Domingo 24 02 2008. Agua de Dios, dar de beber al sediento

Texto. Juan 4,5-42
En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: "Dame de beber." Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice: "¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?" Porque los judíos no se tratan con los samaritanos. Jesús le contestó: "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva." La mujer le dice: "Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?" Jesús le contestó: "El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna." La mujer le dice: "Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla."
[Él le dice: "Anda, llama a tu marido y vuelve." La mujer le contesta: "No tengo marido." Jesús le dice: "Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad."
La mujer le dice: "Señor,] veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén." Jesús le dice: "Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad." La mujer le dice: "Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo." Jesús le dice: "Soy yo, el que habla contigo."
[En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera hablando con una mujer, aunque ninguno le dijo: "¿Qué le preguntas o de qué le hablas?" La mujer entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente: "Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que ha hecho; ¿será éste el Mesías?" Salieron del pueblo y se pusieron en camino adonde estaba él.
Mientras tanto sus discípulos le insistían: "Maestro, come." Él les dijo: "Yo tengo por comida un alimento que vosotros no conocéis." Los discípulos comentaban entre ellos: "¿Le habrá traído alguien de comer?" Jesús les dice: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra. ¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la cosecha? Yo os digo esto: Levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo salario y almacenando fruto para la vida eterna: y así, se alegran lo mismo sembrador y segador. Con todo, tiene razón el proverbio: Uno siembra y otro siega. Yo os envié a segar lo que no habéis sudado. Otros sudaron, y vosotros recogéis el fruto de sus sudores."]
En aquel pueblo muchos [samaritanos] creyeron en él [por el testimonio que había dado la mujer: "Me ha dicho todo lo que he hecho."] Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: "Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo."
El agua en el Nuevo Testamento
En comparación con el Antiguo, el Nuevo Testamento trata poco del agua, pero lo hace de un modo muy significativo, a partir de la experiencia del mar embravecido, que Jesús amansa, liberando a los hombres del miedo, sobre la barca de la iglesia o, mejor dicho, de la fe en el Dios de la vida (cf. Mc 4, 35-41; 6, 45-52 par). Los cristianos evocan y actualizan con ese motivo la experiencia de los hebreos que salen de Egipto y superan el riesgo de las aguar del mar Rojo. En esa línea se sitúa el tema de la tempestad (huracán y tormenta) que puede arrastrar la casa interior y exterior de los hombres, que deben fortalecer la fe, procurando construir en tierra firme, de manera solidaria (cf. Mt 7, 24-27 par). En esa línea culminan los tres motivos siguientes: purificaciones y bautismo, agua mística, dar de beber al sediento.
1. Purificaciones y bautismo.
La tradición cristiana sabe que Jesús ha iniciado su andadura mesiánica acudiendo a las aguas del Jordán, para recibir el bautismo de Juan (cf. Mc 1,1-2; Mt 4; Lc 4). Eso significa que, en un primer momento, él ha sentido el riesgo de la destrucción de un mundo que se apoya sobre bases de injusticia. No ha buscado una purificación pasajera (como en los rituales de purificación de los judíos observantes), sino la trasformación total, el nuevo nacimiento para el juicio de Dios, tal como Juan lo proclamaba. Pero, en vez de quedarse en el nivel del juicio inexorable del Bautista, Jesús ha dado un paso más, descubriendo más allá del agua destructora el agua de la creación del Dios Padre, escuchando su palabra: “Tú eres mi hijo” (Mc 1, 11). Ésta es el agua de la filiación divina, que él ha querido compartir con los pobres y excluidos de Israel a quienes ha ofrecido la salud de Dios, la fe que se abre a la vida. De esa forma ha superado el nivel de las aguas limpiadoras de las purificaciones: la verdadera limpieza (el agua del bautismo verdadero) está en cuidar a los enfermos, en acoger a los pecadores y excluidos, en compartir la vida. Por eso, los judíos observantes, interesados en el agua de pureza, le critican:
Se juntaron a Jesús los fariseos y algunos de los escribas que habían venido de Jerusalén. Ellos vieron que algunos discípulos de él estaban comiendo pan con las manos impuras, es decir, sin lavarse. Pues los fariseos y todos los judíos, si no se lavan las manos hasta la muñeca, no comen, porque se aferran a la tradición de los ancianos. Cuando vuelven del mercado, si no se lavan, no comen. Y hay muchas otras cosas que aceptaron para guardar, como los lavamientos de las copas, de los jarros y de los utensilios de bronce y de los divanes (Mc 7, 1-5).
