Ѱ 22 (21) ¿Por qué me has abandonado? Sólo un Dios que sufre con los hombres puede salvarles

Ayer, Domingo de Ramos, iniciábamos la de Semana Santa con el salmo 22 (21 de la liturgia), con la  oración de los abandonados: Expulsados, enfermos, oprimidos enloquecidos de dolor, perseguidos, de todas las razas, sexos y condiciones del mundo.

Quizá ningún otro texto ha recogido mejor la "locura" divina y humana de un sufrimiento de amor, que no es desequilibrio cósmico (tao), ni caída divina (hinduismo), ni de deseo doliente (budismo), ni injusticia humana, sino amor de Dios,abandono y camino creador. En ese sentido, este salmo no habla sólo del dolor desafiante o derrotado del hombre, sino del amor sufriente y creador de Dios.

    Así lo mostraré en dos partes (a) Dios en la Biblia,es sufrimiento de amor. (b) Comentario a sal 22.

EL DIOS SUFIENTE DE LA BIBLIA

La historia sufriente de sal 22 no es sólo de un hombre particular (ni siquiera la un pueblo ni de la humanidad entera), sino que, siendo eso, es la historia del dolor de Dios, que sufre en y con los hombres, a través de una creación que es muerte y resurrección. 

  Este es un salmo clave de la historia de Israel (en la línea Is 40-55 y de toda la historia judía, hasta la Soah del 1939 al 1945) que los cristianos seguimos tomando como clave para entender a Jesús y acompañarle en su Camino de Semana Santa.

Jesús, protesta activa y solidaria contra el sufrimiento.

El Nuevo Testamento asume básicamente el camino israelita, sin añadir ninguna respuesta teórica, sino la experiencia de Jesús que asume el sufrimiento (el fracaso y la muerte) como camino de Reino, en la línea del Siervo de Yahvé y del Justo sufriente, como han puesto de relieve los evangelistas que han contado la historia de su pasión.

  Así lo pone de relieve Marcos, a partir de la “confesión” de Pedro, que llama a Jesús Mesías de Dios (suponiendo así que debe actuar como triunfador sobre la tierra). Jesús responde: « El Hijo del humano debe padecer, será rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y escribas; que lo matarían…, y a los tres días resucitará» (Mc 8, 31).

             En este contexto, respondiendo a “corrección” de Pedro, que quiere un mesianismo sin dolor, Jesús amplía su propuesta y dice: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga» (M 8, 34). Ésta es la revelación suprema de Jesús: Ha ofrecido su solidaridad a los pobres y sufrientes de Israel, queriendo así ayudarles a superar el dolor, prometiéndoles la bienaventuranza o plenitud del Reino. Así ha dicho “bienaventurados los que sufren” (cf. Lc 6, 20-21), pero no porque sufren (en plano victimista), sino porque en el fondo de su sufrimiento viene a manifestarse el Reino de Dios.

            Jesús no ha reflexionado sobre el sufrimiento en un plano teórico, como han hecho Qohelet o Job, no ha investigado y propuesto nuevas teorías, más hondas, para explicar en general el posible valor humanizante del sufrimiento. Él ha hecho algo anterior, mucho más hondo: Se ha puesto de parte de los que sufren, ofreciéndoles su solidaridad, curándoles para abrir con ellos un camino de vida.

En contra de lo que a veces se ha dicho, en Jesús no hallamos ninguna “mística del sufrimiento”, como la que puede encontrarse en Ignacio de Antioquía (cuando dice que quiere morir, ser molido, para unirse con Cristo: Romanos 4); no hay tampoco una mística como la de aquellos que han pedido a Dios sufrimientos, diciendo “o padecer o morir”. En contra de eso, Jesús ha protestado contra el sufrimiento y lo ha hecho de un modo de un modo inmediato e intenso: ayudando y curando a los que sufren, prometiéndoles el Reino de Dios, que es la felicidad completa, ya desde aquí, en este mundo, en una línea que puede compararse a la de Buda.

