Vestidos 6. Pablo: Dios sin velo ¿mujeres veladas?

3. Contemplación, mirar sin velos (2 Cor 3).
El desarrollo más extenso del tema del velo en el Nuevo Testamento aparece en una especie de “midrash” o comentario donde Pablo aplica y recrea el signo del velo de Moisés del que hemos hablado (cf. Ex 34, 29-35). Meditando sobre ese tema, Pablo se atreve a presentar a los judíos no mesiánicos (aquellos que no creen en Jesús) como representantes de una religión de Ley, representada por el Velo de Moisés (que es el mismo velo de su templo). Ellos no pueden, ni quieren contemplar a Dios, ni mirarse a la cara unos a otros, pues cada vez que leen a Moisés (es decir, cuando le miran y se miran, mirando a Dios) llevan puesto un velo sobre sus corazones, de manera que no pueden entenderlo que hay al fondo.
En ese contexto (¡tan frecuente todavía!) la religión aparece como una estrategia de dominio, una forma de poner un velo a los demás, para que no vean, para que no entienden:
«Pero, cuando se vuelvan al Señor caerá su velo, pues el Señor es el Espíritu y donde está el Espíritu del Señor allí está la libertad» (2 Cor 3, 15-17).
Ese antiguo Moisés llevaba un velo en su rostro y nos dejaba mirar directamente a Dios (o nos recordaba que éramos incapaces de mirarle así, cara a cara). Jesús, en cambio (¡el Señor!), no lleva velo, sino que está desnudo y transparente (en la cruz y en la resurrección), de manera podemos mirarle así directamente y ver a Dios. El evangelio es para Pablo una experiencia de amor transparente y se expresa en la posibilidad de mirarse unos a otros, de un modo directo.
Por eso, los cristianos no necesitan ya ponerse un velo, no tienen que ocultarse (por miedo a la muerte, es decir, al Dios que mata cuando se le mira: cf. Jc 6, 22-23), sino que pueden contemplarse así, directamente, unos a otros, sin intermediarios que ocultan, en gesto de transparencia creciente. «En cambio, todos nosotros, contemplando, sin velo en el rostro, la Gloria del Señor, nos transformamos conforme a su imagen, de gloria en gloria, según el Espíritu del Señor» (2 Cor 3, 18). Según eso, para Pablo, los cristianos aparecen como aquellos que pueden mirar sin velo al Señor y mirarse entre sí, de manera transparente, unos a otros, en comunicación de vida. El conocimiento velado permanece en un nivel de muerte o, mejor dicho, tiene miedo de la muerte, es decir, de la destrucción radical de la persona, "pero nosotros hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos" (1 Jn 3, 14). Ahí, en el amor a los hermanos, se rompe un tipo de velo, para que todo sea amor.
4. Como en un espejo. El riesgo del entusiasmo. El amor es transparencia: mirar sin velos, pero con respeto, como sabe y dice, de manera impresionante, el mismo Pablo. Ciertamente: «Todo me es lícito, pero no todo conviene. Todo me es lícito, pero no todo edifica. Nadie busque su propio bien, sino el bien del otro» (1 Cor 10, 23-24). La libertad y la verdad cristiana no consiste en “quitar a los demás el velo por la fuerza”, sino en respetarles por amor, para que así todos podamos vivir en transparencia. El amor no está en forzar a los demás, en obligarles a quedar desnudos (¡sin ninguno de sus velos!). El amor es respetarles, abriendo de esa forma un especio de confianza, para que ellos mismos puedan mostrarse en su verdad.
Por eso, «aunque supiera todos los misterios y tuviera todo el conocimiento, si no tuviera amor nada soy» (1 Cor 13, 2).
Eso significa que existe una forma inconveniente de “quitar el velo”, de penetrar en la intimidad de los demás, de manera prepotente, pornográfica. El conocimiento del amor es decoroso, no se deja llevar por la curiosidad ajena (cf. 1 Cor 13, 5). En ese sentido podemos añadir que el amor (que todo lo conoce) pone, sin embargo, un velo de respeto y de cariño ante los problemas de los otros. En este contexto sigue diciendo Pablo: «El amor nunca cesará. Pero las profecías se acabarán, cesarán las lenguas, y se acabará el conocimiento. Porque conocemos sólo en parte y en parte profetizamos; pero cuando venga lo que es perfecto, entonces lo que es en parte será abolido. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; pero cuando llegué a ser hombre, dejé lo que era de niño. Ahora vemos oscuramente por medio de un espejo, pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré plenamente, así como soy conocido» (1 Cor 13, 8-12).
