29.9.18. La Biblia de San Miguel; victoria, juicio y belleza de Dios

Miguel no es un ángel más entre los miles de coros celestes, sino el Ángel por excelencia, mensajero y presencia de Dios, el arcángel, con sus dos compañeros bíblicos y cristianos (Gabriel y Rafael) o con los otros cuatro (Uriel, Azrael, Raziel y Sariel) que forman el “coro” de los siete espíritus supremos de la divinidad (la numeración cambia a veces, y los nombres varían, a veces se introduce Metratron, el Trono, y/o Mercaba, el carro celeste).

No podemos sabemos cuál es su forma de existencia, pero es evidente que Miguel y sus compañeros angélicos "son" y se revelan como símbolo fuerte del Dios que sobrepasa las fronteras de la Biblia y del mismo cristianismo.

Si miramos las cosas de un modo racionalista, deberemos decir que no existen... Pero están y son más allá de la razón discursiva. Y así "existen" y se expresan en la poesía intensa de la vida, en un plano espiritual y simbólico, místico y poético, expresando altos misterios de Dios y de la vida, que, de otra manera, resultarían difíciles de precisar, como han sabido millones de cristianos que han representado en concreto a Miguel como símbolo supremo de Dios (icono oriental), guerrero divino a favor de los creyentes (1 Henoc o Apocalipsis), como juez final (Daniel) o como portador de la cruz cristiana (San Miguel de Aralar).

En ese fondo, para aquellos que tengan un tiempo libre, quiero evocar la “historia bíblica de Miguel”, que no es un simple Rumor de Ángeles, sino el Trueno/Relámpago de la Tempestad de Dios, recogiendo lo que he dicho en varios libros (Gran Diccionario de la Biblia, Diccionario de las Tres Religiones, Antropología Bíblica…), mientras sigo recogiendo datos para escribir un día (Dios mediante) un “Libro de ángeles bíblicos y cristianos”.

Ésta será una postal larga, para estudio reposado,más que más sencilla información, y se divide en tres partes, en las que expongo el testimonio bíblico de ese “trueno de Dios que es Miguel”.




1. Miguel en el Antiguo Testamento, libro de Daniel (este Miguel es bíblico, pero no pertenece al testimonio de Jesús ni de la Iglesia, aunque es importante para entender la presencia y figura de Dios en Israel).

2. Miguel en el Nuevo Testamento (sobre todo en el Apocalipsis).
Éste es un “Miguel” cristianizado, es decir, al servicio del mensaje y del juicio de Jesús. Es importante para la piedad cristiana, como signo de la belleza y del poder salvador de Dios, pero no es un elemento central del cristianismo.
3. Apéndice. Miguel en la literatura apócrifa de Henoc (éste Miguel pertenece a la apocalíptica extra‒bíblica, no es ángel cristiano).

Siga leyendo quien tenga "tiempo de libro" o quien quiera conocer mejor la identidad y la notas principales de Miguel y los ángeles de la Biblia, de los que (como he dicho) no sabemos si existen en sentido “material”, pero estamos seguros de que son: simbolizan, representan y acompañan de un modo divino a los hombres.



1. MIGUEL EN LA BIBLIA 1. ANTIGUO TESTAMENTO,LIBRO DE DANIEL

He destacado ayer la presencia e influjo del Arcángel Miguel en los libros apócrifos de Henoc, donde aparece como guerrero de Dios, encargado de combatir y apresar a los ángeles perversos. Pero su figura y su función aparece también en el libro canónico de Daniel, que forma parte de la Biblia Hebrea, donde cumple una función muy destacada, como protector del pueblo de Dios, ángel supremo de Israel. Su figura resulta apasionante y así quiero presentarle hoy, analizando los textos básicos del libro.

Lucha de ángeles. Gabriel y Miguel.

Conforme a un idea antigua, cada pueblo su propia divinidad protectora, de tal forma que a cada pueblo correspondía su Dios. Desde su propia perspectiva monoteísta, los israelitas tuvieron que matizar esa visión y así hablaron del Dios supremo (de Israel) y de los dioses inferiores (de los otros pueblos).

«Cuando el Altísimo repartió heredades a las naciones, cuando separó a los hijos del hombre, estableció las fronteras de los pueblos según el número de los hijos de Israel. Porque la porción de Yahvé es su pueblo; Jacob es la parcela de su heredad” (Dt 32, 8).

Éste es un texto evidentemente corregido, de manera que en el lugar donde habla de “los hijos de Israel” hablaba en principio de los “hijos de Él”, es decir, de la divinidad. Tendríamos, según eso, un tipo de “panteón jerárquico”: El, identificado con Yahvé, sería el Dios de Israel; los “hijos de Él”, a quienes en toda la tradición pre-israelita, se toma como dioses inferiores, serían los protectores de las naciones. En ese contexto primitivo, que aparece en varios salmos, por ejemplo en el Salmo 29, el Dios supremo se habría reservado la tarea de proteger a Israel, dejando a otros dioses inferiores (sus hijos) la tarea de proteger a los restantes pueblos, todos, por tanto, bajo la ayuda de lo divino, pero en grados distintos.

Ésa era la visión antigua, pero los escribas judíos que han transmitido el texto de Dt 21, 8 han encontrado una dificultad: según ellos, Dios no tiene “hijos”; más aún, no existen “dioses”. Por eso, donde ponía “hijos de El” han puesto “hijos de Isra-El”, limitándose a añadir un “isra” delante de El. De esa forma han trazado una correspondencia misteriosa entre los hijos de Israel y el conjunto de los pueblos, que serían como una “expansión” de (los hijos de) Israel o, mejor dicho, que estarían bajo la protección de Israel. Aquí se expresa ya la idea de la misión universal de los hijos de Israel, encargados de ofrecer su testimonio, el testimonio de Dios, al conjunto de los pueblos. En esa línea se podría decir que los israelitas son como “ángeles de las naciones”.

Pero al lado de la corrección del texto hebreo (que hemos citado y comentado) tenemos la corrección quizá más antigua del texto griego de los LXX, que proviene, sin duda, de otra tradición teológica independiente, que ha tenido un gran influjo en toda la Religión posterior, tanto en el judaísmo como en el cristianismo. Así dice el texto:

“El Altísimo estableció las fronteras de los pueblos según el número de los ángeles de Dios; pero la porción del Kyrios fue su pueblo Jacob” (Dt LXX 32, 8-9).