Tanto Buda como Jesús quedaron impresionados por el sufrimiento de los hombres. Ante ese descubrimiento, Buda optó por cerrarse en su interior, más allá de los deseos, para superar de esa manera (en lo interior) el sufrimiento. Jesús, en cambio, protestó con toda fuerza contra el sufrimiento de los hombres, expresado en sus enfermedades y opresiones sociales. En esa línea, sus milagros elevan una protesta incondicional contra la miseria y la opresión humana, tanto la miseria física como la social. Se ha dicho a veces que los milagros de Jesús son gestos primitivos e inmaduros, cercanos a la magia.

La Oración en el huerto | ArtEscolapio

Buda sería más elevado: enseñó a los hombres a sufrir, a no evadirse. Jesús, en cambio, les habría ofrecido salidas ilusorias: una ilusión que, al fin, se muestra vana, porque las enfermedades siguen dominando a los hombres, ilusiones, que sufren y mueren, sin respuesta en este mundo. Pues bien, en contra de eso, debemos poner de relieve el carácter fundante de esa protesta de Jesús, que se eleva con todas las fuerzas en contra de aquellos dolores que oprimen a los hombres, anunciando la bienaventuranza, es decir, la dicha para los que sufren.

              Jesús se sitúa ante el problema básico del sufrimiento y no puede mantenerse tranquilo, reflexionando como el Qohelet de la Biblia o buscando una solución contemplativa, como Buda. Jesús protesta ante el sufrimiento con su vida, con sus obras (milagros), con su movimiento mesiánico. No se refugia dentro de sí, no busca ningún tipo de mística, sino que inicia un movimiento de protesta en contra de las causas que conducen al sufrimiento de los hombres, especialmente de los pobres, un movimiento que sigue siendo la aportación principal del cristianismo de la historia de las religiones. 

Jesús, protesta doliente contra el sufrimiento.

Jesús inició con los pobres (con los hambrientos y sufrientes de su tiempo, los enfermos y oprimidos: cf. Lc 6, 20-21) un movimiento de liberación, en las condiciones concretad de aquel mundo, significa estar dispuesto a morir. Con esto volvemos al texto anterior de Mc 8. Pedro está dispuesto a seguir a Jesús, para superar de esa manera el sufrimiento de los pobres, pero quiero hacer sin sufrir (como un vencedor). Jesús, en cambio, sabe que sólo se puede acompañar y ayudar a los sufren estando dispuesto a morir con ellos (por ellos) en Jerusalén.

Sufrimiento en Getsemaní.Por acompañar a los que sufren, Jesús está dispuesto a sufrir, no por victimismo, sino por solidaridad. Sabe que el sufrimiento de los hombres no se soluciona con más templo y más imperio (porque el templo y el imperio concretos de su tiempo son causantes de mucho sufrimiento), sino con más solidaridad, allí donde los hombres y mujeres estén dispuestos a “tomar la cruz”, poniéndose de parte de los perdedores de la historia (los crucificados). Jesús no ha buscado el sufrimiento, sino todo lo contrario: ha querido y buscado la dicha de Dios. Pero ha aceptado de un modo personal el sufrimiento, para realizar así el camino mesiánico, muriendo a favor de la llegada del Reino de Dios. En ese contexto, los evangelios se han atrevido a contar el miedo de Jesús ante dolor, su gran protesta, unida, sin embargo, a la “obediencia” a su mensaje. Sabiendo ya que había sido condenado, tras la Última Cena 

«Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan... y les dijo: Siento tristeza de muerte. Quedaos aquí y velad. Y avanzando un poco más, se postró en tierra y suplicaba que, a ser posible, pasara de él aquella hora. Decía: ¡Abba, Padre! Tú lo puedes todo. Aparta de mí este cáliz. Pero que no se cumple mi voluntad, sino la tuya. Volvió y los encontró dormidos...» (cf. Mc 14, 32-42).