Estos fariseos practican la religión del agua de la pureza y son de aquellos que se bautizan sin cesar y bañan (limpian) todas las cosas que han podido perder su pureza al contacto con gentiles o pecadores (en la calle y el mercado). Pues bien, en contra de eso (evidentemente, sin rechazar las normas de higiene), Jesús sabe que lo que mancha no es el mercado, ni los alimentos, ni los enfermos… Lo que hay que limpiar es el alma, no las manos (cf. Mc 7, 15). Lo que hay que buscar es el bien de los pobres. Desde ese fondo se entiende el bautismo cristiano, que no ha sido instituido por el Jesús de la historia, sino por la iglesia, que ha reinterpretado la muerte y pascua de Jesús como nueva creación y ha puesto en su boca las palabras esenciales: “haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu” (cf. Mt 28, 16-20). Este no es el bautismo de las purificaciones rituales, sino un gesto de nueva creación: los hombres y mujeres nacen a la vida de Dios, según la fe de la iglesia, y el signo de esa vida y nuevo nacimiento es el bautismo, en nombre de Jesús (asumir su camino de entrega) o en nombre de la Trinidad.
2. La mística del agua. Evangelio de Juan
Los cristianos han retomado el signo del bautismo de Juan, pero vinculando el agua y el Espíritu, como en el principio de la creación, cuando el Espíritu de Dios, que se manifestaba a través de su Palabra creadora, se cernía sobre las aguas. En este contexto, el agua del bautismo viene a presentarse como signo y principio de la verdadera creación, que se expresa ahora al camino de vida de Jesús, de manera que se puede hablar del agua y del Espíritu, que se abren y ofrecen como principio de salvación y plenitud para todos los hombres (cf. Mc 1, 8.10 par; Hech 1, 5; 11, 16. Cf. Hech 8, 36 y 10, 47: bautismo del eunuco prosélito y del centurión pagano). En la culminación de esa línea que une el agua y el Espíritu están los textos de Juan.
Ciertamente, el Cuarto Evangelio sabe bien que el agua en sí no basta. Por eso ha puesto de relieve la impotencia de las seis grandes tinajas de agua de las purificaciones, pues son incapaces de dar alegría de vida a las bodas. A instancias de la madre (el Antiguo Testamento que llega a su plenitud), Jesús convierte el agua de esas seis tinajas (seis es siempre el número imperfecto de este mundo que no alcanza la plenitud) en vino de bodas, es decir, de alegría mesiánica (cf. Jn 2, 1-11). Sin ese paso del agua de la purificación al vino de la vida no existe evangelio.
Desde ese fondo, el Jesús de Juan puede mantener el sentido del agua (esto es, del mundo), al lado del Espíritu (que es signo de la acción de Dios). Por eso dice a Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo que a menos que uno nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios. Nicodemo le dijo: ¿Cómo puede nacer un hombre si ya es viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer? Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo que a menos que uno nazca de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3, 3-5). Este pasaje está quizá ya combatiendo el riesgo de un tipo de gnosticismo según el cual sólo importa el Espíritu, es decir, la vida interior, mientras el agua queda fuera de las preocupaciones religiosas. Este es el riesgo de aquellos que quieren habla de Dios pero olvidan el agua de la vida material, la vida de los pobres. Pues bien, en contra de eso, Jesús destaca el valor no sólo del Espíritu, sino también del agua.
Desde el fondo anterior ha de entenderse el tema del agua del pozo de Siquem, donde viene a llenar su cubo la samaritana. La samaritana busca el agua de la vida externa y Jesús le responde ofreciéndole un agua diferente
Todo el que bebe del agua de ese pozo (de Siquem) volverá a tener sed. Pero cualquiera que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed, sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna (cf. Jn 4, 13-14).
Este pasaje nos sitúa cerca de la disputa de Jesús con el diablo en los sinópticos. Puede haber un diablo que ofrece comida y bebida, para esclavizar mejor a los hombres y tenerlos sometidos, como sabe bien cierto capitalismo moderno. Por eso, Jesús ha respondido: “no sólo de pan (y de agua) vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (cf. Mt 4, 4). No basta el pan y agua, es necesario además (al mismo tiempo) el Espíritu y la Palabra (como supone Gen 1, 1-3), es decir, la libertad y dignidad. Pero un Espíritu-Palabra sin pan-agua real es también mentira, sería un desprecio al Creador del mundo. Sólo desde este fondo han de entenderse las palabras básicas del Jesús de Juan:
El último y gran día de la fiesta, Jesús se puso de pie y alzó la voz diciendo: Si alguno tiene sed que venga a mí; y que beba aquel que cree en mí; pues, como dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su interior. Esto dijo acerca del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él, pues todavía no había sido dado el Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado (Jn 7, 37-39).