Hay un “pueblo central” que es Israel/Jacob, que queda directamente bajo la protección de Dios. Y hay unos pueblos periféricos, todos los restantes pueblos, que quedan bajo la protección de los ángeles de Dios. Israel no necesita un ángel guardián, porque Dios mismo es su ángel. Todos los restantes pueblos, concebidos de forma corporativa, quedan bajo la protección de sus respectivos espíritus sagrados, es decir, de los ángeles. Todos los pueblos son en sí sagrados; todas las religiones tienen un aspecto positiva, porque están bajo la protección de los ángeles de Dios.

Ésta visión está en el fondo del libro de Daniel, pero con dos particularidades muy significativas.

(a) Guerra angélica. Si cada nación tiene su ángel, las guerras entre las naciones son guerras de ángeles. Esto nos sitúa ante la visión de los ángeles guerreros, que protegen a sus pueblos y que tienen que enfrentarse mutuamente, en una especia de gran guerra celeste. Es evidente que, avanzando en esta línea, los ángeles protectores de los pueblos enemigos podrán concebirse como espíritus satánicos.
(b) Miguel, ángel del pueblo de Dios. Al introducir a los ángeles en esta lucha y al destacar la trascendencia de Dios, a quien nadie puede alcanzar (Fan 7), el libro de Daniel tiene que “inventar” (=encontrar) un ángel especial, como protector de los israelitas. Éste será al ángel Miguel, como aparece en dos textos centrales de Dan 10.

Daniel, el gran profeta, está recibiendo la revelación sobre los tiempos finales, de manos de un ángel que, de hecho, en la forma actual del texto, se identifica con Gabriel, el gran mensajero, que le dice:

«Daniel, no temas, porque tus palabras han sido oídas desde el primer día que dedicaste tu corazón a entender y a humillarte en presencia de tu Dios. Yo he venido a causa de tus palabras. El príncipe del reino de Persia se me opuso durante veintiún días; pero he aquí que Miguel, uno de los principales príncipes, vino para ayudarme; y quedé allí con los reyes de Persia» (Dan 10, 12-13). Así viene el ángel Gabriel, para revelar a Daniel las cosas finales y ofrecerle su ayuda. Cuando se despide le dice: «Ahora tengo que volver para combatir con el príncipe de Persia. Y cuando yo haya concluido, he aquí que viene el príncipe de Grecia. Pero te voy a declarar lo que está registrado en el libro de la verdad. Ninguno hay que me apoye contra éstos, sino sólo Miguel, vuestro príncipe» (Dan 10, 20-21).


El texto es muy complejo y resulta difícil explicarlo con detalle. Parece que Gabriel (el ángel que habla con Daniel) es un espíritu importante, el mensajero de los secretos de Dios, aquel que va guiando los destinos de la historia. En un momento dado se pone al servicio del “Príncipe de Persia”, es decir, del imperio persa, dándole dominio sobre el mundo (ese imperio dura, para los judíos, del 539 al 332 a. C. Pero después tendrá que ponerse, por un tiempo, al servicio del “Príncipe de Grecia” (del 332, año de la conquista de Alejandro, hasta el 164 a. C., año en que se supone que caerá el imperio de los griegos, en tiempo de os macabeos).
Gabriel es como el árbitro de la historia y de esa forma guía desde Dios la marcha de los imperios, en su aspecto positivo (Dan 7 ha mostrado el aspecto satánico de esos imperios). Pero, en otra línea, por encima del mismo Gabriel, se encuentra Miguel, que es uno de los “principales príncipes”, es decir el Ángel o Príncipe de los israelitas. Durante un tiempo, Dios ha permitido que dominan los ángeles de los pueblos, dirigiendo por medio de Gabriel la marcha de la historia. Pero está llegando el momento de la manifestación final de Dios, que se realizará por Miguel, ángel o príncipe de los israelitas.

Miguel, el ángel de la lucha final.

Dios ha revelado ya a Daniel (cf. Dan 7) la llegada del tiempo final de la historia, con la revelación del → Hijo del Hombre. «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dan 7, 14).

«Y el reino y el imperio y la grandeza de los reinos bajo los cielos todos serán dados al pueblo de los santos del Altísimo. Su Reino es eterno y todos los imperios le servirán y le obedecerán” (Dan 7, 27).

Estas son las profecías básicas del reino eterno de Israel, del triunfo final, definitivo, del pueblo “elegido”. Ellas alimentan la esperanza histórica de los judíos pobres y perseguidos; son textos de liberación que no pueden ocultarse ni esconderse, sino que siguen animando la historia de la humanidad, en la gran marcha que lleva a la culminación definitiva de la creación. Pues bien, al lado de ese triunfo “histórico” de Israel, representado por el Hijo del Hombre, aparece el juicio último, la liberación apocalíptica, vinculada al triunfo de Miguel sobre los ángeles perversos de la muerte:

«En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe que está para servir a los hijos de tu pueblo. Será tiempo de angustia, cual nunca fue desde que hubo gente hasta entonces; pero en aquel tiempo será libertado tu pueblo, todos los que se hallen inscritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados: unos para vida eterna, otros para vergüenza y confusión perpetua. Los sabios resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas, para siempre» (Dan 12, 1-2).

Aquí ya no estamos ante la purificación escatológica del templo de Jerusalén (que se realizó de hecho el año 164 a. C., tras las victorias de Judas Macabeo y la muerte de Antíoco), ni ante la llegada histórica del Hijo del hombre (con un Reino que domina sobre todos los reinos de la historia), sino ante la culminación post-histórica de los mashkilim, los sabios apocalípticos (Dan 12, 3; en LXX los synientes). Estamos ante el conocimiento de la culminación apocalíptica, que no se debe a la victoria militar, sino al triunfo final de Dios, a través de su ángel supremo, el ángel de Israel:

a. El aquel tiempo se levantará Miguel, el Gran Príncipe, que está al servicio de Israel. Su figura y su presencia nos sitúa ante la lucha angélica, la batalla de los ángeles buenos contra los perversos, que encontramos también en Ap 12, 7 y Judas 1, 9. Aquí se cumple de algún modo lo anunciado en Dan 10, 31.21. Miguel es el ángel guerrero, de la lucha final, que se logra no sólo en contra de los opresores histórico de Israel, que son otros hombres, sino en contra de todos ángeles perversos. Según eso, la resurrección de los muertos está vinculada al triunfo de los ángeles buenos.