            Ésta es la plegaria de un hombre que es fuerte porque confiesa su debilidad y apoyándose en ella (no en su fuerza) ella clama a Dios. Deja que el miedo le brote y lo expresa ante el Padre que le dijo en el principio ¡Hijo querido! (Mc 1, 9-11). Dios le ha enviado, él ha respondido. Ahora suplica, desde su vida hecha cáliz, infusión de muerte. Está triste, los poderes de este mundo han vencido; por eso clama al Padre de la Vida, sobre el orden del sistema. Le llama Abba y reconoce su poder (¡lo puedes todo!), mostrándole su angustia: ¡Aparta de mí este cáliz! Así invoca, desde el dolor que le vence, declarando su tristeza. No defiende nada, nada justifica. No se hace el héroe, ni tiene que fingir. Se acepta angustiado y se deja, dejando que Dios sea divino: ¡Pero no se cumpla mi voluntad, sino la tuya!

Sobre los poderes del orden violento del mundo que mata para seguir manteniendo su apariencia de justicia, está Dios que hace ser gratuitamente a todos. Así lo descubre Jesús confesándole su miedo y confiándose en sus manos de infinito amor, sobre el orden de aquellos que le matan. De esa forma, su oración se identifica con el mismo regalo (entrega) de su vida. No hay en ella visiones especiales, milagros o acciones celestes, ángeles o ritos religiosos (Lc 22, 43-44 es un añadido). Dios no interviene de manera externa, rompiendo la trama de la entrega, sino en ella, en la muerte de Jesús, que es su palabra más honda.

Si Dios existe, ¿por qué permite el sufrimiento?

Sufrimiento en la cruz. Más fuerte es aún el dolor de Jesús en la cruz. Los judíos han podido contar y a veces han contado a Jesús entre los mártires de su historia (y de la humanidad); pero mantienen su reserva ante las razones de su muerte (era un peligro para Israel) y piensan que ella no ha sido revelación suma y escatológica de Dios, pues la historia sigue dominada por la muerte. En contra de eso, los cristianos han condensado (y personificado) el dolor de todos los mártires en la muerte de Jesús, a quien veneran como signo de supremo sufrimiento y palabra suma de Dios, que acoge por Jesús a todos los asesinados (cf. Mt 23, 35 par.) Desde ese fondo, los evangelios han querido recordar en toda su crudeza las palabras de Jesús en el Calvario, de manera que se escuche el grito de todos los sufrientes de la historia: «Eloí, Eloí....! ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34; Mt 27, 46).

 Con el justo perseguido del Salmo 22, 2, Jesús llama a Dios, gritando su abandono y pidiéndole su ayuda (culminando la pregunta de Getsemaní). Se pone ante el Dios que parece olvidar a los hombres y pregunta con millones de expulsados y sufrientes: ¿Por qué me has abandonado? Desde un perspectiva puramente histórica, el abandono de Jesús sería un fracaso: al final de su camino, proscrito, expulsado de su pueblo y denigrado, habría confesado su impotencia. Muere y todo sigue igual: perecen con él millones de excluidos o rebeldes, sin nadie que responda. Pero los evangelios confiesan que su muerte pertenece al misterio de Dios, que le acoge y le responde por la resurrección, no para vengarse de los que le matan, sino para ofrecerles también a ellos el perdón.

Ha muerto Jesús, preguntando por Dios desde su fracaso, tras haber anunciado y preparado un Reino que no llega. No ha logrado resolver los conflictos sociales, el problema del sufrimiento. Ha fracasado, según ley (poder sagrado de los sacerdotes de Jerusalén, sistema político del imperio romano). Pero precisamente en su fracaso, al aceptar el sufrimiento que nace de su solidaridad con los que sufren, ha podido revelarse como portador de una gratuidad y vida propia de Dios, en creatividad de amor y resurrección.

 Los sacerdotes se burlaban, suponiendo que si Dios fuera su Padre debería bajarle de la cruz (Mt 27, 40-43). Los cristianos confiesan lo contrario: precisamente porque es Padre, Dios le alienta y acompaña hasta la muerte. Los que se burlan adoran al Dios del sistema triunfante, la ley de este mundo. Los cristianos, en cambio, saben que sólo quien sostiene y recibe a los que mueren en su nombre (cf. Sab 2) es Dios verdadero. Así acoge a Jesús, en los brazos de su amor infinito, sin responder con violencia a la violencia del sistema, sin vengarse ni matar a quienes matan. En este contexto ha presentado el Nuevo Testamento el sentido más hondo del sufrimiento: «Jesús, en los días de su vida, elevó súplicas y peticiones, con gritos y lágrimas, a Aquel que podía librarle de la muerte; pero, siendo Hijo, aprendió a obedecer en el sufrimiento y de esa forma es causa de salvación» (cf. Heb 5, 7-10). 