Hay un tipo de conocimiento que debe terminar, porque es conocimiento instrumental, que consiste en mirar para dominar, por curiosidad o por afán de dominio absoluto. Somos como niños, pero como “niños malos”: conocemos sólo poco, como en un espejo, borrosamente, pero queremos definirlo todo, determinarlo todo, para nuestra conveniencia, sin respeto a la intimidad de los demás, convirtiendo toda la vida en un puro espectáculo sin fondo (o con un fondo de imperialismo monetario). Por eso es necesario camino de amor, para que aprendamos a mirar con respeto, a conocer como somos conocidos, cara a cara. Ese cara a cara (mano a mano, cuerpo a cuerpo), en desnudez y comunicación gozosa se llama, en lenguaje cristiano, paraíso. No es un cielo para el más allá, sino que empieza aquí, aquí mismo, sin más “ceñidor” o cinturón (¡vestido!) que la verdad, como dice la carta a los Efesios (Ef 6, 14). Ése es el único vestido: la transparencia plena (a-letheia) en el amor (en el agape) (cf. Ef 4, 15). Por eso, Adán y Eva, en el paraíso original, iban → desnudos (cf. Gen 2, 25).
5. Cuestión difícil. El velo de las profetisas en el culto (1 Cor 11). Los principios quedan claros en las reflexiones anteriores. Allí donde hay amor (¡y por amor!) todo está permitido. Pero seguimos caminando entre sombras y, por eso, a veces (por amor) no es posible alcanzar el ideal, de tal manera que resulta conveniente mantener (¡por un tiempo!) unas conveniencias o estructuras sociales, como ha puesto de relieve Pablo, en un argumento complejo, que debe actualizarse: «
(a: Hecho) Toda mujer que ora o profetiza con la cabeza no cubierta, afrenta su cabeza, porque es como si se hubiese rapado. Porque si la mujer no se cubre, que se corte todo el cabello; y si le es vergonzoso cortarse el cabello o raparse, que se cubra. El hombre no ha de cubrir su cabeza, porque él es la imagen y la gloria de Dios; pero la mujer es la gloria del hombre. Porque el hombre no procede de la mujer, sino la mujer del hombre. Además, el hombre no fue creado a causa de la mujer, sino la mujer a causa del hombre. Por lo cual, la mujer debe tener una señal de autoridad sobre su cabeza por causa de los ángeles.
(b: Principio). No obstante, en el Señor, ni el hombre existe sin la mujer, ni la mujer sin el hombre. Porque así como la mujer proviene del hombre, así también el hombre nace de la mujer; pero todo proviene de Dios. (c: Libertad) Juzgad por vosotros mismos: ¿Es apropiado que la mujer ore a Dios con la cabeza no cubierta? ¿Acaso no os enseña la naturaleza misma que le es deshonroso al hombre dejarse crecer el cabello, mientras que a la mujer le es honroso dejarse crecer el cabello? Porque le ha sido dado el cabello en lugar de velo. Con todo, si alguien quiere ser contencioso, nosotros no tenemos tal costumbre, ni tampoco las iglesias de Dios» (cf. 1 Cor 11, 6-16).
Éste es un argumento retórico y paradójico (e incluso parece contradictorio, pues dice cosas que se oponen). Que yo sepa, ningún comentarista ha logrado precisar su sentido completo, porque se nos han escapado las circunstancias completas en las que fue compuesto y su finalidad inmediata. De todas formas, hay varias cosas que son evidentes.
a. El hecho. Un principio. Las (¿algunas?) mujeres cristianas de Corinto no llevan velo (ni sobre la cabeza, ni ante los ojos), no sólo cuando asisten como los demás a la liturgia, sino cuando se ponen en el centro de la asamblea para orar o profetizar. Ellas se colocan en el centro, elevan las manos, se mueven y cantan, hablando en nombre de Dios (¡profetizan!), sin cubrirse el cabello, quedando así, con la cabeza totalmente descubierta y los cabellos al aire, ante las miradas de todos los asistentes. Alguien ha tenido miedo de que pueda producirse un tipo de “explosión de deseos sexuales” y Pablo responde pidiendo a las mujeres “profetas” que, en el momento de su intervencon, cuando hablan en trance extático, en el culto de la comunidad, se cubran, para no parecer indecorosas, “por causa de los ángeles” (1 Cor 11, 10). Ese último argumento resulta hoy incomprensible. Da la impresión de que Pablo está pensando que el culto lo presiden unos “ángeles machos”, que pueden sentirse atraídos por mujeres descubierta y extáticas (conforme a un simbolismo propio de la tradición de → Henoc, que influía mucho en ese tiempo). Sea como fuere, el tema de fondo son los “hombres”, más que las mujeres; ellos, los hombres, pueden profetizar sin velo, porque llevan el pelo cortado (no tiene un cabello sexualmente atractivo ¡en aquel contexto!); las mujeres, en cambio, llevan al aire un cabello atractivo, que parece estar pensado para gozo de los hombres, pero que no se debe utilizar para llamar la atención (¡con riesgo de atraer sexualmente!) en el culto de la comunidad (que no es lugar para eso).
