El único camino Eros y ágape, una historia del amor cristiano

El camino del amor es ya la meta

  1. Eros alude al amor como deseo ascensional del hombre que sube desde el “bajo suelo” al mar de plenitud de lo divino; así evoca el anhelo del que quiere alcanzar su realidad divina.

2. Ágape, al contrario, es la experiencia de un amor que recibimos y que regalamos de un modo gratuito, buscando el bien de los demás. Tú me has dicho que el amor es uno, y que si eros y ágape son amor deben vincularse. Así te lo quiero mostrar en lo que sigue[1].

 Dos motivos fundacionales.

No se pueden separar del todo, y la manera de relacionarlos varía según las perspectivas, pero en principio pueden distinguirse con cierta claridad. El eros, entendido en su forma originaria (no puramente sexual, como algunos hacen), pertenece al despliegue amoroso de la vida, tal como lo ha mostrado Platón y como han seguido cantando los poetas, entre los que podemos citar a muchos renacentistas y clásicos hispanos:

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El aire se serena y viste de hermosura y luz no usada, Salinas, cuando suena la música extremada por vuestra sabia mano gobernada. A cuyo son divino el alma, que en olvido está sumida, torna a cobrar el tino y memoria perdida de su origen primera,   esclarecida.(Luis de León, Poesías, Madrid 1953, 54).

  Está el alma caída en el mundo, alejada de su amor divino. Por eso sufre hasta que el eros viene a desper­tarla, conduciéndola a su centro, al bien más alto, al mar de las dulzuras donde pueda reposar, restituida. Más allá de los deseos y cuidados engañosos de la tierra, se ha encendido, como luz originaria, el gran del anhelo: «¿Cuándo será que pueda, / libre de esta prisión, volar al cielo, / Felipe, y en la rueda / que huye más del suelo / contemplar la verdad pura, sin velo?» (Ibid. 73). Culminado su vuelo, el alma perdida recupera su identidad perdida, se convierte en luminosa y se transforma, contemplando «lo que es y lo que ha sido».

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El ágape, en cambio, sigue otra línea de amor, pues no es ascenso de la tierra al cielo, sino don de Dios que viene y busca el amor de los hombres: «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? / ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío, / que a mi puerta, cubierto de rocío, / pasas las noches del invierno oscuras?» (Lope de Vega, Poesía lírica del siglo de oro, Madrid 1980, 263). Más que ascenso del hombre hacia Dios, es don de Dios al hombre en Jesucristo. Más que salida del mundo es presencia de Dios en el mundo, «Blanco Cristo que diste por nosotros / toda tu sangre, Cristo desangrado, / que el jugo de tus venas todo diste / por nuestra recia sangre emponzoñada...» (Unamuno, Obras completas VI, Madrid 1966, 424, 436).

Este amor que es don de Dios suscita en el hombre una respuesta, en línea de gratuidad y comunión personal: «No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido.../ Tú me mueves, Señor; muéveme el verte / clavado en una cruz y escarnecido, / muéveme ver tu cuerpo tan herido, / muévenme tus afrentas y tu muerte (cf. E. L. Rivers [ed.], Poesia liríca del siglo de oro, 187). Aquí no hay deseo de alcanzar el propio bien o plenitud, no hay un ascenso hacia la altura superior de lo divino, ni nostalgia de infinito, sino experiencia de comunicación gratuita: Don de Dios que se ha ofrecido en Jesús por los hombres, amor de hombre que le responde agradecido.

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El eros evoca la tendencia poderosa que conduce hasta el origen y riqueza originaria de la vida. Es un camino que nos lleva, superando las actuales condi­ciones de la historia, hacia la unión en lo divino. Así lo han visto, de maneras muy diversas, los sistemas religiosos de la India y de un modo especial el platonismo griego, que quiere liberar la luz divina de los hombres, conquistando y recreando su verdad originaria, cautivada en una cárcel de dolor, sombra y materia.

Como vimos ya, articulando los motivos que le ofrecía la tradición anterior (cf. tema 22), Platón edificó desde el eros un espléndido sistema de salvación filosófica, cercana al pensamiento religioso de diversas escuelas religiosas de la India. Esa visión presupone que el hombre es ahora esclavo, está cautivo en este mundo, pero guarda las semillas del recuerdo de su vida originaria, que le va elevando, a partir de los valores sensibles (cuerpos, ideales...), hacia el bien más alto, como meta donde puede sosegar y realizarse su existencia. Este amor es una fuerza de atracción que, al inquietarnos en el mundo, conduce hacia la idea y bondad originaria, donde hallaremos la quietud. Lógicamente, en Dios no hay eros, pues a Dios nada le falta. Tampo­co hay eros en aquellos hombres y mujeres que sólo buscan valores sensibles (del mundo), sino sólo en los que intentar ascender desde el mundo hacia lo eterno.

