La memoria de Jesús no es dogmática La verdad nos hace libres, el credo súbditos
El que seamos percibidos como una religión inofensiva, irrelevante o inconsecuente se lo debemos, al menos en parte, a Nicea.

Hoy en día, el catolicismo como religión que se arroga el derecho de considerar suyos aquellos textos y cuyas facciones más conservadoras se deliran opuestas al orden establecido por proferir juicios a diestra y siniestra en todo lo relacionado con la reproducción humana, en realidad es una religión inofensiva para quienes manejan los hilos del poder, irrelevante para quienes crean y usan a su favor las reglas del mercado, e inconsecuente para quienes hacen algún intento de oponerse a la crueldad de "los jefes de las naciones". Si bien el Papa Francisco ha sido uno de los pontífices de los últimos siglos que con mayor vehemencia ha señalado las estructuras que oprimen y despojan de derechos y dignidad a tantos seres humanos en el planeta, hacer ese tipo de declaraciones lo ha convertido en el objeto de odio de una parte de sus hermanos en el episcopado, en el clero y en la feligresía; con lo cual se refuerza el que seamos percibidos como una religión inofensiva, irrelevante, inconsecuente. Y se lo debemos, al menos en parte, a Nicea.
Esa presencia del cristianismo como una fuerza de resistencia a la cultura imperial y de propuesta de valores contrarios o al menos distintos a los proclamados desde Roma venía precisamente de esas formas de predicación y testimonio de las primeras generaciones cristianas, para las que afirmar el mesianismo de Jesús, su condición de hijo de dios, o su entrega salvífica en la cruz, no tenía implicaciones metafísicas ni ontológicas porque aquellas palabras estaban muy lejos de ser parte de su jerga o de sus preocupaciones, sino que tenía implicaciones directas sobre su cotidianidad, su forma de ser parte de la sociedad, y su forma de acercarse a los otros y vincularse con ellos.La memoria de Jesús no es dogmática, mucho menos filosófica, es comunitaria y sacramental. Al señor resucitado lo vemos en las hermanas y hermanos con quienes compartimos la vida y partimos el pan.
Llegado el tiempo en el que se convoca el concilio de Nicea - un concilio organizado desde las élites imperiales - ya el cristianismo había salido de las catacumbas y se había convertido en una especie de sociedad paralela con incidencia en esas élites. Fue entonces cuando disminuyó el ímpetu evangelizador y aumentó el afán político y el complejo intelectual. En estas clases dominantes había una fascinación por las escuelas y corrientes filosóficas, por las discusiones y debates argumentativos, por las doctrinas de aquella "religión altamente intelectualizada" como llamaba Jaeger a la filosofía griega. Y el cristianismo, que había surgido contando historias de semillas y de lámparas, de ovejas y tesoros, de un mesías esclavo, que lavaba los pies de sus discípulas y discípulos, no tenía credenciales para aspirar a convertirse en una corriente realmente relevante en el imperio, a menos que todo su discurso tuviera las características que fascinaban a las gente importantes del imperio. Y así lo hicieron.
Décadas de discusiones filosóficas sobre los títulos de Jesús, su naturaleza, su origen/no origen, o la lógica de su obra salvífica fueron mutilando paulatinamente la fuerza transformadora de la buena nueva en un articulado que distrajo la atención de los recién inventados teólogos católicos por los próximos 17 siglos. Las palabras del Centurión romano ya no implicaban ninguna amenaza para el poder imperial porque habían sido elevadas a un plano en el que no se contradecían con la realidad política. Pero además, desde allí la validaban y la canonizaban. Aunque con un par de reveses, a la vuelta de unos años el imperio ya no perseguía cristianos, sino que los fabricaba por la fuerza y con ello legitimaba su poder como algo dado desde el cielo. De modo que entre la predicación cristiana y el credo no solamente no hay un avance en la profundización del misterio, aunque les guste decir eso a los teólogos del dogma, sino que en efecto hay una desactivación de todo aquello que en el evangelio pudiera ser percibido como una forma de resistencia, como una propuesta de transformación, como un intento de dios por hacerlo todo nuevo.

Hoy, que son tiempos de tiranos, de jefes de las naciones que están exterminando, segregando y oprimiendo, y que a la vez el catolicismo se reviste de nostalgia para celebrar 17 siglos ya de aquellos primeros momentos en los que se hizo relevante como religión mayoritaria para el mismo poder contra el que hablaron los profetas y los apóstoles, no habría mejor celebración que hacer lo necesario para volver a ser una fe peligrosa desde la paz y la alegría: ofensiva desde la bendición de los simples y los pequeños, relevante desde la transformación de las formas de convivir y practicar la solidaridad y consecuente en que se disuelvan todas las estructuras que hacen que nos parezcamos tanto a eso que Jesús nos pidió nunca ser.
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