b. Principio. Pues bien, al llegar al final de la argumentación anterior, después de haber desarrollado unos principios que no son cristianos, sino que derivan de una antropología común del entorno judío (¡la mujer es para el hombre!), Pablo se para y despliega, de un modo tajante, el argumento cristiana (que él ha desarrollado en Gal 3, 18). Así comienza su nueva reflexión con un plên enfático: “¡No obstante…!” en el Señor (es decir, en Jesús resucitado), ya no hay hombre ni mujer, sino que es uno para el otro y los dos para Dios (desde Dios). Todos los argumentos anteriores quedan en suspenso o deben entenderse de otra forma. El velo o no velo es cuestión secundaria, que habrá que aplicar en cada circunstancia. Lo que importa es que los hombres sean para las mujeres y viceversa, en complementariedad de amor.
c. Libertad. Al llegar aquí, Pablo deja el argumento, con todas sus razones, y pide a los corintios que piensen y decidan por sí mismos, argumentando de manera recta: Para la mujer sería natural dejarse crecer el pelo (y velarlo en algunas ocasiones…). Para el hombre, en cambio, lo natural sería cortarse el pelo (por lo que no tiene que velarlo). De todas formas, al llegar aquí, parece que el mismo Pablo deja todos los argumentos en el aire y decide que no quiere discutir más. Es evidente que no tiene más razones y así acaba imponiendo una pura razón de autoridad: ¡No tenemos costumbre de discutir! Eso significa que el argumento y el problema sigue abierto. Queda claro que, por evitar el escándalo, Pablo quiere que, en un contexto de celebración “extática” (allí en Corinto) las mujeres vayan veladas, con el pelo cubierto (¡no con el rostro!). De esa manera para contestar a las críticas de aquellos que pueden tomar las reuniones cristianas como lugares y momentos de acciones escandalosas. Pero su deseo y su argumento no se puede extrapolar ni aplicar en general, en otras circunstancias culturales ni sociales. Él no ha querido imponer una doctrina universal, sino que se ha limitado a pedir (¡no imponer!) que las mujeres profetas de Corinto se pongan el velo en el culto, cuando realizan su acción litúrgica, de tipo extático.
5. Un problema abierto. ¿Pueden hablar las mujeres? Como vemos, Pablo no ha querido resolver ni ha resuelto el tema de fondo, sino que se ha limitado a dar unas indicaciones (a ofrecer unos deseos) en relación con las mujeres-profetas, en el momento del culto extático. La cuestión aquí debatida es sólo un problema de “vestidura litúrgica” o, quizá mejor, de vestidura decorosa en ciertos momentos especiales: cuando las mujeres salen a profetizar, teniendo que mostrar con su palabra y su cuerpo el misterio más alto de una presencia de Dios que les llena y transfigura. Pablo quiere simplemente que el acto litúrgico no se convierta en “show” femenino, en aquel contexto donde el pelo de la mujer podía volverse signo sexual, en contra de los hombres que llevaban el pelo cortado.
Las circunstancias han cambiado y es muy posible que las mujeres actuales, si se cubrieran el rostro con un velo, irían en contra de lo que quiso Pablo. Por otra parte, en la actualidad, el tema no es el velo, sino la libertad y la aportación profética de las mujeres, que es lo verdaderamente importante. Pablo quiso poner quizá unas cortapisas a un tipo de mujeres profetas (¡que se pongan un velo en los cultos extáticos!), pero lo hizo para que ellas pudieran seguir profetizando, que es lo importante, lo que él quiere defender por encima de todo. Algunos años más tarde, un pretendido discípulo de Pablo, para evitar de raíz el pretendido problema (¡echando al niño con el agua sucia!) y para permitir así que 1 Cor entrara en el canon, introdujo en la misma carta una glosa que va ya claramente en contra de la intención de Pablo, una glosa que ha marcado después la vida de muchas comunidades cristianas: «Las mujeres guarden silencio en las iglesias; porque no se les permite hablar, sino que estén sujetas, como también lo dice la ley. Si quieren aprender acerca de alguna cosa, pregunten en casa a sus propios maridos; porque a la mujer le es impropio hablar en la iglesia» (1 Cor 14, 34-35).