Anders.Nygren (1890-1978), sistematizador protestante del tema, ha distinguido en la visión del eros estos tres rasgos: (a) Es un amor­-deseo que nos lleva a superar la privación en que ahora nos hallamos, para caminar hacia un estado de existencia más dichosa. (b) Es un anhelo que conduce del hombre a lo divino. (c) Es un amor egocéntrico: Anhelo de conquista, deseo de lograr y disfrutar aquello que nos falta. Sólo en el momento en que, inmersos en Dios, hayamos colmado la ansiedad y realizado nuestro anhelo, cesaremos en la marcha: terminará el eros, habremos culminado en lo divino.

 Diferencias básicas.

Ágape es el amor que se ha expresado de manera especial en Jesucristo, como gratuidad, don de la vida por los otros. Lo decisivo no es que el hombre quiera escalar al cielo, sino que Dios ha descendido como salvador a nuestra tierra. Estos son sus rasgos principales.

El ágape es espontáneo y no egoísta: Ama porque quiere y no porque pretenda conseguir beneficios. Este amor brota de Dios que, de forma voluntario, ha decidido entregar y ha entregado su vida por los hombres, superando así todo deseo y toda posibilidad humana. No es la expresión de una naturaleza que busca su plenitud, sino el regalo de un Dios personal que quiere y busca el bien de los otros, los hombres.

El ágape depende del valor de las cosas o personas amadas, pues Dios no quiere entregarse sólo a los buenos, que “bien” lo merecen, sino que ama de un modo especial a los pequeños y perdidos, a los pobres y culpables, no por obligación, sino por gratuidad. Por eso, este amor no implica una correspondencia entre la acción y reacción de los amantes, ni tampoco una justicia que premia a los buenos, sino que brota del mismo corazón de los que aman.

  1. Por eso, el ágape escreador. Fíjate bien: El eros no puede crear, sino que busca la raíz o plenitud donde se funda la vida verdadera, pero el ágape lo hace. No se limita a buscar lo que hay, sino que quiere que surja lo que debe haber, poniendo así vida donde no existía vida, amor donde faltaba el amor.
  2. El ágape funda la comunión entre personas. Mientras que el eros busca la fusión del hombre con su raíz originaria, el ágape desea el bien de las personas, buscando así que exista comunión entre ellas, no por deseo de simple igualdad o de justicia, sino por superabundancia del mismo amor.

Por su parte, el eros indica el camino del hombre que quiere ascender a su centro en lo divino. El ágape, en cambio, es la expresión del don de Dios que se encarna en el dolor y pobreza de los hombres, para liberarles. Conforme a la dinámica del eros no se puede hablar de entrega de la vida «por los malos»; el amor al enemigo resultaría inconcebible. El ágape, en cambio, es amor hacia los mismos enemigos (que no aman), amor en gratuidad, para que ellos sean. Estas reflexiones nos permiten precisar las diferencias entre eros y ágape.

El eros es idealista e interesado. Es idealista porque tiende como fin a la morada trascendente de la plenitud del hombre, por encima de la tierra, sobre un cielo de verdades que eternas él hallará su identidad, tendrá su recompensa. Por eso es un deseo interesado, de tipo idealista y egoísta. En contra de lo que suele pensarse, el mayor egoísmo no es de carácter materialista (tener cosas), sino idealista (querer la salvación propia, por encima de todo).

El ágape es materialista y desinteresado. Es materialista en el sentido de que no pretende despegarnos de este mundo y conducirnos hacia el plano ideal, sino encarnarse y encarnarnos en la tierra, ayudando de un modo concreto a los otros. Frente al egoísmo de un eros idealista, el ágape acentúa el regalo, el poder gratificante de un amor que es material y gratuito, pues se expresa como ayuda a los necesitados, buscando el bien de los otros, no el suyo.

 El eros acaba siendo un amor desencar­nado, pues nos conduce hacia una vida que se encuentra más allá de este mundo. Por el contrario, el ágape es amor de encarnación: Viene de Dios y se concreta en la carne de la historia, como ayuda a los necesitados. De un modo normal, el eros conduce a la soledad: El encuentro con los otros representa un primer paso, un peldaño en el camino del ascenso que conduce a un “cielo” superior, más allá del mundo; por eso, hay que dejar a los otros (los cuidados del mundo) para alcanzar el cielo. Por el contrario, el ágape ha de ser comunitario, porque busca el bien de los demás, en este mismo mundo. Lógicamente, el principio del cristianismo es el ágape, entendido como amor de donación, frente al eros que parece convertir nuestra existencia en interés, nuestro cariño en un deseo de carácter egoísta. En ese sentido, el Nuevo Testamento afirma que Dios es Ágape, no Eros (cf. 1 Jn 4, 8.16).