b. Será tiempo de angustia… Será liberado tu pueblo, aquellos que se encuentran escritos en el Libro… Del juicio angélico-militar (con la victoria de Miguel) pasamos al “juicio forense” (como en Dan 7, 10), que no se realiza por la armas sino conforme a la sabiduría superior, propia del derecho. En sentido estricto, por ahora no se sabe si esta liberación es histórica (dentro de este mundo, como en el caso del Reino del Hijo del Hombre) o si es supra-histórica, como supone el texto posterior de la resurrección. Sea como fuere, Miguel aparece como liberador del los justos de los últimos tiempos y como portador del juicio de Dios. En esa línea, él puede aparecer no sólo con la espada, luchando en contra de Satán y de sus diablos, sino también con la balanza, pesando las almas o vidas de todos los muertos.

2. MIGUEL EN LA BIBLIA 2. NUEVO TESTAMENTO
MIGUEL ES CRISTO, MIGUEL SOMOS NOSOTROS. UN ÁNGEL PSICOPOMPO



San Miguel no es sólo un ángel judío, sino que ha entrado en la tradición cristiana, desde tiempo antiguo, ya en el Nuevo Testamento. Es sin duda el ángel más importante de la iconografía cristiana. Aparece como patrono de miles de pueblos, figura venerada en mil santuarios, desde el Monte Gargano, Italia, hasta Aralar, Navarra, desde Mont Saint Michel, Normandía, hasta cien localidades de Rusia o América Latina. Es el ángel que aparece en gran parte de los pórticos de las catedrales, con la espada de Dios o la balanza del juicio. Es el ángel victoriosa, signo de Cristo (es el mismo Cristo), signo de aquellos que siguen a Cristo. Por eso, a los cristianos se les dice: ¡tú eres Miguel!

1. El ángel de la guerra de Dios y la mujer celeste (Ap 12, 1-6).

En muchas representaciones medievales del juicio, a los lados del Gran Cristo que viene (→ parusía), aparecen el ángel Miguel y la Mujer del cielo (María), como garantes y testigos de la victoria de Dios. El tema está vinculado al libo del Apocalipsis, que retoma, en línea cristiana, la visión anterior de Daniel:

(a. Primera escena) Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona e doce estrellas sobre su cabeza. Estaba encinta y gritaba en la angustia y tortura de su parto. Entonces apareció en el cielo otra señal: un enorme Dragón de color rojo con siete cabezas y diez cuernos y una diadema en cada una de sus siete cabezas. Con su cola barrió la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó sobre la tierra….Se trabó entonces en el cielo una batalla:

(a. Segunda escena) Miguel y sus ángeles entablaron combate contra el Dragón. Y el Dragón y sus ángeles lucharon encarnizadamente, pero fueron derrotados y los arrojaron del cielo para siempre. Y el gran Dragón, que es la antigua serpiente, que tiene por nombre Diablo y Satanás y anda seduciendo a todo el mundo, fue precipitado a la tierra junto con sus ángeles.

(c. Canción) Y en el cielo se oyó una voz potente que decía: «Ahora se ha realizado la salvación y el poder y el reinado de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo! Porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios.

Y ellos lo han vencido por causa de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos, porque no amaron sus vidas hasta la muerte.Por esto, alegraos, oh cielos, y los que habitáis en ellos. ¡Ay de la tierra y del mar! Porque el diablo ha descendido a vosotros y tiene grande ira, sabiendo que le queda poco tiempo»(Ap 12, 1-3. 7-12).

2. Mujer y Dragón. Primera escena (Ap 12, 1-3). En el horizonte del cielo, como surgiendo del templo abierto de Dios, aparece una mujer: la verdad del templo, signo celeste y terrestre de Dios (arca y pueblo de la alianza) es una Mujer, según la imagen repetida en los profetas (Os, Is y Jer). Más allá del espacio israelita (cf. Eva de Gen 2-3) ella evoca el mito de la mujer originaria o diosa. Donde esperábamos el fin (escatología, última trompeta) emerge el principio (protología, madre originaria).

Donde acaban los caminos de violencia del varón empieza la mujer, como si la historia. La otra señal es el dragón rojo, que en el conjunto aparece como enemigo de la humanidad, Serpiente Tannín, monstruo de las aguas, hidra de siete cabezas, que Yahvé derrotó para fundar la historia buena (cf. Is 27, 1; Sal 74, 13; 91, 13; Job 7, 12; 26, 13). Ese dragón es símbolo del enemigo mitológico de Dios en muchos pueblos.

Forman una pareja simbólica primordial, en muchos mitos. Suele hablarse de una mujer buena, perseguida por un Dragón perverso, pero liberada por un héroe que la protege para casarse con ella. Es muy posible que ese mito esté en el fondo de nuestro texto, como indica su fin feliz (al fin se casan mujer y salvador); pero aquí ese salvador es el mismo hijo de la mujer, es el mismo Cristo, que derrotará al Dragón,

Dragón y Miguel. Lucha sobre el cielo (Ap 12, 7-12).

De pronto, sin aviso previo, volvemos al escenario superior, para descubrir los hechos en otra perspectiva. El lugar permanece, cambian los actores: donde antes se enfrentaban Mujer y Dragón luchan ahora, en guerra formal dos ejércitos de ángeles buenos y perversos. El Dragón ha expulsado a la mujer y puede suponer que ha quedado solo, triunfante sobre el cielo de la altura cósmica (no ante el Trono de Dios, donde subió el Hijo en 12, 5). En el cielo cósmico habita el Dragón, ocupando el lugar intermedio entre Dios y los humanos. Parece seguro pero, de pronto, aparece allí Miguel, Príncipe de Dios y protector del pueblo de la alianza (cf. Dan 10, 13.21), y lucha contra el Dragón, como estaba anunciado: «entonces se levantará Miguel» (Dan 12, 1). Esta escena se entiende en dos perspectivas:

1) Miguel es Dios. Éste es el sentido de la narración, donde se cuenta de forma velada la lucha de Miguel contra los ángeles perversos, con la victoria de Dios. «Miguel y sus ángeles pelearon contra el dragón. Y el dragón y sus ángeles pelearon, pero no prevalecieron, ni fue hallado más el lugar de ellos en el cielo. Y fue arrojado el gran dragón» (Ap 12, 7-9) Miguel es aquí el signo de Dios, su presencia victoriosa. Ésta es la lectura judía, la lectura universal del tema del Dios victorioso. Con el ángel Miguel y Satán como protagonistas. Este Miguel que es la “victoria de Dios” sigue siendo uno de los signos clásicos de la iconografía y de la piedad cristiana, entendida en clave angélica.