Piñero y Pikaza. Un agnóstico y un creyente ante la misma Biblia - Por  Xabier Pikaza

  1. SALMO 22. LECTURA CRISTIANA

1 Al Director. Sobre «la cierva de la aurora». Salmo de David.

a. ¿Por qué me has abandonado? (22, 2-12).

2 Dios mío, Dios mío, | ¿por qué me has abandonado? | A pesar de mis gritos, | mi oración no te alcanza.

3 Dios mío, de día te grito, | y no respondes; | de noche, y no me haces caso.

4 Porque tú eres el Santo | y habitas entre las alabanzas de Israel. 5 En ti confiaban nuestros padres; | confiaban, y los ponías a salvo;

 6 a ti gritaban, y quedaban libres; | en ti confiaban, y no los defraudaste.

 7 Pero yo soy un gusano, no un hombre, | vergüenza de la gente, desprecio del pueblo;

8 al verme, se burlan de mí, | hacen visajes, menean la cabeza:

9 «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; | que lo libre si tanto lo quiere».

 10 Tú eres quien me sacó del vientre, | me tenías confiado en los pechos de mi madre;

11 desde el seno pasé a tus manos, | desde el vientre materno tú eres mi Dios. 

b. No te quedes lejos. Desde el infierno/abandono de Dios (22, 12-22).

 12 No te quedes lejos, | que el peligro está cerca | y nadie me socorre.

13 Me acorrala un tropel de novillos, | me cercan toros de Basán; 14 abren contra mí las fauces | leones que descuartizan y rugen.

15 Estoy como agua derramada, | tengo los huesos descoyuntados; | mi corazón, como cera, | se derrite en mis entrañas;

16 mi garganta está seca como una teja, | la lengua se me pega al paladar; | me aprietas contra el polvo de la muerte.

17 Me acorrala una jauría de mastines, | me cerca una banda de malhechores; | me taladran las manos y los pies,

18 puedo contar mis huesos. | Ellos me miran triunfantes,

19 se reparten mi ropa, | echan a suerte mi túnica.

20 Pero tú, Señor, no te quedes lejos; | fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.

21 Líbrame a mí de la espada, | y a mi única vida de la garra del mastín;

22 sálvame de las fauces del león; | a este pobre, de los cuernos del búfalo.

 c. Salvación de Dios, pascua: Yo te  alabo (22, 23-32).

23 Contaré tu fama a mis hermanos, | en medio de la asamblea te alabaré.

24 «Los que teméis al Señor, alabadlo; | linaje de Jacob, glorificadlo; | temedlo, linaje de Israel;

25 porque no ha sentido desprecio ni repugnancia | hacia el pobre desgraciado; | no le ha escondido su rostro: | cuando pidió auxilio, lo escuchó».

26 Él es mi alabanza en la gran asamblea, | cumpliré mis votos delante de sus fieles.

27 Los desvalidos comerán hasta saciarse, | alabarán al Señor los que lo buscan. | ¡Viva su corazón por siempre!

28 Lo recordarán y volverán al Señor | hasta de los confines del orbe; | en su presencia se postrarán | las familias de los pueblos,

29 porque del Señor es el reino, | él gobierna a los pueblos.

30 Ante él se postrarán los que duermen en la tierra, | ante él se inclinarán los que bajan al polvo. | Me hará vivir para él,

31 mi descendencia lo servirá; | hablarán del Señor a la generación futura,

 32 contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: | «Todo lo que hizo el Señor»No quedes lejos, Fuerza mía, ven corriendo a socorrerme

Enséñanos a orar - Editorial Verbo Divino

¿Por qué me has abandonado? (22, 2-12).