Un tipo de complementariedad entre los dos amores

De todas formas, tras haber marcado las diferencias, respondiendo a tu deseo, debo afirmar que eros y ágape se penetran, se enriquecen y completan, y en ese contexto debo elevar un canto al eros, que es la expresión del ser del mundo, la tendencia natural de los seres que buscan su despliegue y plenitud en lo divino. Sin eso que llamamos el «deseo físico» del eros, sin la fuerza que nos une, que nos lanza al infinito del anhelo ilimitado nuestro ser humano perdería su base. Por eso, los que intentan apoyarse únicamente sobre el don de gratuidad del Dios-ágape, quienes buscan el amar sin la marea y la pasión de los deseos, evaporan la verdad del ser humano y se diluyen en las nubes de un estéril y desnudo evangelismo. En ese sentido, el mismo ágape debe insertarse en el poder del eros.

Ambos movimientos se penetran y cruzan: El eros o deseo de la carne puede conducirte, a través de un delicado proceso de espiritualización, hasta el nivel más egoísta de la idea, pero también puede mostrarte que no puedes alcanzar por ti misma tu plenitud, abriendo así un espacio para el ágape. Por su parte, a fin de realizar su obra, el ágape tiene que apoyarse en el poder del eros, es decir, en tu búsqueda de trascendencia en la que pueda integrarse plenamente.

En el camino del eros predomina la dimensión de naturaleza; en el ágape domina la dimensión de la persona. En un sentido, el hombre es naturaleza, una realidad que se busca a sí misma. Pero esa naturaleza sólo existe humanamente al integrarse en la persona, que es dueña de sí y que, por tanto, puede darse, regalarse (como ágape). En ese sentido, el ágape de la persona es imposible sin una dimensión de naturaleza.

En este campo no se puede simplificar, pues los dos motivos se han cruzado con frecuencia; pero podemos afirmar que la religión platónica (y la filosofía derivada de esa religión) insiste más en el poder del eros como deseo de la naturaleza, en sus diversas formas (incluida la naturaleza ideal-espiritual del platonismo). Por el contrario, el cristianismo ha destacado el valor de la persona; sigue reconociendo el valor de la naturaleza, con deseo de plenitud; pero sabe que la verdad del hombre se realiza en el nivel de la persona, que asume y recrea el potencial de la naturaleza. En ese sentido quiero añadir que el hombre es naturaleza, pero naturaleza recibida y realizada, regalada y compartida entre personas, es decir, personalizada.

Desde ese fondo puedes reconocer algunos rasgos de tu realidad como persona.

1. Te reconoces persona al descubrir que no eres un simple resultado necesario de las leyes naturales, sino que has nacido porque te han amado, que eres porque te aman, porque, en medio de este mundo de poderes ciegos, alguien ha querido convocarte y te convoca día a día a la existencia.

2. Te constituyes persona en el momento en que te vuelves dueña y responsable de ti misma. Cruzan por tu vida las pulsiones, los poderes e ideales de la naturaleza. Pero, al fin, eres quien los dirige y organiza. En el tiempo extraordinariamente breve de una vida frágil, amenazada por la muerte, tu misma asumes las riendas de tu ser, eres persona. Eres libre para agradecer la vida y para regalarla y compartirla como ágape. En esta línea, a partir de aquí, seguiré desarrollando, en perspectiva más teológica (más cristiana) los rasgos del amor.

[1] Benedicto XVI, Deus Caritas est (Encíclica, 2005); E. Brunner, Eros una Liebe, Berlin 1937; J. A. M. Camino, El Dios visible: Deus caritas est y la teología de Joseph Ratzinger, San Dámaso, Madrid 2006; C. D'Arcy, La double nature de l'amour, Aubier, Paris 1948; J. R. Flecha, Dios es amor: comentarios a la encíclica de Benedicto XVI "Deus caritas est", Pontificia, Salamanca 2007;A. Nygren, Erós el agupe I-11, Paris 1952-1962; J. Pieper, Amor, en Las virtudes fundamentales, Madrid 1976, 477-552;M. Ureña (y otros),Deus caritas est: comentario y texto de la encíclica "Dios es amor" de Benedicto XVI, Edicep, Valencia 2006; X. Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, Madrid 1959, 341-409

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