ella no pudo salir y pereció en la explosión. “Nadie tiene mejor amor que quien da la vida”, reza el epitafio.
A la vuelta, releo la conferencia “Corazón humano”, en que el P. Pedro Arrupe (1980) comenta a Teilhard de Chardin (1891-1955), admirado por su conjunción de ciencia y mística, biología y teología.
El corazón de Cristo, en el centro de la espiritualidad de este jesuita francés, pionero de nuevos signos de los tiempos, ya antes del Concilio Vaticano II, conectaba con el “punto Omega” del universo, que el paleontólgo y teólogo del “Medio divino” solamente podía concebir como “fuerza centrífuga de amor acogedor” y “fuerza centrípeta de amor sin fronteras”.
Unos meses antes de morir, este pensador de convergencias acuñaba en su diario la síntesis final de su intuición científico-mística: “El gran secreto y la gran síntesis es que hay un corazón del mundo (un hecho de reflexión) y este corazón del mundo coincide con el corazón de Cristo (un hecho de revelación). Dos caras de un misterio: el centro de convergencia en que se concentra el universo y el centro cristiano, el corazón de Cristo”(Diario, VI, p. 106).
Me sumo desde la distancia a la peregrinación murciana a Monteagudo. Menos mal que hoy ya no se cantará, como en tiempos del nacional-catolicismo, aquella estrofa que decía: “Reinará en España más que en todo el resto del mundo”. Hoy es la revés: “Hará a España salir de sí misma, para abrirse a descubrir el reinado de Dios en todo el resto del mundo”.
Así lo medito, al aura del vaho salino de la bahía al anochecer, mientras diviso desde mi ventana la noche iluminada del puerto de Kobe y anhelo que las atalayas de Monteagudo y la Fuensanta o la Torre como vigía avizoren para Murcia el camino de salir de sí misma para buscar convergencias y crear alianzas de culturas en un mundo sin fronteras, según el Corazón de Cristo.
(Publicado en La Verdad de Murcia, en la fiesta del Corazón de Jesús)
A mis seis años la huerta significaba ir a casa de la tía Carmen, la prima de la yaya, abuela paterna en nuestra familia mitad alicantina y mitad murciana. La huerta era merienda-cena: morcillas, migas, pimentiquios, berenjenas, costillas... Trepábamos a la higuera a por brevas. “Nene, no las comas calientes, que sueltan la tripa”. De regreso, al atardecer, oscurece por la vereda junto a la acequia: “Nene, no te sueltes de la mano, que vas a tropezar”.
Habíamos estado en la huerta, pero sin ver la huerta. En la huerta, diría Unamuno, hay paisanaje, pero falta paisaje.
Sentándose bajo los limoneros, el único horizonte es la senda, que desaparece “a la revueltiquia” y no ayuda en la depresión. A Vicente Medina le producía “cansera” la nostalgia de esa sendica por la que se fueron sus penas. En el armario de recuerdos de abuelos conservábamos la colección de Blanco y Negro. En el del 18 de junio de 1898 (n.372) leeríamos de mayores al poeta murciano dolorido por “aquel hijo que se fue a la guerra” por esa sendica sin horizonte...
Desde dentro de la huerta no se ve la huerta. La ví desde lo alto, cuando mi padre nos subió a los dos hermanos a la torre de la Catedral, otro día a Monteagudo, otro día a la Fuensanta. Nos impresionaba de cerca la campana Águeda o las dimensiones del Corazón de Jesús que esculpió Nicolás Martínez. “Hay que subir a las alturas para mirar a lo lejos, al horizonte”, sentenciaba mi padre, siempre cuidadoso de resumir la lección con aforismos lapidarios.
En aquellos días los únicos edificios altos en Murcia eran el Hospital y la Casa de los Nueve Pisos. “Para ver la huerta, hay que salir fuera de la huerta”, proseguía mi padre, inculcándonos afición a filosofar. Nos explicaba que la torre de santa Catalina era una de las alturas de Murcia cuando él era un niño y la veía desde el terrado de su casa en la calle de Madre de Dios. “Cuando había un incendio, avisaban desde ese campanario”. Ahora esa torre está asfixiada entre edificios que duplican con creces su altura.
Hoy, al otear desde la Fuensanta, apenas queda ya porción de huerta sin edificar. Mayor razón para salir de vez en cuando en busca de alturas donde se respire amplitud de miras y anchura de corazón. El 19 de junio sube la peregrinación tradicional desde el corazón de la ciudad hasta el castillo de Monteagudo. Murcia quiere salir de la estrechez cotidiana y mirar a lo largo y a lo ancho, desde la amplitud sin fronteras del corazón de Cristo, con los brazos extendidos sobre la ciudad.
No estoy en mi tierra ese día. Lo recuerdo desde el monte Rokko, en Kobe (Japón), donde la juventud de la parroquia celebra una eucaristía oteando desde la cumbre el puerto y debatiendo sobre la acogida a la inmigración, cada vez más difícil por el endurecimiento de la legislación y burocracia japonesas.
En lo alto de este monte hay una estatua de Kannon, bodisatva de la misericordia, dedicada a Miyoshi, la azafata que salvó vidas infantiles, ayudando a salir por la rampa de emergencia de un avión en llamas tras un aterrizaje forzoso. Ella no pudo salir y pereció en la explosión. “Nadie tiene mejor amor que quien da la vida”, reza el epitafio.
A la vuelta, releo la conferencia “Corazón humano”, en que el P. Pedro Arrupe (1980) comenta a Teilhard de Chardin (1891-1955), admirado por su conjunción de ciencia y mística, biología y teología.
El corazón de Cristo, en el centro de la espiritualidad de este jesuita francés, pionero de nuevos signos de los tiempos, ya antes del Concilio Vaticano II, conectaba con el “punto Omega” del universo, que el paleontólgo y teólogo del “Medio divino” solamente podía concebir como “fuerza centrífuga de amor acogedor” y “fuerza centrípeta de amor sin fronteras”.
Unos meses antes de morir, este pensador de convergencias acuñaba en su diario la síntesis final de su intuición científico-mística: “El gran secreto y la gran síntesis es que hay un corazón del mundo (un hecho de reflexión) y este corazón del mundo coincide con el corazón de Cristo (un hecho de revelación). Dos caras de un misterio: el centro de convergencia en que se concentra el universo y el centro cristiano, el corazón de Cristo”(Diario, VI, p. 106).
Me sumo desde la distancia a la peregrinación murciana a Monteagudo. Menos mal que hoy ya no se cantará, como en tiempos del nacional-catolicismo, aquella estrofa que decía: “Reinará en España más que en todo el resto del mundo”. Hoy es la revés: “Hará a España salir de sí misma, para abrirse a descubrir el reinado de Dios en todo el resto del mundo”.
Así lo medito, al aura del vaho salino de la bahía al anochecer, mientras diviso desde mi ventana la noche iluminada del puerto de Kobe y anhelo que las atalayas de Monteagudo y la Fuensanta o la Torre como vigía avizoren para Murcia el camino de salir de sí misma para buscar convergencias y crear alianzas de culturas en un mundo sin fronteras, según el Corazón de Cristo.
(Publicado en La Verdad de Murcia, en la fiesta del Corazón de Jesús)