Esto sí que es resolver la cuestión por lo sano (es decir, por lo que conviene a los varones): Aquí ya no aparece un Pablo respetuoso y tanteante, que quiere que las mujeres hablen en las iglesias y que pone los medios para ello (¡desde el punto de vista de los varones!). Aquí tenemos a un hombre “legal” (¡que apela a la Ley que Pablo había querido superar! ¡Un Ley que no hallamos en ninguna parte del Antiguo Testamento!) para imponer silencio a las mujeres (con velo o sin velo).
Pablo había querido que la liturgia cristiana no se convirtiera en un “show sensualizado”, con mujeres-objeto sexual, atrayendo a los varones en el centro de la asamblea (¡con varones deseosos de ver a mujeres en trance, poco cubiertas!). Como he destacado, su respuesta fue parcial, pero buena… Él quiso que las mujeres hablaran y que su palabra se pudiera escuchar como palabra personal, por el valor que ella tenía. No permitió que la Iglesia fuera un lugar de mujeres-objeto a las que miraban con simple deseo posesivo unos hombres-violadores (como los malos ángeles de la tradición de Henoc). Quiso que las mujeres hablaran, como queremos nosotros, aunque dejó unos cabos sueltos en el tema del velo. Releyendo su carta, hoy descubrimos que el tema no es velo en sí (¡que se podría poner en ciertas circunstancias!). El problema es la palabra, como sabe el autor de 1 Cor 14, 34-35, uno de los primeros “hombres de Iglesia”, de manea que quiso corregir y corrigió al mismo Pablo, diciendo que las mujeres no hablen en la Iglesia.
6. Un problema histórico.
Hemos destacado los diversos aspectos del tema: el velo del templo se rasgó, de tal forma que podemos mirar ya a Dios cara a cara…, aunque es bueno, que en ciertos momentos, las mujeres se velen en el culto. Estos temas han seguidos abierto, de diversas maneras, a lo largo de la historia de la Iglesia. Aquí sólo quiero citar tres contextos importantes, empezando por el culto.
(a) Velo del santuario. Iconostasio. El culto cristiano es la Palabra compartida, el Pan de todos y para todos, empezando por los pobres. Pero algunas iglesias ortodoxas han vuelto a “velar” el lugar santo de las celebraciones, separándolo de la nave en la que se halla el pueblo, a través de un iconostasio, es decir, de un tipo de velo fijo (como un tabique) hecho de iconos que no permiten ver el misterio que se realiza en el lugar santo de los sacerdotes (la consagración eucarística). Ciertamente, de esa manera han recreado espacios y tiempos de hondo misterio religioso. Pero quizá han ido en contra de la transparencia esencial del culto cristiano, reflejado en la vida de Jesús, tal como culmina en la cruz, cuando se rasga el velo.
(b) Velo de las mujeres consagradas. Pablo pedía, de un modo tanteante y para la comunidad concreta de Corinto, que las mujeres se cubrieran el cabello cuando profetizaban en el centro de la comunidad. No decía que las mujeres fueran veladas al culto en cuanto tal, ni mucho menos que anduvieran veladas en casas y calles. Él habló sólo de un momento especial de entusiasmo profético, para impedir que la celebración cristiana se convirtiera en una especie de explosión de deseos sexuales (¡por culpa de los ángeles machos!). Pues bien, a lo largo de siglos, las monjas y las religiosas consagradas a Dios han tapado sus cabellos con un velo, que cubre no sólo el pelo, sino parte de. rostro. Ese velo de las religiosas ha querido y quiere ser un signo de misterio: su belleza pertenece a Dios, a quien ellas se consagran. Tiene, sin duda, un valor religioso, al menos en un determinado contexto social y cultural. Pero su empleo no puede apoyarse en las costumbres de Jesús ni en los usos de las Iglesias de Pablo
(c) Velo de todas las mujeres en el culto. Gran parte de las mujeres han participado a los cultos católicos, hasta hace un tiempo muy reciente, con un velo casi siempre oscuro que cubría su cabello. Ese velo servía de signo de reverencia ante Dios y también para “evitar” distracciones de tipo más o menos erótico (conforme al argumento de Pablo en 1 Cor 11). En los últimos decenios, como efecto de una mejor lectura del texto de Pablo y como resultado de una antropología más personalista, la mayoría de las mujeres cristianas han dejado de emplear el velo en el culto. De todas formas, el argumento de fondo tenía su importancia: hay que evitar que el culto cristiano se convierte en un acto más del gran “show erótico” de una sociedad machista, que convierte a la mujer en medio para satisfacer el deseo de los varones.