4. Cruz de Jesús, entre el Amor y la Muerte

Se dice que el Superman lo tiene todo, menos dos cosas que son propias de los hombres: El amor y la muerte. Lo gigantes de Gen 6, los guardianes poderosos del mito de Henoc lo tenían también todo. Pero les faltaba el amor y la muerte, por eso bajaron a “violar” (no pudieron amar) a las mujeres y extender la muerte por la tierra.
En ese fondo, entre el amor y la muerte, se entiende la cruz de Jesucristo, que vuelvo a evocar partiendo de los libros que ayer cité: Palabra de Amor (1983) y Palabras de Amor (2006). Buen día y buena reflexión a los que quieran seguir leyendo... y buscando el sentido de la encarnación de Dios en Jesús, un Dios que ha querido sentir, amar y morir como los hombres (siendo asesinado, como son asesinados muchos hombres y mujeres, todavía, en nuestro mundo.
Todos venimos al mundo con la herida del amor y de la muerte. En medio de ambas queda la vida, que Jesús ha desplegado plenamente hasta morir en la cruz, por amor.
1. REVERSO, TRES PECADOS
Comprenderás que el tema me rebasa y me transciende. La cara de la vida es el amor que se expansiona y crea; la cruz es la muerte como signo de impotencia. Deja que venga a presentarlo valiéndome del mito originario de la Biblia. Citaré tres temas: el pecado de Adán, el asesinato de Abel, la perversión de los gigantes.
1. Lo primero es el pecado de Adán.
El hombre original vivía en un nivel de transparencia. Era translúcido ante el mundo en que habita¬ba en equilibrio de paz y permanencia. Era diáfano en la esfera del amor interhumano, amor que velaba su cuerpo con una aur de respeto, en estallido de gozo y de inocencia: su desnudez era expresión de paz y de apertura en la confianza. El hombre aparecía, en fin, brillante ante el misterio: Dios se desvelaba en su existencia, Dios le hablaba y respondía. Pues bien, sobre ese fondo original donde no había lugar para la muerte como signo de angustia, de ruptura, de condena, se ha elevado la sombra turbadora del pecado. El hombre histórico ha escindido sus raíces, ha quebrado su camino transparente y ha engendrado un mundo roto. Sigue habiendo amor, pero en dureza: en impotencia dolorosa, en rosario de opresión y de tensiones.
El mundo se descubre como duro, un campo de trabajo asfixiante que nunca podemos dominar del todo. El amor interhumano se hace turbio, se encela en las pasiones y deseos siempre insatisfechos, en un juego de vestido y desnudeces que terminan perturbando la existen¬cia. Finalmente, el Dios del paraíso se ha escindido y no podemos encontrarlo más que a ratos, entre sombras, en caminos siempre abruptos e inseguros (cf. Gen 2-3).
Sobre ese fondo se ha elevado, enhiesta y dura, la sombra de la muerte.
Está roto el equilibrio de la vida, la unidad con la naturaleza, la apertura al otro, la visión de lo divino. «El día en que tú asumas el sentido de tu vida y te conviertas en dios de tu existencia morirás» (cf. Gen 2, 17). Así rezaba la sentencia. Pues bien, en contra de ella, Adán ha decidido construir su mundo propio, probar hasta el final la realidad y hacerla suya, sin cariño, gratuidad ni reverencia. Por eso muere impotente. Ha pretendido hacerse dios y se despierta mortal. Ha decidido ser el dueño de las cosas y descubre su impotencia. Ha quebrado la reverencia del amor y se sorprende desnudo. Por eso, de ahora en adelante, amar supone probar la muerte.