No habla sólo un rey (poder social) o un sacerdote de culto, sino todo el pueblo como asamblea o qahal   de derrotados (exilados, oprimidos, en riesgo de muerte). En nombre de ellos, el salmista grita: ¡Dios mío, Dios mío! (22, 2). 

Como en otros salmos donde hallamos un desdoblamiento del sujeto, el orante llama al Dios, que forma su yo más hondo. No se dirige expresamente a Yahvé (hw"hy>â), Señor de la alianza de Israel (como en Sal 22, 20.24.28.29), sino al Dios universal del mundo, diciendo Elí   en forma solemne, o Elohai   en una línea, al parecer, más intimista: Dios mío, Dios mío.

 La pregunta siguiente (¿por qué me has abandonado?) es lógica, pues, en contra de una teología anterior de tipo triunfal, Dios ha dejado que Israel se derrumbe (como si Dios mismo se derrumbara y muriera). Israel no pierde sólo su identidad, su rey, su templo, sino que pierde a su mismo Dios: Es Dios quien cae y está muriendo en su pueblo. Ciertamente, esa pérdida podía (y debía) interpretarse como castigo por los pecados cometidos. Pero el salmista no puede verlo así. En el fondo de ese abandono él siente algo más hondo y misterioso, implicado en el mismo Dios que sufre y se duele con él. Por eso, eleva su voz, desde diversas perspectivas, pidiendo a Dios que le responda:  

Sal 22, 4: Porque eres el Santo (Qadosh', cf. Is 6, 6) y habitas en las alabanzas de Israel (22, 4) … Siendo Señor del Orbe, Dios se expresa (mora) en el santuario de Jerusalén, en la oración (alabanza) de aquellos que le invocan. De esa manera, el salmista parece indicar que si Dios abandona a sus fieles (si no habita en la alabanza que ellos le tributan, si no les defiende) eso se debe a que es diferente, distinto de aquello que los hombres habían pensado. 

Sal 22, 5-6: Porque en ti confiaban nuestros padres… Han desaparecido (han sido destruidos) los signos de Dios, como si su obra en Israel hubiera fracasado: Ha sido derribado el templo, ha caído el reino, ha perdido su identidad el pueblo, ha sido negada, defraudada la confianza de los antepasados… Eso significa que Dios es diferente.

Sal 22, 7-9. Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente… Los israelitas eran signo y presencia de Dios, y así podían elevarse ante él, como pueblo poderoso, llamado a dirigir a las naciones; pero ahora son solo un gusano, despreciados de todos, burlados (¡acudió a Yahvé, que le salve…!). El Dios protector de Israel se ha hecho objeto de burla de los hombres: ¡Con Yahvé no se puede construir un reino; un gusano no puede ser principio de salvación…! Éste Dios tiene que ser diferente.

Sal 22, 10-11: Aunque Dios me había criado en su seno... Esta confesión añade un dolor supremo a los dolores a las quejas anteriores: El mismo Dios había engendrado en su “vientre” (en su intimidad, en su útero materno) al salmista de Israel (y con él al pueblo entero). Como una madre le había concebido en su matriz; como fuente de Vida le había dado vida. Pero ese Dios-Madre y fuente de vida se ha secado, no es Dios verdadero, no puede darle vida. Muere Dios, muere su pueblo. 

 En esa línea, más que perseguido, el salmista (Israel) es un abandonado, y Dios, por su parte, un fracasado, pues no ha conseguido mantener en vida al Hijo nacido de su vientre[2]. Éste es el clímax del salmo, la cumbre en su historia de dolores. Hasta aquí llega la historia antigua, aquí empieza la nueva. El salmista pide a Dios que “despierte”, que transforme su derrota en triunfo y victoria de vida más alta

b. No te quedes lejos. Desde el infierno/abandono de Dios (22, 12-22).