2) Miguel es Cristo, los cristianos son Miguel. En otro nivel, la canción que sigue dice que el vencedor es Cristo, Cordero de Dios y con él los cristianos . «Y ellos lo han vencido por causa de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos, porque no amaron sus vidas hasta la muerte» (Ap 12, 11). Pasamos así el lenguaje angélico al lenguaje cristológico o, quizá mejor, cristiano. El ángel vencedor, el auténtico Miguel, es Cristo, que no ganado la batalla de Dios con una espada, sino con su propio amor (con su sangre), como puso de relieve hace tiempo un libro clave de exégesis bíblica (G. Aulen, Christus Victor, London 1931). El ángel auténtico de Dios es Cristo, su mismo Hijo encarnado, vencedor definitivo sobre el mal y la muerte.

4. Canción. Los vencedores son los cristianos.

Miguel son los cristianos, testigos y seguidores de Cristo. Por otra parte, el mismo texto dice que al Diablo/Satán le han vencido los mismos creyentes, por la sangre del Cordero (el Cristo vencedor Amante) “y por el testimonio de su Palabra, pues no amaron la vida de Dios por encima de la muerte”, es decir, fueron capaces de dar la vida por fidelidad al evangelio y a los demás. Por eso, se sigue combatiendo la “guerra de Miguel”, que es la guerra de aquellos que aman a los demás renunciando a la victoria externa (es decir, a la violencia de las armas), para crear sobre el mundo un orden de amor.

Ésta es la guerra final, no una guerra de galaxias, como alguno podría imaginar, ni tampoco de puros espíritus celestes por encima de la historia. Es la guerra y victoria de Jesús, que da la vida por los hombres y que les capacita también para darse la vida, en amor, por encima de la muerte. Por eso, él ángel Miguel lleva en la manos la Cruz de Jesús (como en las representaciones del Monte Aralar, en Navarra). Miguel aparece así como “crucífero”, portador de Cristo, al ángel de Dios (el vencedor de Dios). Llevando en sus manos a Cristo, Miguel lleva también a los cristianos, es decir, a todos los que viven y aman como Cristo. Ellos son ángeles de Dios, portadores de su vida, unos para los otros, como sabe todo el libro del Apocalipsis.

5. Angel defensor (ángel de la guarda) de la Iglesia

Teniendo esto en cuenta, a modo de conclusión, recordaremos que, a partir de la Edad Media, la Iglesia cristiana de Oriente y Occidente ha tomado a Miguel como protector, en la lucha contra los enemigos interiores y exteriores. Así aparece como defensor de la fe y de la vida de los cristianos en santuarios famosos como el de San Miguel de Aralar (Navarra), el de Mont Saint Michel (Normandia) o el de San Michele sul Gargano (Apulia).

En esa línea se sitúa la oración que el Papa León XIII mandó que rezaran todos los sacerdotes al final de la misa, el año 1996:
«San Miguel arcángel, defiéndenos en la lucha, sé nuestro amparo contra las acechanzas del demonio, que Dios manifieste su poder sobre él es nuestra humilde súplica; y tú Príncipe de la milicia celestial, con la fuerza que Dios te ha conferido, arroja al Infierno a Satanás y a los demás espíritus malignos, que vagan por el mundo para la perdición de las almas. Amén».
Se dice que el Papa tuvo una visión horrible. Se vio rodeado de enemigos. Pero sobre todos ellos emergía Miguel, el ángel defensor (ángel de la guarda) de la Iglesia, a la quiso poner bajo su protección.

De nuevo a Jesús, el ángel verdadero

La liturgia posterior al Vaticano II ha dejado de rezar la oración de León XII, siguiendo aquella otra tradición antigua de la Iglesia que (como hemos visto) identifica a Jesús con el ángel Ángel Miguel. Lo que se atribuía a Miguel, que lucha a favor de los fieles (judíos y cristianos), lo ha realizado Jesús. En esa línea se ha elaborado una cristología angélica, en la que se acaba descubriendo que el ángel verdadero es Jesús, el que ha venido a sostenernos en la lucha, ofreciéndonos su amor. El que lucha contra el Diablo en Aralar o Gargano, en Mont Saint Michel es Jesús, son los cristianos, son los hombres y mujeres que aman, se aman entre si.

Apéndice de la Carta de Judas. Miguel, ángel psicopompo.

Una de las funciones más importantes de Miguel en la tradición cristiana ha sido la de pesar y dirigir las almas, en el camino que lleva a la salvación. Es un ángel poderoso, como pondrá de relieve el judaísmo posterior, cuando le presente como genio de las aguas inferiores y del aire, señor de los reptiles y guía del planeta saturno (cf. Sefer Raziel). Pero su dominio más alto es el que aparece vinculado al juicio de los muertos, como ha puesto de relieve, de manera ocasional, la carta de Judas, en contra del “libertinaje” de algunos falsos cristianos, que se creen dotados de poderes superiores, de manera que “manchan la carne, rechazan toda autoridad y maldicen de las potestades superiores” (Judas 1, 8).