Tan pronto como entrega su fuerza a un ideal, cuando confía en manos de su amigo, cuando busca lo infinito, el hombre siente el fondo de agridumbre de la muerte. Amar es irse terminando, prestar la vida sin saber si la devuelven, confiar sobre un mundo de presagios y esperanzas que nunca nos responden plenamente.Esta prueba de la muerte en el amor tiene, a mi juicio, tres facetas.
a) Amar supone recordar la muerte: sentir la finitud de los gestos, la limitación de los placeres, el enturbamiento de todos los cariños. ¿Lo has sufrido alguna vez? ¿Te has conmovido al descubrir que estás manchada, que no puedes alegar razón alguna en tu favor en la sentencia de la vida?
b) Pero, al mismo tiempo, amar implica superar 1a muerte. La Biblia lo supone al afirmar que Dios protege a los mortales pecadores, mientras abre ante sus plantas un camino de esperanza. Estoy seguro de que alguna vez, amando intensamente a una persona, has proclamado: esto no puede morir. Hay en tu amor algo que rompe la frontera de la finitud, algo que dice: vivirás y viviré por siempre. Por eso, los hombres se niegan a poner fin a la vida, rechazan el suicidio y crean. Creen en la vida y se abren al futuro, engendran hijos, talan una senda de esperanza sobre el campo incier¬to del mañana.
c) Finalmente, amar supone defender la gratuidad por encima de la muerte. Antes, en clima de absoluta transparencia o paraíso, era imposible un gesto de regalo pleno de la vida: todo se encontraba compartido; nadie se podía dar a nadie hasta perderse. Ahora es distinto. Allí donde el amor nos parecía más enfermo viene a hacerse posible la esperanza del amor perfecto: la entrega de la vida por el otro; me dejo destruir y me destruyo con el fin de que otros sean. Esto significa que se cree en el amor por encima de la muerte. Hablaremos de ello al aplicarlo a Jesucristo.
2. Más claro parece el tema del pecado de Caín.
Rota la diafanidad interhumana, Caín y Abel se enfrentan. Tienen la ancha tierra por delante; pueden arreglarse sin problemas, sobre un mundo que parece ofrecerles lo que quieran. Pues bien, resultan incapaces. Quiebran la belleza del amor que sabe darse al otro en la confianza. Brota en medio de ellos el árbol de la envidia. Surge el odio a borbotones y un hermano mata al otro. Vivimos desde entonces, desde siempre, sobre un mundo de caínes. Recuerda la palabra en que Machado habla del campo de Castilla:
El numen de estos campos es sanguinario y fiero;
al declinar la tarde, sobre el remoto alcor
veréis agigantarse la forma de un arquero,
la sombra de un inmenso centauro flechador.
Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
-no fue por estos campos el bíblico jardín-:
son tierra para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.
(Poesías completas, Madrid 1959, 877).
No es sólo Castilla, ni España. Por toda tierra de hombres, que algún día se pudo convertir en transparencia de amor-gracia, se alza el gran gigante de la guerra, la sombra de Caín que vaga, envidia y mata. Aquí sientes que la muerte es consecuencia y expresión del odio, del arquero flechador que cada uno cultivamos muy adentro. Mejor que yo conoces hacia dónde se encamina ese aguijón. Hay un momento en que quisieras destruirte: Sientes un mordisco interno de asesino, vagas sin rumbo y ya no puedes ni siquiera soportarte. Al mismo tiempo desearías destruir al otro porque ocupa tu lugar, porque te estorba. Es evidente que no llegas a matarle, pero sufres su opresión y le combates, le arrinconas y en el fondo deseas su fracaso.
Como ves, lo que podía aparecer ante nosotros como signo de amor y donación se ha convertido en expresión de lucha y muerte. Sin embargo, también aquí es posible que se invierta la ley, de ese proceso: Jesús ha muerto por el odio de los hombres; los nuevos vengadores no han hallado lugar para su vida, su doctrina, su persona, en esta tierra. Pues bien, allí donde la muerte y el recelo destructor del hombre han sido más intensos, con mayor nitidez resalta el amor de Jesucristo. Tenlo en cuenta para luego.
