Tentad, tentad, algo quedará... Michael Moore: "La última tentación de Cristo", la primera.... y la única
Jesús de Nazaret, verdadero hombre, fue tentado (a lo largo de su vida); y lo fue en aquello que constituye lo más nuclear de cada persona: su identidad última (filiación) y su vocación (mesianismo)
Se pone en tela de juicio, en primer lugar, si en verdad es el Hijo amado y, luego, si lo es, qué implica eso, cuáles son sus poderes mesiánicos concretos y cómo reacciona frente a las amenazas y negatividades de su vida
Jesús no bajó de la cruz y quizá –no lo sabemos– entregó el espíritu con más de una pregunta atragantada, sin responder
Jesús no bajó de la cruz y quizá –no lo sabemos– entregó el espíritu con más de una pregunta atragantada, sin responder
| Michael Moore
“La última tentación de Cristo” según Scorsese es la primera según el evangelio de Marcos. Y es la única, según la madura reflexión teológica actual. Me explico: en la novela de Kazantzakis (publicada en 1953) llevada a la pantalla grande por el cineasta norteamericano (imagino que hoy no seguirá causando el mismo escándalo que cuando se estrenó, en 1988), la gran tentación que atraviesa toda la vida de Jesús y se exacerba al final, sobre la cruz, en sus últimos momentos, coincide en su contenido teologal con lo que narran los evangelios. Marcos se limita a afirmar que Jesús fue tentado en el desierto (cf. Mt 1,12-13); Mateo y Lucas, desgranan ese contenido mostrando su perenne actualidad (cf. Mt 4,1-11 y Lc 4,1-13). De todos modos, no nos interesa ahora comentar la película ni tampoco realizar un ejercicio exegético de los textos bíblicos sino evidenciar y –quizá– recuperar, su gran verdad histórica (presentada en escenas no positivamente históricas): Jesús de Nazaret, verdadero hombre, fue tentado (a lo largo de su vida); y lo fue en aquello que constituye lo más nuclear de cada persona: su identidad última (filiación) y su vocación (mesianismo). Ni más ni menos, en las “preguntas-terremoto”: ¿quién soy? ¿para qué vivo? ¿cómo quiero vivir?
“Si eres el Hijo de Dios…”
Creo que la clave está en el condicional que usa el tentador para entrar en diálogo con Jesús: “si eres el Hijo…” (cf. Mt 4,3.6 y Lc 4,3.9) porque, entonces, se pone en tela de juicio, en primer lugar, si en verdad es el Hijo amado y, luego, si lo es, qué implica eso, qué relación especial supone con su Padre, cuáles son sus poderes mesiánicos concretos y cómo reacciona frente a las amenazas y negatividades de su vida. En otras palabras, extensivas a cada uno de nosotros: ¿qué “privilegios” supone el ser hijo de Dios? ¿cómo se relaciona ese Dios con la historia en general y con nuestras historias individuales? ¿inter-viene sí o no? ¿cómo y cuándo? En definitiva, creo que la importancia fundante de esta escena evangélica es que plantea desde el inicio la cuestión última de toda religión: ¿quién es el Dios en quien yo creo, y cómo me autocomprendo desde Él? De la respuesta dada a la pregunta se seguirá también nuestro modo de ser cristiano, que podemos simplificarlo esquemáticamente en esta alternativa: caminar la historia esperando a contramano y construyendo reino en sinodalidad y solidaridad, o vivir recurriendo a deidades, imaginando que pueden solucionar nuestros problemas desde afuera con intervenciones puntuales al ritmo de nuestras necesidades.
Bautismo-tentación-misión
Y si leemos ahora el texto en su contexto, creo se confirman esas intuiciones. Porque la escena de las tentaciones se ubica inmediatamente luego del bautismo y antes del inicio de su misión. En la primera se afirma la identidad de Jesús: efectivamente, él es el Hijo (cf. Mt 3,17; Mc 1,11 y Lc 3,22) … pero, nuevamente ¿en qué consiste “ser Hijo-Mesías”? Esa es la pregunta más sutil que instalará el tentador (¡la vida misma!) a lo largo de su biografía; y la respuesta se evidenciará en la medida en que él vaya desarrollando su misión. Así, bautismo-tentación-misión deben leerse desde un horizonte hermenéutico común. En la llamada vida pública de Jesús pues, las tentaciones rondarán envueltas en preguntas insidiosas y ambiguas: ¿cómo predicar e incoar el reino? ¿invitar o imponer? ¿seducir o atemorizar? ¿acompañar o decretar?