En ese sentido, algunos exegetas le han llamado el “ángel psicopompo”, director y guía de las almas en el camino final de la salvación. Los “falsos cristianos” a los que Judas critica pertenecen, sin duda, a un tipo de gnosis, por la que sus fieles se identifica con el mismo Dios, creyéndose divinos y sintiéndose con autoridad sobre los ministros de la Iglesia y sobre los mismos ángeles del cielo, capaces de imponer su juicio sobre todo lo que existe (por ejemplo, en el campo sexual). Pues bien, como ejemplo como ello pone Judas a Miguel, ministro de Dios para el juicio:

«Pero ni aun el arcángel Miguel, cuando contendía disputando con el diablo sobre el cuerpo de Moisés, se atrevió a pronunciar un juicio de maldición contra él, sino que dijo: El Señor te reprenda» (Judas 1, 9)

Parece que el texto reproduce una escena conocida de un libro apócrifo (Asunción de Moisés), en el que Miguel y Satán disputan sobre el cuerpo de Moisés. Es evidente que Satán quiere la condena de Moisés, es decir, la destrucción de la vida de los fieles y del pueblo de Israel en su conjunto (de la humanidad). Miguel, en cambio, protege a Moisés y los amigos de Dios, impidiendo que Satán los destruya en el momento del juicio. Con la escenografía cristiana medieval podemos suponer que Daniel está con la balanza, pesando el alma de los justos o con la espada, luchando contra Satán, para que no pueda apoderarse de Moisés difunto.

Desde ese fondo podemos precisar ya el sentido del pasaje en la carta de Judas. Hay gnósticos (herejes) que se ríen de todo eso, que se creen ya salvados, que desprecian los signos de Miguel y el Diablo; ellos están por encima de todo eso. Pues bien, en nombre de la tradición cristiana, bien enraizada en la exigencia de moralidad de Israel (en la imaginería apocalíptica del juicio), Judas les amonesta, poniendo como ejemplo a Miguel, fiel a Dios y respetuoso. Ni siquiera Miguel se quiere poner en el lugar de Dios y pronunciar el juicio contra el Diablo, sino que lo deja en manos de Dios (¡El Señor te reprenda!), mientras sigue ayudando a Moisés y a los justos que mueren en la gran batalla escatológica del juicio.

3. APÉNDICE. LIBRO DE HENOC, MIGUEL Y LA GERRA DEL FIN DEL MUNDO

Miguel es un nombre hebreo, de tipo teóforo (incluye a Dios), en forma interrogativa, Mi-ka-El, es decir ¿Quién-como-El? Como se sabe, “El” es el nombre común semita (hebreo) para Dios. Se encuentran nombres semejantes en otras culturas y religiones del entorno: Man-ka-Shi (Quién-como-Shi, en arameo), Man-nun–shanin-Ninurta (¿Quién-es-comparable-a-Ninurta, en acadio). Ha tenido un papel muy importante en la tradición apocalíptica judía (sobre todo en los libros de Henoc), en el judaísmo místico y en el cristianismo. Para entender bien su figura es conveniente situarle dentro de la gran lucha de los ángeles de Dios contra los satanes, tal como aparece en el libro de Henoc.

Libro de Noé y 1 Henoc

Aunque situado fuera de la Biblia, el libro de 1 Henoc ofrece una perspectiva ejemplar y única para entender los motivos básicos no sólo del Antiguo Testamento (Biblia judía), sino también del Nuevo Testamento cristiano. Henoc se sitúa y nos sitúa en el lugar central de la gran crisis antropológica que la Biblia judía ha vinculado con el origen y consecuencias del diluvio. Por otra parte, ese mismo Henoc nos sitúa muy cerca de la figura y mensaje de Jesús, vinculada a la esperanza del Hijo del Hombre. En ese contexto debemos recordar que la vida y movimiento de Jesús sólo se entiende en un trasfondo apocalíptico.

Esta presentación de la figura de Miguel, que aparece en el libro de 1 Hen 6-36, parece estar tomada de un Libro de Noé (ahora perdido), que ha influido en varios textos de Jubileos, Qumran y aquí 1 Hen (6, 3-8; 8, 1-3; 9, 7; 10, 1-3; 17-19; 30, 1-2; 54, 7-55, 2; 60; 65, 1-69, 25; 106-107).

El Libro de Noe parece haber sido una biografía heroica: describía la caída de los Vigilantes Celestes (ángeles pervertidos), el nacimiento y vida de Noé, el diluvio con la salvación de Noé, su sacrificio posterior y la división de la tierra entre los liberados del diluvio. Su esquema era semejante al de Gen 6-9, aunque destacaba el carácter «mítico» (sobrenatural) del pecado de los Vigilantes y de la historia de Noé.

1 Hen 6-36 reproduce muchos elementos del Libro de Noe, pero cambia su sentido, prescindiendo de los hechos «pasados», que se borran o acaban convertidos en simple parábola de aquello que está sucediendo o sucederá muy pronto, pues vivimos en los tiempos centrales del «pecado angélico».

Desde ese fondo ha interpretado 1 Hen 6-36 el «pecado original», que se identifica con la caída y violación de los Vigilantes (y no con Adán-Eva). No somos espíritus caídos (en la línea de Platón), ni vivientes auto-pervertidos (como supone Gén 1-3). Estrictamente hablando, somos víctimas de un pecado angélico: aquellos mismos que debían habernos educado (espíritus custodios o guardianes) se han servido de nosotros, violándonos con saña e inyectando en nuestras venas sangre malvada. Esta violación angélica libera a Dios de culpa y nos libera también a nosotros, pero corre el riesgo de dejarnos a todos, a Dios y a los hombres, en manos de una tragedia angélica, que sólo puede resolverse de manera angélica (que vengan unos ángeles buenos para libe¬rarnos). En contra de eso, el Nuevo Testamento afirma que el salvador es un hombre de la historia: Cristo)).

Hombres sometidos, la invasión de los vigilantes (1 Hen 6-11)

Estos capítulos contienen el mito fundacional, que puede haber sido utilizado por Gen 6, 1-8 y por el Libro de Noé. En ellos no aparece todavía la figura de Henoc. El texto empieza así:

En aquellos días, cuando se multiplicaron los hijos de los hombres, sucedió que les nacieron hijas bellas y hermosas. Las vieron los ángeles, los hijos de los cielos, las desearon y se dijeron: Ea, escojámonos de entre los humanos y engendremos hijos. Semyaza, su jefe, les dijo: – Temo que no queráis que tal acción llegue a ejecutarse... Le respondieron todos:– Jurémonos y comprometámonos bajo anatema... Entonces juraron todos de consuno y se comprometieron a ello bajo anatema. Eran doscientos los que bajaron a Ardis, que es la cima del monte Hermón, al que llamaron así porque en él juraron y se comprometieron bajo anatema. Estos eran los nombres de sus jefes: Semyaza, que era su jefe supremo, Urakiva, Rameel, Kokabiel... Tomaron mujeres. Cada uno tomó la suya. Y comenzaron a convivir con ellas (1 Hen 6, 1-7, 1).