3. Más radical es el pecado de los grandes gigantes: Violación y muerte
La Biblia nos presenta, finalmente, otro pecado primigenio, aque¬llo que podemos llamar la perversión de los gigantes:
«Cuando los hombres se fueron multiplicando sobre la tierra y engendraron hijas, los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran bellas, escogieron algunas como esposas y se las llevaron... En aquel tiempo – es decir, cuando los hijos de Dios se unieron a las hijas de los hombres y engendraron– habitaban la tierra los gigantes» (el. Gen 6, 1-4).
Este es el texto. Evidentemente, se trata de una narración mitoló¬gica donde se recogen motivos paganos y se expresa, en fuerte simbolismo, la dureza extrema del pecado. Sobre ese fondo ha de entenderse y cobra su sentido el rayo del diluvio.
Este es el tercero de los grandes mitos del pecado en la Escritura. Por medio de él se ha transmitido una certeza impresionante: el pecado es perversión en el amor y tiende hacia la muerte! El autor bíblico sabe que el encuentro sexual pertenece al campo de la crea¬ción, a ese contexto limitado y vacilante de la vida que va haciéndose en la tierra, como encuentro en fidelidad, como principio de gozo en el nivel de entrega por los hombres.
Pues bien, la tradición mitológica, la cercanía de los cultos orgiásticos de la fertilidad que se celebran en ambiente cananeo y la propia experiencia de un anhelo de pasión que rompe todas las barreras, muestran que el sexo puede convertirse y se convierte muchas veces en un signo idolátrico que ocupa el lugar originario de Dios y de la gracia. ¡Ya no existe el Dios de la palabra y del cuidado trascendente! En su lugar opera el sexo violador, la violencia de los seres sagrados (ángeles) con las mujeres, como signo de la unión de cielo y tierra, señal de esa primera rebelión del hombre que ha querido ser divino.
El autor bíblico sabe que con esto se destruye el ser humano. Habla del castigo del diluvio, pero muestra que el proceso corruptor ha ido por dentro: cuando olvida el signo del amor como lugar de encuentro y gozo entre personas, cuando rompe su barrera y quiere convertir su sexo en ídolo divino, introduciendo su existencia en una loca carrera de placer, el hombre se destruye. Está llamando a grandes voces a las fuerzas de la muerte, en un diluvio que él mismo provoca. Sobre ese fondo de pecado, que se expresa en la hipertrofia del gigantismo idolátrico empeñado en soldar inútilmente el cielo con la tierra, se entiende la obediencia de Jesús, el Cristo: ama en absoluta fidelidad a nuestra tierra, en gesto de ayuda a los necesitados. Por eso, en vez de morir en el diluvio de su autodestrucción muere en el gesto de una cruz que es signo de obediencia y entrega hacia los otros.
Estos son los tres modelos del pecado como signo de un amor que, al pervertirse, engendra muerte: sobre el endiosamiento de Adán emerge la muerte como expresión de la finitud e impotencia del hombre; desde el odio de Caín la muerte es consecuencia de homici¬dio; la perversión del gigantismo ha generado una destrucción que brota del castigo interno, como signo de una naturaleza que al alzarse sobre sí se autodestruye.
b. LA CARA DE LA CRUZ
1. Jesús, el reverso de pecado
Contra estos tres modelos de amor-muerte se sitúa la cruz de Jesucristo, como fuerza que transforma los esquemas precedentes. Te lo he mostrado ya. Ahora lo expongo con un poco de detalle.
a) Cristo asume la muerte de Adán, la muerte que deriva del abismo del pecado y se realiza en la impotencia, en la ruptura, en la angustia. Pero, en gesto de inversión impresionante y salvadora, al morir de esa manera, Cristo ha hecho que toda su existencia se convierta en don de amor hacia los hombres. Sólo al injertar su propia vida en una vida envuelta en el pecado, Cristo puede realizar y realiza el gesto máximo de amor: se entrega entre los hombres y muere por ellos en total confianza, en gracia plena. Si Cristo no hubiera asumido este tipo de muerte, no habríamos sabido lo que somos, no hubiéramos vivido.