Jesús está en la fiesta judía de los Tabernáculos y en ella se realizaba una liturgia del agua que evoca los grandes textos ya citados del Antiguo Testamento: el agua de la roca en el desierto, el agua que brota del templo, el agua del camino de retorno de los exilados . Pues bien, conforme al testimonio de Juan, todas esas aguas se concentran ahora en Cristo. El agua de Cristo es, sin duda, un agua mística abierta a la contemplación de Dios. Pero, al mismo tiempo, es el agua de la curación de los enfermos (como indica el milagro de la piscina probática, en Jn 5, 3-7, y el de la fuente de Siloé, en Jn 9, 7), el agua del servicio mutuo que consiste en lavarse los pies unos a otros, empezando por los señores a los siervos (cf. Jn 13, 1-17), el agua de vida que bota, con la sangre, del costado del Cristo (Jn 19, 34; cf. 1 Jn 5, 8).
[[En este contexto se sitúa el tema de la roca. Retomando quizá una interpretación israelita antigua, Pablo dice que la roca de Dios, de la que brotaba el agua, iba acompañando a los hijos de Israel por el desierto, precisando después que ella se identificaba con Cristo: «Todos nuestros padres bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían de la roca espiritual que les seguís. Esa roca era el Cristo» (1 Cor 10, 4-5).
En el Apocalipsis el Dragón antiguo es dueño del agua destructora (de muerte) con la que pretende ahogar a la Mujer (cf. Ap 12, 5) y las muchas aguas pueden ser un signo de destrucción (17, 1.15). Pero, en otra perspectiva, el rumor de grandes aguas aparece como sonido de la multitud de los salvados (cf. 1, 15; 14, 2, 19, 6); en esa línea ha de entenderse el símbolo final del Agua de vida que brota del Trono de Dios y el Cordero, en la Nueva Jerusalén (Ap 7, 17; 21, 6; 22, 1.17; cf. Ez 47, 1-12 y Zac 14, 8)]].
3. Dar de beber al sediento.
El tema del agua en la Biblia cristiana culmina en Mt 25, 31-46, donde la exigencia de “dar de beber al que tiene sed” se convierte en sentido y clave de la vida humana. El motivo de dar de beber al sediento aparece con cierta frecuencia en la Biblia, aunque casi siempre de un modo indirecto, como algo que se supone (junto a la exigencia de dar de comer al hambriento). Por eso, a Job le acusan diciendo: no diste agua al sediento… (Job 22, 7). En ese contexto, el libro de los Proverbios habla incluso de dar de beber al enemigo: “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer pan; y si tiene sed, dale de beber agua; pues así amontonas carbones encendidos sobre su cabeza y Yahvé te recompensará” ( Prov 25, 21; cf. Rom 12, 20). Pero sólo el Nuevo Testamento ha desarrollado esta exigencia, situándola en el centro de su mensaje, tanto en línea de iglesia como de apertura universal. En línea de iglesia el tema parece claro. Jesús envía a sus discípulos sin nada, diciéndoles que confíen, pues han de recibirles, dándoles aquello que necesitan. En ese contexto añade: “Cualquiera que os dé un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que jamás perderá su recompensa” (Mc 9, 41; Mt 10, 42). Jesús está seguro de que sus enviados recibirán pan y agua suficiente para vivir. Pues bien, ampliando ese motivo, Mt 25, 31-46 supone que todos los pobres-sedientos son presencia de Cristo:
Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber… Entonces los justos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuando te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber?... Respondiendo el Rey, les dirá: «En verdad os digo: cada vez que lo hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí lo hicisteis». Entonces dirá también a los de su izquierda: «Apartaos de mí… porque tuve sed y no me disteis de beber… Entonces ellos también responderán, diciendo: «Señor, cuando te vimos hambriento o sediento, o extranjero o desnudo o enfermo, o en la cárcel, y no te servimos?». El entonces les responderá, diciendo: En verdad os digo: cada vez que no lo hicisteis a uno de esto más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis (cf. Mt 25, 31-46).
Las primeras necesidades del hombre son la comida y bebida (sólo después viene el vestido y la casa, la salud y libertad). Ciertamente, hay otras carencias dolorosas (de cariño, cultura, palabra...; cf. Mt 4, 4). Pero la más honda, la más dura, es la falta de comida y bebida. Allí donde este mundo lleno de riquezas condena al hambre y sed (pan tasado y agua contaminada) a millones de personas (o las pone en situación de inseguridad permanente) no sólo se vuelve injusto, sino contrario a la voluntad de Dios. Pues bien, en este contexto Jesús viene a presentarse como Mesías de los hambrientos y sedientos. Es Mesías porque comparte el hambre y sed de los hombres. Es Mesías porque inicia un movimiento de liberación que empieza dando de comer y de beber a los hambrientos y sedientos.