Los ángeles de Dios, que debían haber sido maestros y custodios de los hombres (cf. Jub 4, 14), se han vuelto sus adversarios y seductores: desean tener lo que les falta (mujeres e hijos) y juran lograrlo en el Hermón (en hebreo, hrm: juramento, anatema), en un lugar llamado Ardis (posible corrupción de Yared, padre de Henoc: cf. Gen 5, 18-20) . El texto tiene carácter narrativo: no elabora ni justifica los hechos; no dice si las mujeres excitaron a los ángeles, ni pregunta por su sexo, aunque todo el simbolismo supone que son masculinos. Tampoco dice nada sobre la posible reacción de los varones. Pero es evidente que a través del mito de la invasión y violación angélica, el texto ha querido contar una historia humana de violencia sexual y política. Estos «ángeles violadores» son sin duda un signo de los hombres «poderosos» que ejercen y despliegan su dominio en forma de violación sexual y social generalizada.

El mito no tiene que distinguir los dos niveles (el humano y el angélico-demoníaco), pero supone que se encuentran vinculados. Dicho eso, teniendo en cuenta su dimensión social, podemos volver a los temas de fondo, recordando que los ángeles actúan de forma meditada y firme, bajo juramento, ratificando con fuerza lo que hacen. No piden permiso a Dios, ni dialogan con las mujeres; simplemente las violan. Este es el principio de nuestra historia; ciertamente, había previamente seres humanos y todavía siguen existiendo algunos que no nacen de violación (por lo menos los videntes o sabios vinculados a la tradición de Henoc). Pero la humanidad en su conjunto comienza a estar determinada por este pecado original, que los hombres padecen, no cometen.

En ese fondo, el texto sigue presentando el nacimiento de los gigantes, hijos del cruce humano/angélico, seres que llevan en su carne una señal de desmesura: son híbridos enormes, de tres mil codos cada uno (cf. 1 Hen 7, 2), seres de violencia que destruyen y consumen los bienes del mundo: «Agotaban todo el producto de la tierra, comían a los hombres», igual que a los restantes animales, y bebían su sangre (1 Hen 7, 3-6). La narración ha introducido así vivientes de carácter destructor y ciego, como algunos titanes griegos y los monstruos de los mitos de otros pueblos.

Opresión y lamento de los oprimidos.

Más que en la acción de los titanes (expresión de mezcla mala que ya ha sido destruida) el texto se ha fijado en aquello que los ángeles violadores de mujeres enseñaron (enseñan) a varones y mujeres, apareciendo así como maestros de todas las perversiones.


(1) Conocimientos religiosos falsos: ensalmos, conjuros, encantamientos, astrología... (cf. 1 Hen 7, 1; 8, 2-3) .
(2) Ciencias mágicas: «recoger raíces y plantas» (1 Hen 7, 1) con fines curativos y supersticiosos.
(3) Violencia militar: «Azazel enseñó a los hombres a fabricar espadas, cuchillos, escudos, petos, los metales y sus técnicas...» (1 Hen 8, 1). El control de los metales aparecía en Gen 4, 17-24 como una conquista peligrosa de los hombres; aquí aparece como enseñanza de los vigilantes que ponen el conocimiento al servicio de la guerra y lo interpretan de manera destructora.
(4) El arte del engaño. Los invasores instruyeron a los hombres a ponerse brazaletes, a embellecerse (pintarse las cejas) y a usar piedras preciosas, convirtiendo la vida en un gesto de atracción y envidia que lleva a la violencia (cf. 1 Hen 8, 1).

El mundo que en Gen 1 Dios había creado bueno (espacio de hermosura y alabanza) se ha venido a convertir en objeto de deseos enfrentados, campo de batalla. Lógicamente, los hombres deberían haber sido destruidos, como consecuencia de un tipo de anti-gracia: la vida hecha engaño y conquista de muerte. Parece que estos hombres, condenados a la violencia angélica, no podrían haber pervivido.

Una oración que Dios escucha

Pues bien, a partir de aquí, desde el lugar de la no-gracia, se inicia un movimiento de retorno o deseo de gracia, marcado por un triple lamento y petición de ayuda.

(1) La tierra se quejó de los inicuos (1 Hen 7, 6), como en Gen 4, 11-12 donde se afirmaba que ella maldecía a Caín, el asesino. Esta es la primera llamada a la venganza, que brota de una tierra que se encuentra definida por su relación con los hombres. En este contexto se puede afirmar que la justicia se expresa de una forma ecológica.

(2) Los hombres «clamaron en su ruina y llegó su voz al cielo» (1 Hen 8. 4), como se decía en el Éxodo de Egipto: gritaron los hebreos y Dios los escuchó (Ex 2, 23-25). Esclavos y oprimidos son ahora todos los que moran en el mundo; también ellos esperan libertad. La llamada a la gracia brota de la impotencia humana.

(3) Las almas de los muertos «se quejan también» (1 Hen 9, 3).
Esta es una petición novedosa, de la que no existen, que sepamos, paralelos claros en el Antiguo Testamento: «Se quejan las almas de los hombres» «Claman las almas de los que han muerto, se quejan ante las mismas puertas del cielo, y su clamor ha ascendido y no puede cesar ante la injusticia que se comete sobre la tierra» (1 Hen 9, 9).

Esos tres niveles se implican y completan . Hay un problema cósmico, es decir, de creación: se con¬tamina la tierra que Dios ha creado y ella clama desolada (1 Hen 9, 2). Hay un problema de opresión histórica: los aplastados del mundo elevan su voz pidiendo redención. Hay un problema suprahistórico: las almas de los muertos (especialmente de los asesinados por violencia satánica) se quejan pidiendo justicia. Los redactores del texto se sienten representantes de la tierra (que sufre oprimida por los hombres) y de lo mismos muertos (que siguen vivos a través de su lamento). Todo el libro de 1 Henoc puede entenderse como expresión y expansión de este lamento histórico (asumido de algún modo por Pablo en Rom 8, 18-27).