b) Cristo acepta la condena de Caín: vive en un mundo de enfrentamientos, mundo en que se cruzan los poderes, ambiciones y batallas de la historia. Pues bien, sobre esa base y ese fondo, ofrece amor en libertad y transparencia. Se arriesga a que le maten. Es más, lo hace de un modo bien consciente, nítidamente claro. Donde está ese gesto se invierten los papeles: por encima de la sombra de Caín se eleva la cruz de Jesucristo, la gracia de quien muere perdonando a manos llenas, muere porque quiere a los mismos que le matan. En el lugar del odio que destruye surge así un amor que vivifica: se deja matar para que surja vida entre los hombres.
c) Finalmente, Cristo invierte la señal del gigantismo. Es evidente que en su tiempo se advertían bien sus signos; la obsesión de grande¬za, el deseo de una vida que culmina y se realiza en el poder de lo divino. Pues bien, Jesús transforma ese proceso: en contra del amor de imposición que le ha ofrecido el Diablo (Mt 4 y Le 4), crea un amor libre. No intenta ganarnos a través de los prodigios del pan, de los poderes políticos, del brillo del milagro que unifica artificialmente el cielo con la tierra. Se presenta de un modo sencillo, sin señales mágicas o militares, en un amor que se expansiona a borbotones, en palabra de esperanza, con la entrega plena de la vida. Por eso le destruyen. Pues bien, sobre su muerte ha florecido el germen de la nueva realidad para los hombres.
En una situación como esta Pablo ha proclamado su evangelio: Dios ha permitido que todo se introduzca y se destruya en una rueda de pecado porque quiere regalarnos salvación en gracia a todos (cf. Rom 3, 21-25; Gal 3, 21-22). Esta es nuestra postura: estamos a veces angustiados, pero no somos impotentes; nos halla¬mos abrumados por la culpa, pero al mismo tiempo nos sentimos distendidos hacia un mundo de esperanza siempre nueva, por la gracia salvadora de Jesús, el Cristo.
2. Eros y thanatos
Déjame que vuelva al punto de partida. Sabes que en un momento determinado de su evolución conceptual, interpretando el ser del hombre. Freud ha unido el eros con el thanatos, el deseo de la vida y la pulsión de muerte. El hombre es, a su juicio, un ser dual, marcado por el ansia de placer y el movimiento agresivo, que tiende hacia la muerte. Evidentemente, yo no quiero fundarme en Freíd, no puedo explicar su pensamiento. Lo he citado sólo a fin de que recuerdes cómo se hallan implicadas las dos pulsiones.
Sabes que Machado (Poesías completas, Madrid 1959, 25) habla del amor como una espina pasional clavada al corazón. Estoy seguro de que tú has sentido y has vivido esa experiencia: amar donde tristeza y alegría se fecundan, se potencian mutuamente, se entrechocan. Por eso sufres, porque nunca puedes expresar lo que quisieras; además es imposible que los otros te comprendan. Habiendo regalado el corazón te encuentras sola y te concentras en tu propia tristeza. Pero, al mismo tiempo, sabes que el amor genera una alegría inexpresable: te sabes capaz de sentir y te sientes persona, te despliegas, te realizas. Y por encima de todo, en el centro de tu inmensa tristeza y alegría se sitúa el misterio que consiste en encontrarte junto a otros, junto a otro: saber de pronto que la vida se concentra y descubrir que emergen ante ti unos ojos, un andar, un rostro, en fin, una persona.