  Los cristianos dirán más tarde (desde la perspectiva de muerte y pascua de Jesús) que Dios ha hecho suyo el sufrimiento de los hombres, no sólo de los perseguidos de Israel, sino de millones de sufrientes de la historia, judíos y cristianos, hombres y mujeres de toda raza y condición, invirtiendo su derrota, convirtiendo su camino de muerte en vía de resurrección. Según eso, podemos y debemos afirmar que Dios no impone a los hombres un sufrimiento que le sea ajeno (como si él estuviera gozando mientras ellos sufren), sino que él, el mismo Dios que sufre en y por ellos. Por eso, cuando el salmista expone sus sufrimientos, está evocando los de Dios, en un lenguaje simbólico y realísimo. El orante se descubre en el “infierno” (hondura de dolor de Dios) y así dice:  

22,13-14. Me acorrala un tropel de novillos… Ésta es en el fondo una guerra de bestias, pues la humanidad que persigue al salmista (al pueblo derrotada) muestra rasgos de fiera, como las de Dan 7, a modo de mundo invertido, donde en lugar del Dios creador y amigo, se imponen poderes de muerte. El Dios de este salmo penetra así en el abismo de dolor de las víctimas del mundo.

22, 15-16. Agua derramada. Las imágenes son cada vez más fuertes (corazón derretido, garganta seca, huesos que se descoyuntan…), como signo de enfermedad y riesgo de destrucción total de la persona (interna y externa). Pues bien, entre esos riesgos, quizá el más significativa es el del agua que se va y no vuelve, se derrama y se pierde en la tierra, como dijo la sabia de Teqoa a David (2 Sam 14); Dios cumple su tarea muriendo, de tal manera que al fin no queda nada de Dios, ni de la historia de los hombres. Dios no impone a los hombres algún tipo de sufrimiento externo, sino que sufre y corre el riesgo de des-aparecer (de des-hacerse) para siempre en (con) ellos.

22, 17-18. Jauría de mastines. Así se siente el salmista, así describe el quebranto de Israel, rodeado, mordido, descoyuntado por bandas de malhechores sueltos, como perros de presa asilvestrados, que sólo saben morder y destruir, dejando al aire los huesos de los pobres… Dios crea a los hombres desde dentro de sí, compartiendo su mismo sufrimiento. Según eso, el dolor del salmista forma parte del dolor de Dios. - 22, 19-20. Se reparten mi ropa. Era lo último que le quedaba y se lo han quitado, dejándole desnudo, tirado en el suelo, esperando que muera. Ésta es quizá la imagen más íntima y fuerte de la destrucción: Un cuerpo sin defensa, despreciado, sobre la tierra yerma, sin nada propio, sin dignidad. Toda la cultura humana, simbolizada por la ropa, queda de esa forma destruida. Así se siente el salmista, así el pueblo de Israel, pobre entre pobres, ante la muerte. Así tiene que sentirse el mismo Dios, arriesgándose a fracasar en la historia de los hombres. Solo si Dios asume el sufrimiento de su creación puede “salvarla”, resucitar, salvándose a sí mismo. Éste es el tema central del Nuevo Testamento: Dios sólo ha podido salvar al mundo (evitar su desastre) asumiendo desde dentro el dolor y muerte de Cristo. Este salmista no sabe aun lo que sabrá y dirá la teología del NT, pero avanza ya en esa línea[3].   

c. Salvación de Dios, pascua: Mi alabanza en la gran asamblea (22, 23-32).

 Las dos secciones de la parte anterior formaban una gran unidad de dolor y prueba, con la angustia del salmista (del pueblo) que pedía al Dios más alto que le salvara de las garras del mastín, de las fauces del león, mostrando así que era Dios mismo quien sufría y corría el riesgo de morir por siempre en el dolor y muerte del salmista (de los hombres). 

Ahora comienza la segunda parte del salmo, en forma de inversión, como la de Flp 2, 6-11; el abajamiento sufriente de Dios es principio de elevación, en una línea que el NT interpreta en forma de resurrección. Sin esta segunda parte el salmo carece de sentido; para narrar sólo la muerte de Dios no había sido necesario haberlo escrito.