Intercesión de los arcángeles, Miguel



Ese lamento de los oprimidos despierta o pone en pie a los arcángeles, es decir, a los seres celestes que, siendo fieles a Dios, realizan su justicia sobre el mundo. Aquí (1 Hen 9, 1) aparecen cuatro (Miguel, Uriel, Rafael y Gabriel), en signo de totalidad (1 Hen 20 cita seis o siete en vez de cuatro, pero el simbolismo es semejante). Ellos escuchan el lamento de los oprimidos y lo elevan ante Dios en forma de plegaria, realizando así una función de intérpretes (conocen lo que pasa) e intercesores ante Dios:

Tú eres Señor de Señores, Dios de dioses. Rey de reyes. Tu trono glorioso permanece por todas las generaciones del universo; tú has creado todo y en ti está el omnímodo poder... Tú has visto lo que ha hecho Azazel al enseñar toda clase de iniquidad por la tierra y difundir los misterios celestes que se realizaban en los cielos; Semyaza, a quien tú has dado poder para regir a los que están junto con él, ha enseñado conjuros. Han ido a las hijas de los hombres, yaciendo con ellas; con esas mujeres han cometido impureza y les han revelado esos pecados. Las mujeres han parido gigantes, por lo que toda la tierra está llena de sangre y crueldad. Ahora, pues, claman las almas de los que han muerto, se quejan ante las mismas puertas del cielo, y su clamor ha ascendido y no puede cesar ante la iniquidad que se comete en la tierra. Tú sabes todo antes de que suceda; tú sabes estas cosas y las permites sin decimos nada: ¿qué debemos hacer con ellos a causa de todo esto? (l Hen 9, 4-9).

Los grandes satanes; Semyaza y Azazel

Los ángeles perversos habían actuado en contra de Dios, de un modo violento. Por el contrario, los ángeles buenos interceden ante Dios, presentándole el pecado de los vigilantes y la opresión de los hombres por quienes elevan su plegaria. Estos ángeles intercesores son cuatro, como los puntos cardinales, aunque después se pone de relieve la función de dos: Rafael y Miguel. Por su parte, los doscientos ángeles violadores, que antes se hallaban liderados por un espíritu llamado Semyaza (1 Hen 6, 3), aparecen aquí sometidos a dos jefes supremos: Semyaza, ya citado, y Azazel (o Asael).

Este último (Azazel), a quien 1 Hen 8, 1 señalaba expresamente como «el décimo de los jefes» (cf. 1 Hen 6, 7; 8, 1), aparece en la tradición bíblica (Lev 16, 8) como un dios/demonio del desierto que recibe (¿y origina?) los pecados del pueblo. Nuestro texto (1 Hen 9, 4-9) pone en paralelo a Semyaza y Azazel, como difusores de secretos celestiales, violadores de mujeres, culpables de la sangre derramada sobre el mundo.

En un plano histórico-literario, esta dualidad satánica Semyaza/Azazel puede (y quizá debe) explicarse a partir de la convergencia de tradiciones diferentes. Pero ella juega ahora una función estructural, como indica la palabra posterior de Dios a los arcángeles.

(1) Azazel aparece como instigador y origen principal de la perversión: «Se ha corrompido toda la tierra por la enseñanza de las obras de Azazel; adscríbele toda la culpa» (1 Hen 10, 8). Los hombres son inocentes, pero han sido sometidos a una gran des-gracia, cuyo responsable es Azazel, espíritu satánico o perverso. Por eso ha de ser arrojado a la tiniebla, enterrado en el desierto (cf. Lev 16, 8), consumido por el fuego del gran juicio, para que la tierra se vivifique (cure) por la acción de Rafael, medicina de Dios (cf. 1 Hen 10, 4-8).
(2) Semyaza viene a presentarse en un momento posterior como causante de esos mismos males y ha de ser luego juzgado (atado, sepultado, consumido para siempre) a fin de que surja para el mundo un nuevo tipo de justicia ya defi¬nitiva. Su antagonista es Miguel, representante de la lucha y vic¬toria de Dios sobre los males de la historia (1 Hen 10, 11-22).

Los cuatro arcángeles y la guerra del fin del mundo

Cuatro son los arcángeles del juicio (cf. 1 Hen 10), aunque luego están centrados en dos: Rafael y Miguel. Dos son también los jefes del ejército satánico: Semyaza y Azazel. Entre arcángeles y espíritus perversos se entabla la gran lucha, en la que los hombres no son protagonistas, sino objeto de des-gracia (para unos) o de gracia (para otros).

Sólo los ángeles buenos de Dios pueden derrotar a los espíritus perversos, en una guerra superior, de «extraterrestres» (cuyos ecos aparecen también en Ap 12, 7-12, aunque aquí, en contra de la tradición de Henoc, resulta esencial el influjo de la «sangre del Cordero»). Si espíritus fueron los causantes de la perversión, espíritus serán los mensajeros y caudillos de la salvación, en una especie de historia judicial cuya verdad se expresa y actualiza, en uno y otro caso, por encima de nosotros. Esclavos fuimos de Azazel/Semyaza y sus secuaces (gigantes, demonios). Destinatarios gozosos seremos de la obra buena de Rafael/Miguel, renovadores del mundo y salvadores de los hombres. Estamos bajo poderes más altos. No se puede hablar de una antropología, pues no existe un logos humano de libertad, ya que los hombres son función de los ángeles buenos o perversos.

La sentencia ha sido dada. Dios ha recibido el clamor que tierra/hombres/almas han alzado hasta el cielo por los ángeles (1 Hen 9), a quienes ahora envía a cumplir la sentencia dictada, a través de una acción salvadora que se realiza en cuatro momentos, que corresponden a los cuatro arcángeles citados (Uriel y Gabriel inician la obra; Rafael y Miguel la culminan).

(1) Uriel (=Arsyalalyur en el texto etíope) instruye a Noé, para que la humanidad pueda salvarse del diluvio, en la línea de una tradición que conocemos por Gen 6-9 (1 Hen 10,2-3).

(2) Gabriel instiga a los gigantes (híbridos: diablo-humanidad), destructores de los hombres, para que se enfrenten y destruyan hasta el fin unos a otros, en espiral de violencia donde todos acaban por matarse (1 Hen 10, 9-10).

(3) Rafael está encargado de prender, enterrar y juzgar a Azazel (culpable de todo mal), para que la tierra pueda ser vivificada o restaurada (1 Hen 10, 4-8).

(4) Miguel debe anunciar y realizar el juicio contra Semyaza y sus seguidores hasta aniquilarlos, de manera que pueda brotar la paz y bendición sobre la tierra (1 Hen 10, 11-22).