Pienso que no hay nada que se pueda comparar a este descubrimiento. Pero, otra vez, cuando retornas hacia ti descubres que también eso se pasa: que no puedes detener el tiempo, ni tener perfectamente al otro, ni entregarte. Sientes la ruptura que te escinde de ti misma, la barrera de la muerte, la tuya, la del otro, la de todos. Y entonces- a lo mejor, quisieras haber sido de otro modo, desnacer tu vida, separarte de los hombres. Sin embargo, el proceso continúa: vuelves a descubrir que hay algo de amor y que merece la pena cultivarlo.
3. Un momento de filosofía
Ya entiendes lo que quiero transmitirte, aun cuando sea difícil de expresarlo. Déjame decirte que en esa dualidad de vida y muerte, gozo e impotencia se han movido las antiguas perspectivas. Las religiones de la fertilidad introducen la muerte en el mismo proceso del amor: la unión sacra] entre los sexos está inmersa en el proceso de una vida que expresándose se acaba. Por su parte, el budismo y platonismo aspiran a una vida que se esconde más allá de toda muerte de este mundo. Del budismo me he ocupado en reflexiones anteriores. Permíteme que vuelva, una vez más, al platonismo.
Según el platonismo, los amores de este mundo valen porque encienden el recuerdo de un amor más alto que se puede realizar abiertamente tras la muerte. Por eso, todo amor es una especie de «memento mori»: anticipa ya tu muerte, acuérdate de hacerlo. Esta perspectiva se despliega de una forma impresionante en aquel mito que, enraizado en el medioevo, ha enriquecido la cultura de occidente: hombre y mujer, pasionalmente atraídos, nunca pueden realizar su matrimonio. El verdadero amor resulta siempre irrealizable. ¿Por qué? Porque las fuerzas y valores de este mundo siempre están abiertas hacia un plano trascendente. En la raíz de su pasión, el amante no quiere a la esposa, busca el absoluto, reflejado en rasgos femeninos.
Recuerda el tema de Tristán e Isolda, los Amantes de Teruel, la Celestina. En cada caso, la mujer es para el hombre un signo de misterio, es un espejo en que aparece y se despliega lo divino. Por eso, quien se acerca a su verdad ha de morir para alcanzarla. Los desposo¬rios verdaderos se celebran en el cielo, tras la línea de la muerte. En este contexto, me parece destacable el drama de La Peña de Francia, de Tirso de Molina. El amante es un peregrino que busca a su dama, entre peligros, sombras e ideales. Tiene que dejarlo todo y, en esfuer¬zo de absoluta lucidez, asciende a la montaña, confiado, desprendido, anhelante. Allí encuentra a la dama que le espera con ojos celestiales, tras la muerte. La boda se realiza en sangre, el banquete acaba en cielo.
Desde esta perspectiva, el amor se ha de entender como pasión de muerte: la llamada de la novia, del amante o compañero abre los ojos y conduce al corazón hacia un misterio que no puede colmarse en esta tierra. Por su grandeza y lejanía, el mismo amor se expresa como cruz que encanta y mata. El verdadero amante nunca muere desde fuera, en manos de un asesino que le combate y asesina. El amante muere por el mal de amor: muere por lograr lo que desea, por abrirse al imposible, por no alcanzar infinito.
d. El cristianismo, pasión de amor
Detengo un momento mi discurso y me pregunto. ¿Podrá ser esta la pasión de amor que nos redime del odio, la impotencia y la dureza, de Adán, de Caín y los gigantes? ¿tendremos que asumir la salvación de quienes mueren por hallar el amor en otro plano de existencia? ¡De ninguna forma! El tema que te acabo de mostrar es precristiano, se cimenta en el lejano platonismo, tiene rasgos semejantes al budismo, peca siempre de dualista: sólo la renuncia y la impotencia de este mundo nos conduce a la unión definitiva de amor en lo infinito.
