La niebla pegajosa, algunos de estos días invernales de sencillo gris de lana, lo entierra todo todo el tiempo. El viajero volvió a ver la bastedad de los ancianos árboles, que recuerda haber visto la primera vez que los vio, sobre la que no deja más rastro que un cerrado sendero desaparecido que le impide salir a campo abierto y alcanzar el camino al que ninguna ventana da luz. Cuando alcanzó a llegar al final, allá lejos, entró en un portal del que salía un resplandor, y vio una señora en la penumbra con lo que imaginó era niño en el regazo y un señor atizando el fuego envejecido por las brasas ardiendo en su rostro. Con los ojos más que con los labios, pido refugio para pasar la noche y, sin explicación alguna, sintió lo maravilloso que late bajo los desnudos días de diciembre. Al amanecer, sabiendo como se cuela el frío cuando se apaga el fuego, con la incertidumbre en el corazón por no saber muy bien que había pasado, salió a la enmarañada maleza buscando rehacer sus titubeantes pisadas.