Los cuatro momentos y gestos de los ángeles de Dios se encuentran vinculados y expresan el sentido y la crisis actual de la historia. Esos momentos no hablan de algo que sucedió en otro tiempo con Noé (no cuentan una historia pasada), sino que anuncian algo que está por llegar, que es inminente.

Nosotros mismos somos Noé y por eso Uriel tiene que instruirnos, a fin de que estemos preparados para la gran liberación. Somos Noé y nos hallamos amenazados por los híbridos bestiales, los gigantes de la guerra y de la sangre a quienes Gabriel instiga, para que se combatan y devoren, hasta matarse unos a otros.

Miguel es el luchador de Dios. Él ganará la batalla en contra de lo Satanas. La guerra se decide por encima de nosotros: no tiene sentido pensar que podemos resolverla a través de nuestras fuerzas. Desde ese fondo debemos añadir que el autor de este pasaje (como gran parte de la apocalíptica antigua) es antimilitarista en un nivel mundano: los hombres no resuelven sus problemas por la guerra, pues la guerra engendra siempre nueva en guerra y culmina con la muerte de todos los que quieren alcanzar la paz por ella. El autor es antimilitarista, porque la guerra de la que habla no es humana, sino que se realiza en un plano superior del que los hombres no son responsables.

El conflicto se despliega en dos niveles.

(1) Hay un plano de violencia perversa que se destruye a sí misma: los ángeles malvados y sus servidores se matan entre sí, en guerra despiadada, como dirá también Ap 17, 15-18, al afirmar que las bestias matan a la prostituta.

(2) Hay un plano de violencia salvadora: Dios, actúa a través de los dos arcángeles supremos (Rafael y Miguel) que se oponen y vencen a los archi-diablos perversos (Azazel y Semyaza). Esta es una guerra superior, y solo Dios puede vencerla por sus ángeles.


Dios instruye a Miguel, su guerrero

Esta es la guerra final, como Dios mismo lo dice instruyendo a Miguel:

Elimina a todas las almas lascivas y a todos los hijos de los Vi¬gilantes que han oprimido a los hombres. Elimina toda opresión de la faz de la tierra, desaparezca todo acto de maldad. Surja el vástago de justicia y verdad, trasfórmense sus obras en bendición y planten con júbilo obras de justicia y verdad eternamente... Entonces serán humildes todos los justos, vivirán hasta engendrar mil hijos y cumplirán en paz todos los días de su mocedad y su vejez. En esos días toda la tierra será labrada con justicia, toda ella estará cuajada de árboles y será llena de bendición... Que sean todos los hijos de los hombres justos, y que todos los pueblos me adoren y bendigan, prosternándose ante mí. Sea pura la tierra de toda corrup¬ción y pecado, de toda plaga y dolor... En esos días abriré los tesoros de mis bendiciones que hay en el cielo para hacerlos descender a la tierra, sobre las obras y el esfuerzo de los hijos de los hombres. La paz y la verdad serán compañeros para siempre, en todas las generaciones (1 Hen 10, 15-11, 2).

Este es el juicio de Dios, la culminación de su obra. No ha sido necesaria una guerra humana (no hay mesías militar), ni hacen falta salvadores especiales (como Henoc). Dios mismo destruye a los perversos y recrea a los justos, por medio de los ángeles, especialmente por Miguel, a quien la tradición judía entiende como protector del pueblo israelita (cf. Dan 12, 1); de esa forma actúa como Señor del Árbol del conocimiento del bien y del mal.

(1) Por eso destruye-condena a los espíritus perversos o representantes del mal (Azazel/Semyaza) y con ellos a sus seguidores, no solo a los gigantes (guerreros de violencia), sino también a los hombres portadores de pecado (los lascivos y opresores).

(2) Por eso salva a los hombres buenos, concediéndoles, al fin de una guerra destructora, aquello que Gen 1 y Gen 2-3 habían ofrecido por pura gracia a los hombres del principio: la armonía cósmica, el Edén o paraíso. Eso significa que, en contra de Gen 1-3, la gracia de la vida no se encuentra al principio, como expresión de la bondad originaria de Dios, para que los hombres respondan voluntariamente a ella, sino que vendrá al final, cuando el mismo Dios destruya por sus ángeles buenos a todos los poderes del mal, que de algún modo han brotado del mismo Dios, como indicaba el texto ya citado de Qumrán, cuando suponía que los dos espíritus, los dos tipos de hombres, buenos y perversos, provenían del mismo Dios (1QS 3,13ss) .

En este contexto, falta la gracia antecedente y falta también la libertad, de manera que parece que los hombres son sólo un «juguete» de Dios, que les ha dividido primero en buenos y malos, para juzgarles después de manera consecuente. Así se formula un primer tipo de «dualismo divino» que la gnosis y cábala judía posteriores han desarrollado al afirmar, de alguna forma, que el bien y el mal pertenecen al mismo Dios, de manera que nosotros, los hombres, no somos más que destinatarios y espectadores de una guerra intra-divina: al «destruir» a los malos parece que Dios está destruyendo (expulsando) su misma parte perversa, de tal forma que al fin sólo quede en él su parte buena, conforme a un tema que aquí no está desarrollado, pero que forma parte de las tradiciones de la cábala judía posterior .

En ese «final bueno» de Dios habrá quizá un lugar preferente para Israel, pero el texto no lo ha destacado, pues el «vástago de justicia» de 1 Hen 10, 16 puede referirse al pueblo israelita o la nueva humanidad en su conjunto. Tampoco es clara la alusión al templo, pues el hecho de que todos «se postren ante Dios» no exige que haya un santuario especial israelita (cf. 1 Hen 10, 21). El mundo entero será templo de Dios, como el texto ha destacado, siguiendo el modelo de Gen 1, y de esa forma el mismo cosmos será revelación de Dios (vida y plenitud) para los hombres. Sólo en este fondo, después que han sido destruidos los perversos, puede hablarse de universalismo: desaparece con el diablo el principio de la lucha y división entre los hombres; ya no existe lugar para la guerra social o religiosa y así «todos los hombres serán justos, todos los pueblos serán consagrados», es decir, adorarán al único Dios (1 Hen 10, 21).
(De. X. Pikaza, Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 2006)
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