Teología de J. Ortega y Gasset. Evolución del Cristianismo
Capítulo Seguno
Cultura Laica Judía. Judaísmo originario
Una teología integradora
La oposición material-espiritual, divino humano, temporal-eterno ha puesto en discordia al hombre consigo mismo de manera permanente. En no pocos casos ha sido motivo de luchas de los hombres entre sí e incluso de los pueblos, que han llegado a protagonizar guerras sangrientas por la misma razón.
Hoy la antropología niega estas disgregaciones en el hombre, por considerar que ambos componentes son parte constitutiva del ser humano. Por consiguiente, están llamadas a vivir en armonía en el propio sujeto y en el entorno donde se desenvuelve su vida. Ya la teología bíblica más antigua desconoce la dicotomía materia-espíritu, porque en ella la materia está inundada por el espíritu de Dios que la fecunda.
Así se percibe en el relato de la creación del Génesis, en el capítulo 1; después el libro de los Salmos recordará esta conjunción entre el Creador y su obra. Y en esta dinámica de comunión se desarrolla la encarnación del hijo de Dios, divino y humano, corporal y espiritual al mismo tiempo, que asume la condición del hombre y su entorno social, para convertirlo en un hombre nuevo y una tierra nueva.
Las dicotomías mencionadas son más bien reminiscencias de teologías paganas, hacia las que nos deslizamos fácilmente, pero que no tienen fundamento en la confesión cristiana. En la teología bíblica, aunque haya distinción entre materia y espíritu, mundo y Dios, no hay separación sino interacción. Son espacios transitables.
Esta línea teológica sin fisuras es la que sigue el filósofo-teólogo Ortega y Gasset. En su obra se descubre, como corriente subterránea, una teología que podemos llamar de la vida en torno, porque en ella tiene cabida cuanto existe en el espacio vital en que se desenvuelve el hombre. Todo lo que él acuñó en la palabra circunstancia. De esta manera la teología deja de ser un coto cerrado a determinados temas, para acoger la vida que late en toda la creación, particularmente lo referido al hombre. Toda la historia, pues, es un lugar teológico para Ortega, como antes lo fue para el teólogo bíblico. Es decir, el dinamismo de la fe no tiene lugar acotado.
Alguno se extrañará de que hable de Ortega como teólogo, pues bien, yo le invito a leer su obra y verá que el tema religioso está muy presente en toda ella como alma oculta que la anima desde dentro. Él ciertamente no se consideraba católico, como da a entender al comentar el impacto beneficioso que le produjo la lectura de El Santo, la obra simbólica del modernismo italiano. Sin embargo, vió en este libro la fórmula del catolicismo futuro y cuya lectura le hizo resucitar "la emoción católica". Entonces echa en falta ese catolicismo en el cual podía estar perfectamente encuadrado, porque no concibe un hombre que aspire a henchir su espíritu indefinidamente, que pueda renunciar al mundo de lo religioso (Sobre El Santo I, 431).
Y en otro momento hace suya una cita de Goethe quien dice que "los hombres no son productivos sino mientras son religiosos: cuando les falta la incitación religiosa se ven reducidos a imitar, a repetir en ciencia, en arte, en todo. Como Goethe debió pensar esto me parece gran verdad; la emoción de lo divino ha sido el hogar de la cultura y probablemente lo será siempre...Pero añade: No digo yo que la emoción religiosa sea la cultura; me basta con mostrar que es el hogar psicológico donde se condimenta la cultura, el ardor interior que suscita y bendice las cosechas" (Ibid., 435-436).
Ahondando en el mismo tema insiste: "Toda labor de cultura es una interpretación, esclarecimiento, explicación o exégesis de la vida. Y la vida es el texto eterno, la retama ardiendo al borde del camino donde Dios da sus voces" (Meditaciones del Quijote, I, 357).
A pesar de este espíritu religioso que rezuma, Ortega no comulga con la Iglesia que le tocó vivir, porque se oponía a la ciencia atrincherada en un férro dogmatismo. Él prefería una Iglesia capaz de superar la antinomia entre el dogmatismo teológico y la ciencia.Una Iglesia así, dice, nos parecería la más perfecta institución de cultura. Pero sigue sin solucionarse la antítesis entre ciencia y religión, virtud y placer, cielo y tierra; vivimos entre antítesis.
Por el contrario, él desea fervientemente que el viejo mundo de la fe y el nuevo de la ciencia se ensamble, para que se forme la esfera del universo espiritual (La vida en torno, Tierras de castilla II, 45-46)Su teología es vitalista, aunque acompañada de un místico sabor panteísta, como puede observarse en esta cita que recoge de Renan: "cada cosa está impregnada de Dios, cada cosa se brinda a servirnos de Eucaristía".