De pronto, sin razonar teóricamente el tema (en la línea de otros textos anteriores: cf. Sal 18; 19; 21), el salmista canta la gloria de Dios que le ha rescatado del peligro, ofreciéndole un nuevo y más alto camino de vida, como resurrección o despliegue del auténtico Israel, pues el mismo Dios que aparecía en la parte anterior muriendo (asumiendo el sufrimiento de la historia humana) viene a revelarse ahora como triunfador (resucitado), el Dios de pascua de resurrección: 

El sufriente del salmo se identifica con Jacob/Israel (22, 24). Quedan fuera del horizonte de alabanza otros rasgos, como pueden ser el reino de David y el templo de Jerusalén. El salmista se vincula con “todo el linaje de Jacob, todo el linaje de Israel”. El salmista indica así que Dios sigue siendo divino en su dolor y entrega a favor de los hombres. Éste es el Dios que ha escogido a Israel como pueblo (=se ha identificado con él) y por eso puede prometer que Israel seguirá existiendo, superará la prueba, pues el mismo Dios le libera y eleva a través del sufrimiento.

El pueblo sufriente forma una asamblea de hermanos (cf. 22, 23. 26),como la de aquellos que habían salido de Egipto, para formar en el desierto una iglesia grande (un qahal numeroso: br"_ lh'îq', 22, 23. 26). Eso significa que el pueblo como tal no puede morir porque es pueblo de Dios y Dios no le abandona, sino que le ofrece su vida más alta. Así como han sufrido en Dios (y Dios en ellos), los israelitas pobres, perseguidos, triunfarán en Dios, resucitarán con él en Cristo.

Una comunidad de pobres inmersos en la Vida más alta (22, 25-37). Él Dios de la comunión israelita no ha condenado a los hombres de su pueblo a la aflicción o pobreza perpetua, sino al contrario, él habita y triunfa en ellos, de manera que los pobres (~ywI“n"[]), comerán hasta saciarse, conforme al espíritu y letra del canto de María (Lc 1, 46-55) y de las bienaventuranzas de Jesús (Lc 6,20-21). El mismo salmista que había elevado su voz diciendo a Dios “por qué me has abandonado” (22, 2) descubre ahora que Dios no le había abandonado, sino que estaba sufriendo y caminando con él en su abandono, el mismo Dios que acoge y llena de vida a la comunidad de pobres. 

Sólo desde ese fondo se puede hablar del reino universal de Dios, que triunfa y se revela en el mundo entero a través de la “resurrección” de Israel, esto es, de la humanidad entera(22, 28-29): “Y lo recordarán y volverán a Yahvé todos los confines del orbe” En esa línea ha retomado el salmo la promesa original de Abraham (Gen 12, 1-3), que culminaba en la bendición de todos los pueblos. 

El reinado de David, tal como aparecía formulado en Sal 21, era incapaz de abrirse a todas las naciones y por eso el Rey-Mesías estaba obligado a combatir en contra de ellas. Pues bien, de un modo más hondo, desde la perspectiva de los expulsados y pobres, invirtiendo y recreando el mensaje de 22, 2, el salmista confirma, de la manera más solemne, que el pobre que gritaba ¿por qué me has abandonado?) viene a revelarse ahora como expresión del triunfo de Dios, no sólo en Israel, sino en y para todas las naciones. 

Sentido

Este salmo nos lleva así desde el más hondo abandono de Dios al verdadero Dios resucitado, por encima de la muerte, de manera que puede añadirse que ante él se postrarán todos los que duermen en la tierra (22, 3032), en una línea que los cristianos han interpretado desde Flp 2, 6-11.Estos versos son difíciles de entender y han suscitado diversas interpretaciones. Pero es evidente que Dios aparece en ellos como aquel que, habiendo penetrado en el sufrimiento y “muerte” del salmista (de los pobres), abre para (con) ellos un camino de resurrección, es decir, de vida liberada[4].  

Ω

Este salmo ha sido un texto capital de la nueva identidad cristiana, entendida sobre todo a partir de las primeras palabras (Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?), aplicadas a Jesús, a quien la Iglesia identifica con el sufriente del salmo, que es no sólo el pueblo mesiánico de Israel en su dimensión humana (en la línea del 2º Isaías), sino el mismo Dios encarnado (Cristo) que llama al Dios del alto (Padre), diciéndole ¿por qué me has abandonado? 