La pasión de amor del cristianismo tiene un rasgo totalmente distinto. No pregunta cómo puedes desligarte de este mundo para hallar la libertad sobre lo eterno. No utiliza los valores y bellezas de la tierra como paso, una escalera que al final ha de tirarse para hallarte con lo eterno. Si eres de Cristo no preguntas: ¿cómo puedo llegar a lo divino por la muerte? Tu cuestión es diferente: ¿por qué se encarna Dios?¿por qué se ha muerto en nuestra tierra, entre nosotros? Recor¬darás el «cur Deus homo» de Anselmo de Canterbury. ¡Esa es la cuestión definitiva! ¿Por qué se ha vuelto Dios humano y cómo ha decidido amarnos en la muerte?
Mira la inversión. Lo que importa no es que el hombre muera para hallar a Dios. Lo inaudito es que Dios mismo ha penetrado en el abismo de la muerte para hallarse con los hombres. Tristán sube hacia un cielo de amor supraterreno: muere porque, al fin, es necesario abandonar el mundo y conseguir el amor en lo divino. Jesús es diferente: viene desde el cielo de su Padre porque quiere introducirse en la existencia limitada de la tierra, quiere realizarse en ella y de esa forma «realizarnos» a nosotros. A Tristán, hombre del mundo, le interesa lo divino; a Jesús, Hijo de Dios, le importa radicalmente lo humano.
c. CRUZ DE JESÚS, UN DIOS HECHO CARNE

Demos otro paso hacia el misterio. Jesús se ha hecho humano para amar y sufrir como los hombres, para compartir con ellos la muerte y la esperanza. Jesús no ama a los hombres y mujeres simplemente como signos de un camino que conduce al cielo. Al contrario, les ama porque quiere darles su cielo, entregarles su cariño, regalarles su existencia.
Déjame emplear un ejemplo. Si es que has sido dichosa en ley de amores, quizá has escuchado unas palabras como estas: Quisiera tener los ojos bellos para dártelos, quisiera ser hermoso, fuerte y grande para hacerte a ti más rica. Estas palabras, que fuera de contexto suenan cursis, son quizá definitivas: indican que el amante no utiliza del amigo para ser y realizarse en un proceso de ascensión que lleva al cielo; ama de verdad aquel que sabe regalar a su amado lo que tiene, lo que puede, lo que alcanza.
Con esto hemos tocado la puerta del misterio. Jesús ha sido y es «Dios hecho carne»: introduce en nuestra vida el ser de lo divino y lo introduce sobre un mundo conflictivo, atormentado, destrozado. Pone su tesoro -el tesoro de su ser y su belleza, su palabra y su destino- en nuestras pobres manos de la tierra, manos de Adán y de Caín, de los gigantes destructores. ¿Sientes lo que implica esta pala¬bra?: ¡plantó la tienda de su amor en nuestra casa! (cf. Jn 1, 14), entre unos hombres vacilantes, a veces despiadados, duros, vengativos. Vivió para entregarles su cariño a manos llenas. Como es normal, algunos le escucharon, recibieron su regalo, agradecieron su palabra. Pero, actuando con la lógica del mundo, otros sintieron rabia y 1e mataron; tomaron su mensaje y su persona y lo colgaron, como infamia, en un madero.
Pues bien, lo que hasta entonces era un imposible se ha tornado real y muy cercano: el mismo amor de Dios ha penetrado en las raíces de la tierra para transformar la vida de los hombres. Allí donde los nuevos caínes le asesinan brota y triunfa un amor más excelente, aquella vida que se entrega perdonando. Frente a todo el gigantismo que ha mezclado el cielo con la tierra, contra todos los ensueños idealistas que pretenden escaparse por su amor y en el amor de esta pequeña tierra conflictiva, la cruz de Jesucristo ha reimplanta¬do la verdad y realidad del cielo sobre el mundo.