Él considera las religiones, los mitos, las teologías como magníficos establecimientos que se levantan a lo largo de la historia como destilerías inmensas donde la humanidad extracta la quinta esencia de lo divino. Y refiere cómo a Renán no le basta con ver a Dios reflejado en los dogmas y le encuentra en lo que pudiera considerarse materia exánime y obra muerta de las religiones: en los ritos. Aunque falte la fe y el objeto del culto, sontiene Renán la religiosidad del rito, el poder espiritual de la liturgia.
Habla de la belleza del rito cristiano maronita del Líbano donde murió su hermana y asistió al culto en la capilla del cementerio cerca de la tumba que le levantó. Del filósofo francés, a quien lee desde pequeño, es también esta frase que resume todo lo anterior: "Es tan bello el orden y tan expresiva la liturgia, que en esta procesión casi es innecesaria la existencia de Dios" (Renan, I, 466-467).
Aunque Ortega no comulgue con la Iglesia, los elogios que hace del cristianismo son muy frecuentes. Por tanto, teniendo en cuenta, primero, que la teología surgida del concilio Vaticano II y de la Conferencia mundial del Consejo ecuménico de las iglesias en Ginebra (julio 1966), considera la historia que vive la humanidad el lugar por excelencia de la revelación de Dios, algo así como una vuelta a las fuentes bíblicas, leídas a la luz de los signos de los tiempos. Y segundo, dado que esto supone una ampliación del espectro teológico tradicional, yo considero a Ortega un gran teólogo que reflexiona sobre la vida humana y toda la problemática en que ésta se desarrolla y que debe recuperar la teología.
Pero ante el rechazo de muchos, que no faltará, me sirvo de sus mismas palabras para defenderle con una cita que inicié en la Introducción y que completo ahora: "Sea hospitalaria nuestra inteligencia y enseñémosla a gozarse cuando a nuestra puerta llame un extraño, una idea o emoción con que no contábamos. Obra sobre nuestro espíritu un terrible poder de inercia, el cual nos induce a contentarnos con el trozo de vida que nos es habitual.
A poco que nos descuidemos, esa propensión estadiza y morosa creará en nosotros la firme convicción de no haber más realidad que la presente ante nuestro ojos. De nada como de esa inclinación, debe desconfiar quien aspira a hacer de sí mismo un delicado instrumento de humanidad. No, no; el horizonte de nuestra percepción no es el horizonte de la realidad" (Ensayos de Crítica II, 77).
El lector puede hacerse una idea del gran conocimiento que tenía de la teología en los próximos capítulos tercero, cuarto y quinto, en que hago una síntesis de lo que me ha parecido más significativo, y que cada uno puede continuar después leyendo su obra. La teología de la vida en torno de Ortega sale a la luz ayudada por su ancilla, la filosofía, como se decía en la jerga escolástica, pero es una teología que usa un nuevo método en su elaboración.
No se comporta como la teología-abogacía que criticó Unamuno, en la que el teólogo partía de unos dogmas dados de antemano, que tenía que defender a toda costa . Tal método llevó a la teología a su esclerotización y a que degenerara en mera repetición de fórmulas arcaicas, que no despertaban ya interés alguno, por estar ausente de él la realidad vital humana. Ante una situación así había que concluir, parafraseando a Ortega al referirse a los usos literarios vigentes: Cualquier cosa es preferible al monoideísmo que se ha inveterado en los usos teológicos existentes (Observaciones I, 164).
Su teología, además de estar en sintonía con la teología bíblica, va en la misma línea, insisto, de las que se eleboraron en torno al concilio Vaticano II, en fecha anterior y posterior a él, como son las teologías de las realidades terrenas, del laicado, la nueva teología política europea, la de la liberación, la de la secularidad etc. Su teología es vitalista y sintética, es decir, tiene en cuenta al hombre en todas sus dimensiones, sin fisuras ni escisiones.
Por tanto, a la falta de visión y a la pereza cerrada a toda creatividad que manifiesta el que se opone a ampliar el campo teológico él le dirá: la inercia puede inducirnos a contentarnos con el trozo de vida que nos es habitual, porque nos hace creer fácilmente que no existe más realidad que la presente a nuestros ojos. De esta inclinación, dice, debe desconfiar quien aspire a ser un instrumento de humanidad (Ensayos de Crítica II, 77).
Incluso podemos decir a los acaparadores de Dios que "Dios es también asunto profano" (Dios a la vista II, 493), o que no hay cosa en el orbe por donde no pase algún nervio divino. Hay que tener en cuenta, finalmente, al sujeto receptor al hacer teología. Dice a este respecto: "Presumir que la especie humana ha querido y querrá siempre lo mismo que nosotros, sería una vanidad. No, dilatemos bien a lo ancho nuestro corazón para que coja en él todo aquello humano que nos es ajeno. Prefiramos sobre la tierra una indócil diversidad a una monótona coincidencia"(Meditaciones del Quijote I, 322, 375-376).
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