Normalmente, los judíos rabínicos han seguido y siguen identificando a ese sufriente con el pueblo de Israel, en un camino abierto todavía. Los cristianos afirman que ese sufriente es Cristo. Pero tanto unos como otros (judíos y cristianos) descubren en este salmo misterios y posibilidades (perspectivas) que definen de manera intensa la “identidad” de sus experiencias sociales y de sus confesiones religiosas. No se trata de decir quién tiene la razón (judíos o cristianos), sino de explorar las implicaciones del salmo, en forma histórica y social, personal y comunitaria 

En una perspectiva cristiana, el desamparo de Dios, a quien el orante grita preguntando “por qué me has abandonado”, hace posible su revelación superior, como Dios verdadero y definitivo, que no está fuera, sino en el mismo sufrimiento humano, como Padre (presente en Jesús, su Hijo), principio de identidad cristiana (Mt 27,46; Mc 15,34)[5]. 

NOTAS 

[1] Este salmo ha de leerse en unión con otros anteriores (Sal 2; 18; 20; 21), pero sabiendo que en medio ha sucedido algo inaudito: La comunidad nacional ha fracasado; la “religión” anterior ha sido destruida: No queda rey, no hay templo, de manera que la identidad judía ha de fundarse en pilares nuevos, vinculados al sufrimiento creador de Dios en el pueblo, por encima de la Ley nacional y de los sacrificios del templo. El orante (nuevo Israel) cuenta su historia, el dolor que ha sufrido, el peligro ha pasado, gritando a Dios (=hablando en su nombre); pero no se confiesa pecador, ni pide perdón, como harán otros salmos penitenciales. 

Desde ese fondo ha de entenderse la oración cristiana, como experiencia compartida del dolor y amor creador de Dios. La referencia inicial al “ciervo de la aurora” parece evocar un tipo de melodía músical. Este salmo es la oración fundante de un nuevo tiempo “social” y espiritual (no sólo de Israel, sino de la humanidad), partiendo del dolor sufriente de la vida de Dios.  

[2] Algunos teólogos han interpretado este abandono de Dios en forma “trinitaria”, como diálogo de Cristo con el Padre: El Dios sufriente (manifestado como Rey, como pueblo) llama al Dios escondido, elevando ante él sus dolores.  

[3] En esa situación, el salmista (pueblo de Israel) pide ayuda al Dios que parece haberle abandonado (22, 21-22). Líbrame de la espada, de la garra del mastín, de las fauces del león, de los cuernos del búfalo. En esta línea se agolpan en su mente las imágenes (espada de guerra, dientes y cuernos de los animales…). Pero él no se rinde, pues el Dios que sufre y vive en él es más fuerte que todos sus perseguidores, es el Dios que “resucita” (y le hará resucitar) porque comparte la suerte de los pobres, perseguidos, condenados.  

[4] El Reino de Yahvé se abrirá de esa manera, desde y con los pobres-oprimidos, a todas las naciones, abriendo un camino de resurrección. Nacerá según eso un pueblo nuevo, por gracia de Dios, una comunidad universal, para todas las edades, por la resurrección de Cristo.  

[5] En una perspectiva más anecdótica, los cristianos han entendido (=aceptado), y aplicado varios elementos de este salmo a la pasión de Jesús. Entre ellos podemos citar el tema de aquellos que blasfeman y mueven sus cabezas pasando al lado de la cruz (comparar Mt 27, 39 con Sal 22, 8), el gesto de los que se ríen y burlan de Jesús diciendo “que le salve aquel en quien ha confiado” (cf. Mt 27, 43 con Sal 22, 9), lo mismo que el reparto y sorteo de sus vestiduras (cf. Jn 19, 23) a fin de que se cumpliera lo que dice Sal 22, 19 etc. Pero el tema de fondo del salmo no está en esos detalles (más históricos o simbólicos) sino en la comprensión de conjunto del “sufrimiento mesiánico”, esto es, del “fracaso histórico” del Hijo, como expresión del amor del Padre.  

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