En Jesús, como en cada uno de nosotros, el ser y el hacer son magnitudes relacionadas y dinámicas: somos y nos vamos haciendo en el devenir de nuestras historias a través del ejercicio cotidiano de nuestra libertad; debemos llegar a ser lo que ya somos, desde siempre: hijos y humanos (que luego, quizá, celebramos en el rito del bautismo). Pero no basta con estar bautizado ni ser el fruto de la unión de dos individuos de la especie sapiens. Son nuestras opciones concretas las que nos humanizan o nos des-humanizan, nos divinizan o nos hacen idólatras. Y en ellas nos vemos constantemente tentados, como Jesús, de exigir a las piedras que se conviertan en pan, de pedirle a la realidad más de lo que ella puede darnos, de evitar el esfuerzo por cincelar y reformatear las piedras de la historia. Si tenemos hambre –de pan o de justicia–lo mejor será arremangarse y poner manos a la obra (cf. Mt 4,3-4; Lc 4,3-4). Nos veremos tentados de transar a cualquier precio y con cualquier comerciante para adquirir algo de poder porque creemos, erróneamente, que eso nos hace un poco como Dios cuando, en verdad, su única omni-potencia es su omni-misericordia. Habrá, pues, que ensayar otros caminos de autoafirmación (cf. Mt 4,8-10; Lc 4,5-8). Y, finalmente, se nos planteará en qué consiste la entrega de fe, cómo actúa la providencia divina y cómo la prudencia humana. Antes de tirarse de cualquier techo habrá que, al menos, medir la distancia que lo separa del suelo (cf. Mt 4,5-7; Lc 4,9-12).
“Si eres el hijo de Dios…” II: el regreso
En síntesis: lo que avisan –muy seriamente– los textos evangélicos es que toda vida humana (incluida la del Hijo muy amado) está transida de tentaciones que tocan lo más profundo de nuestro ser y hacer. Los evangelistas narran las de Jesús en el inicio de su ministerio, pero no para indicar que sólo se vio tentado en ese momento y que, victorioso en aquella batalla, luego vivió exento de dudas y preguntas. Por el contrario, ubican la escena al inicio de su vida pública como avisando que será una lucha constante… ¡y hasta el fin! En efecto: la narración de Lucas concluye con la sugestiva afirmación: “el diablo se alejó de él hasta el tiempo propicio” (Lc 4,13). Podemos interpretar que “el tiempo propicio” para que reaparezca con toda su intensidad el tentador será el tiempo final de Jesús, más en concreto, en su agonía en la cruz. Allí vuelve a aparecer, insidiosa, en labios de la turba (creyente, increyente o dubitante), la misma frase en condicional-condicionante que había resonado unos años antes en el desierto: “si eres el Hijo de Dios…” (cf. Mt 27,40; Mc 15,31; Lc 23,35). Pero en este caso, la prueba confirmatoria exigida ya no será realizar el trueque mágico de las piedras en panes, empoderarse corruptamente o ensayar acrobacias imprudentes, sino un “pequeño gesto” (bajarse de la cruz) en vistas a algo más dramático y urgente: salvarse de la muerte y obtener la fe de los espectadores. Con libertad teológica –puesto que nadie puede afirmar dogmáticamente lo contrario– podemos imaginar que, como en más de una ocasión a lo largo de su vida, ahora, en el borde de la muerte, el tentador (o la vida y sus contradicciones) instaló en lo más profundo de la fe de Jesús la insidiosa duda multiforme: “¿en verdad soy el Hijo amado? ¿era por esta propuesta y estilo de vida por lo que debía gastar mis horas? ¿habrá valido la pena todo esto?” El bajar –o ser bajado– de la cruz habría despejado todas las dudas de Jesús y de los circundantes que, de espectadores desconfiados se hubieran convertido en testigos fervientes. Pero, como me gusta decir llegado este punto: hay que hacer teología post-factum. Jesús no bajó de la cruz y quizá –no lo sabemos– entregó el espíritu con más de una pregunta atragantada, sin responder. También el Hijo especialmente amado (pero ¿qué hijo no especialmente amado por sus padres?) tuvo que convivir en la vida y en la muerte con la(s) pregunta(s). De eso se trata la fe: no sólo de esperar estoicamente las respuestas que llegan el domingo de resurrección sino de arriesgarse a caminar abrahámicamente con las preguntas que amenazan los largos viernes de pasión.
Y la buena noticia es…
Para concluir: el evangelista Marcos, después de testimoniar que Jesús fue tentado, cierra la escena añadiendo que “se puso a proclamar la buena noticia de parte de Dios. Decía: -Se ha cumplido el plazo, está cerca el reinado de Dios” (Mc 1,14-15). Es este un versículo del todo fundamental en la historia de la revelación desde la mirada cristiana. Porque ¿qué es, en concreto, lo que nos viene a anunciar Jesús “de parte de Dios”? Sería interesante que cada lector hiciera ahora una pausa e intentara responder(se) esa pregunta…
Alguna vez escribió el agudo teólogo uruguayo J.L. Segundo: “Al cristianismo no se le pidió tener fe en Jesús como Dios, se le pidió creer en la buena noticia y la buena noticia era la venida del Reino de Dios”. Desde esta perspectiva, podríamos decir que una las constantes tentaciones de la iglesia –no ya de Jesús– ha sido sucumbir y enredarse en la cuestión de “si/cómo/en qué sentido Jesús es el Hijo de Dios”, poniendo en segundo plano, hasta olvidar muchas veces esa verdad angular que recuerda el teólogo jesuita, retomando lo dicho por Jesús: la buena noticia es que el reino está llegando…
En la línea de J.L. Segundo, creo que una de las peores tentaciones-trampas en las cuales hemos caído como creyentes es la de olvidar que el evangelio es una buena noticia (para todos y de modo especial para los que peor la pasan) y que esa buena noticia consiste en que el reinado de Dios (su voluntad de humanización de la humanidad) está llegando (no sin nosotros). Y de suplantar esa buena nueva con egolatrías, eclesiolatrías, papolatrías o idolatrías varias.