1. La cruz, un amor humanizado
Según esto, la cruz no es la expresión de un hombre que se eleva hacia los cielos sino el signo de un Dios humanizado que, viviendo en nuestra tierra, se ha entregado por los hombres. Es un Dios que dice a los budistas: no es preciso que neguéis vuestros deseos, realizadlos como ofrenda y en ofrenda de amor entre los hombres. Un Dios que advierte al platonismo, a Tristán y al peregrino de Tirso de Molina: la boda del amor puede ya darse de verdad sobre la tierra, Desbordando la soberbia de Adán, el enfrentamiento de Caín y la desmesura de los gigantes. Dios mismo ha querido plantar un árbol nuevo de misterio y gratuidad, de encuentro y esperanza en nuestra historia.
Esta es la inversión: Jesús no ha muerto porque intenta evadirse de la tierra en busca del amor del cielo. Muere porque quiere amar al mundo: quiere regalarle su verdad y fuerza en el camino. De este modo se ha «compadecido» de los hombres. Hay un personaje en Dostoiewsky que, en el momento de la angustia, grita al Cristo y dice: «si te hubieras compadecido más de los hombres no les habrías exigido tanto...», les habrías dejado en su ceguera manejada, felices en su impotencia, envueltos en el sueño de otros cielos. Pues bien, en contra de eso, tengo que decirte que Jesús ha realizado la verdadera compasión. Por eso ofrece su vida por los hombres. Lo hace capaci¬tándoles para la entrega mutua, en la confianza. Lo hace abriéndoles un camino de realización sobre la tierra.
2. Cruz, un Dios que es amor
Me he alargado ya lo suficiente. Perdona si es que he sido algo difuso. Permite, sin embargo, que, de un modo conclusivo, pueda hablarte sobre el fondo intradivino del despliegue de la cruz de Jesucristo. Lo haré muy, brevemente, en cinco números escuetos.
1. La Cruz es la pasión de amor de Cristo. Jesús asume en ella el padecer del mundo, dejándose matar por los poderes de opresión, odio y venganza de la tierra. Pero, al mismo tiempo, Jesús ama de una forma activa. La muerte es el momento de la entrega decisiva, el signo de un amor que se ha entregado hasta el final, sin condiciones. Pues bien, en ese gesto se ha expresado el contenido y la firmeza del amor de Dios en nuestra historia.
2. La cruz es compasión de un Dios que ama. Jesús ofrece su existencia en manos de Dios Padre. El Padre sufre en su dolor, consufre con su muerte y le cimenta en su cariño. Este es nuestro misterio: Jesús no estaba solo. El que se entrega por amor a los demás nunca se encuentra abandonado. Quien muere en ese empeño no fracasa. Dios le acoge y resucita. Por eso, en la cruz descubrimos el amor de Dios por Jesucristo.
3. La cruz abre al misterio del amor intradivino. Frente a todas las palabras religiosas anteriores y rompiendo el silencio de un Dios que nunca se había revelado plenamente, la cruz nos introduce en el diálogo de Dios y Jesucristo. Dios ama a Jesús; Jesús ama a su Padre y le devuelve su existencia. En ese encuentro intradivino, expresado en el Espíritu, se asienta el camino y la esperanza de los hombres.
4. La cruz es centro donde se implican Dios yel hombre. En ella descubrimos que el mundo no se funda en un acaso: tampoco es un efecto del pecado de los hombres. Más allá de todas las ideas escapis¬tas de la historia, superando todos los pecados, la existencia de los hombres se cimenta en el amor del Hijo por el Padre. Por eso, lo que importa no es subir al cielo ni bajar sobre la tierra: lo primero es cimentarnos en la entrega y comunión, la muerte y pascua de Jesús, el Cristo.
5. Finalmente, la cruz se explicita en el amor interhumano. Donde la cruz se hace presente quiebra el maleficio de Caín, la soberbia de Adán o los gigantes: el hombre encuentra su frontera y su cimiento en 1a apertura gozosa hacia los otros. Pero de esto te hablaré más adelante.