El hambre y sed son la primera de las necesidades y deberían ser fáciles de remediar, pues la tierra puede ofrecer alimento y agua suficiente para todos. Más todavía, el capitalismo moderno sabe producir, de manera que hay (puede haber) comida y agua sufriente para remediar el hambre y sed universal. Pero el capitalismo no sabe compartir: no quiere que todos los hombres se sienten a la mesa de la palabra (diálogo gratuito) y de la "bendición" del pan y del agua, para comer y beber y para ofrecerse dignidad unos a otros, cultivando el misterio de la vida, en amistad y de confianza. Por eso, mientras haya división en el mundo, mientras unos acaparen y posean a costa de los otros seguirá habiendo hambre y sed, no habrá justicia, ni se cumplirá la voluntad de Dios en la tierra.
Hambre y sed tienen múltiples raíces (la relativa escasez de recursos, la falta de desarrollo de determinados colectivos nacionales o sociales...), pero en sentido más profundo, ellas tiene dos causas principales: 1. El egoísmo de muchos individuos y grupos, que no quieren compartir los bienes de ese mundo que ellos acaparen y producen (hacen producir a otros) para sí mismos. 2. La injusticia del sistema capitalista, que pone un tipo de desarrollo económico por encima de la vida humana. Ciertamente, el hambre-sed es un problema físico (proviene de la carencia de bienes), pero está vinculado al egoísmo de alguno y a la violencia del sistema. Para superar el hambre es necesario un sistema distinto (no capitalista) y para ello tiene que cambiar la manera de entender y vivir los valores de la vida.
Esta palabra de Jesús (¡tuve sed y me disteis de beber!) es principio de interpretación del evangelio. Es una palabra que no se puede espiritualizad: aquí se trata de la sed material, de la necesidad de aquellos que carecen de agua para beber y vivir en libertad. Sólo allí donde todos los hombres y mujeres tierra pueden comer y beber con dignidad e higiene puede hablarse de un comienzo de Reino. Ciertamente, el agua tiene otros sentidos, como hemos podido señalar en todo lo anterior. Pero el agua primera, agua de Dios (bendita o sagrada) es aquella que debemos dar a los pobres y compartirla con ellos. Sólo allí donde eso queda claro se puede pasar a los siguientes momentos de Mt 25, 31-46: vestir al desnudo, acoger al extranjero, ayudar al enfermo, visitar al encarcelado… Allí donde se comparte el agua se inicia un camino de trasformación humana, en línea de Reino. Lo más espiritual (el agua de Dios) se identifica ahora con lo más material (el agua para los pobres). El Reino de Dios no es sólo agua material; pero mientras todos los hombres y mujeres de la tierra no tengan acceso en igualdad y justicia al don del agua no se puede hablar de justicia de Dios ni de evangelio.
Sólo en este contexto podemos recordar la bienaventuranza de Mateo. Lc 6, 21 decían “bienaventurados los que tenéis hambre (o sed…) porque seréis saciados” (Lc 6, 21). En un mundo de injusticia, donde muchos pasan hambre, sólo los hambrientos (y sedientos) pueden ser bienaventurados. Pero, al mismo tiempo, hay que añadir, como ha hecho Mt 5, 6: “bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia…”. Tener hambre y sed de justicia significa, según todo lo anterior, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento… Esta palabra nos sigue situando, según esto, ante el agua de Dios, que es el agua de los pobres.
Siguen al fondo los motivos bíblicos del Antituo Testamento: el agua de la dura y buena creación, “domada” por Dios y trabajada por los hombres (Gen 1-2), el agua del pecado-diluvio y del arco iris de la esperanza en medio del temporal (Gen 6-9), el agua del Nilo y del Mar Rojo, que mata a los egipcios y salva a los hebreos (Gen 1-15), el agua del gran juicio de Elías en el Monte Carmelo (1 Rey 18), el agua de las purificaciones y bautismos, el agua de la gracia de Jesús… Siguen en el fondo estos temas, pero todo ellos se condensan y concretan ahora, según el evangelio, en la palabra de Jesús: “tuve sed y me disteis de beber…”. El agua de Dios es aquella que se pone, limpia, abundante, gozosa, al servicio de los pobres, de todos los sedientos de la tierra. Esa es la obra de Dios: dar de beber al sediento. Sólo en esa línea puede mantenerse y recibe su sentido la esperanza del río agua limpia y sanadora que brota del trono del Cordero (Ap 22, 1-17).